Capítulo 5: Observaciones y recomendaciones que se proponen a la Iglesia como conclusión del informe

Índice

5. Observaciones y recomendaciones para la acción de las instituciones de la Iglesia    

5.1 Consideraciones previas      

5.2 Observaciones y recomendaciones de carácter general         

5.2.1 Actitud de claridad, firmeza y determinación de la Iglesia frente a los graves comportamientos de abuso sexual cometidos contra menores o personas vulnerables.      

5.2.2 Importancia de orientar la acción de la Iglesia a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia con todas las garantías jurídicas, sin perjuicio de la debida atención pastoral a las víctimas de los abusos y también a los victimarios.       

5.2.3 Importancia de abordar la patología de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, en sus causas (no solo en sus consecuencias) y desde una perspectiva integral (no meramente parcial o fragmentaria).           

5.2.4 Deber de expresar un reconocimiento público de la gravedad de los hechos           

5.2.5 Deber de prestar a las víctimas y a sus familiares, y también a los victimarios, la debida atención pastoral

5.2.6 Importancia de reforzar la unidad de acción y la coordinación supra-diocesana y, en todo caso, intraeclesial, en todo lo que se refiere al tratamiento de la cuestión relativa a los abusos sexuales en el seno de la Iglesia y en particular en lo que concierne a las medidas de prevención

5.3 Observaciones y recomendaciones específicas         

5.3.1 El proceso de selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, así como sobre su ulterior acompañamiento y formación permanente.   

5.3.2 Medidas específicas relacionadas con la prevención y los procedimientos de actuación ante el riesgo de comportamientos de abuso sexual en el seno de la Iglesia.         

5.3.3 Medidas específicas relacionadas con la formación, la concienciación y la sensibilización en el seno de la Iglesia               

5.3.4 Medidas de reforzamiento integración y profesionalización de las estructuras eclesiales   

5.3.5 Las oficinas o servicios de protección de menores y recepción de denuncias creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las diócesis y de las diversas instituciones de la Iglesia.     

5.3.6 Sobre el régimen de conservación y custodia de los documentos en los archivos eclesiásticos.       

5.3.7 La trascendencia de iniciar una reflexión en el seno de la Iglesia acerca del sistema de investigación y enjuiciamiento de delitos en sede canónica y sobre una eventual nueva disciplina de los procesos canónicos.    

5.3.8 La actitud y modos de proceder de la Iglesia en relación con la detección, investigación, enjuiciamiento, sanción y ejecución de las resoluciones adoptadas en sede jurisdiccional civil del Estado.             

5.3.9 Las medidas específicas relacionadas con la escucha y reconocimiento de los hechos, la asistencia a las víctimas, la petición de perdón y la adopción de medidas de reparación del mal causado.

5.3.10 Sobre la creación de un grupo de trabajo en el seno de la CEE para el análisis y desarrollo de las diversas observaciones y recomendaciones formuladas

Una reflexión final      


5. Observaciones y recomendaciones para la acción de las instituciones de la Iglesia

El objeto específico de este capítulo es centrar la atención en algunas cuestiones que el informe suscita y que se revelan como asuntos de singular trascendencia para el trabajo realizado por la CEE. Para ello se formula una serie de reflexiones específicas a modo de “Observaciones” que sirvan de fundamento para formular, a renglón seguido, determinadas sugerencias a modo de “Recomendaciones”.

Antes de entrar en este apartado relativo a las observaciones y recomendaciones anunciadas, se considera pertinente formular con carácter previo algunas valoraciones o consideraciones de carácter general.

Sobre las fuentes de estas observaciones y recomendaciones, se han añadido las incluidas en el Informe elaborado por el despacho Cremades-Calvo-Sotelo, tanto en los adelantos remitidos como en la versión definitiva, así como aquellas incluidas por el Defensor del Pueblo en su Informe que resultan concordantes con lo expresado por la Conferencia Episcopal Española.

5.1 Consideraciones previas

Una de las responsabilidades más importantes de los Pastores de la Iglesia es la de proteger y asegurar el bien común de los fieles, especialmente de aquellos amados con especial predilección por Jesucristo: los más débiles, los más pobres -de cuerpo o de espíritu- y los más necesitados.

Entre ellos, cabe situar a los menores de edad (niños, jóvenes y adolescentes) y a las personas mayores que puedan verse afectadas por una situación de especial debilidad o vulnerabilidad, como puede ser el caso específico de los que participan de esa delicada situación por hallarse afectos por un uso imperfecto de la razón.

De acuerdo con ello, se ha de velar para que en la vida en la Iglesia, cada niño, joven, adulto o anciano encuentre las condiciones idóneas, de manera que pueda participar en un ambiente “sano y seguro”, de modo que la dignidad sagrada e inviolable que le es propia a toda persona humana y los derechos naturales que de ella traen causa se vean debidamente reconocidos, respetados y tutelados, y en ningún caso puedan verse amenazados por ninguna persona o forma de poder o de autoridad y bajo ninguna circunstancia. Y para que, llegado el caso de producirse un quebranto de su integridad, la Iglesia sea capaz de ofrecer una respuesta institucional, jurídica y pastoral, ejemplar y sin fisuras, prestando a la persona afectada y a su entorno familiar más inmediato la debida acogida, escucha y acompañamiento, prestándole la asistencia espiritual y material que pueda requerir, y no escatimando esfuerzos en orden a cumplir con el objetivo de búsqueda de la verdad y realización mediante la aplicación del Derecho a través de un proceso justo y con todas las garantías jurídicas.

Todo ello forma parte integrante fundamental de la misión de la Iglesia, de ahí que, considerando la gravedad objetiva que entraña la existencia de abusos en el seno de la Iglesia, es de gran importancia traer nuevamente a colación una premisa, de la que ya se dejó constancia en las consideraciones precedentes y que fue sentada por primera vez por el Santo Padre San Juan Pablo II en abril de 2002, siendo repetida y afirmada posteriormente por el Papa Benedicto XVI y luego por el Papa Francisco: No hay lugar en el sacerdocio —ni en la vida religiosa— para quienes abusan de menores, y no hay pretexto alguno que pueda justificar este delito.

No hay duda de que entre las actitudes más repudiables en el ministerio y la vida de un clérigo o religioso se encuentra el autoritarismo, el abuso de poder, y de modo muy especial, el abuso sexual contra menores y jóvenes o contra quienes carecen habitualmente del uso de razón.

Si todo comportamiento de abuso sexual a menores es en sí mismo considerado un acto deleznable, un crimen atroz, se convierte en algo especialmente sangrante cuando es cometido por clérigos o religiosos, visibilizándose de un modo si cabe más explícito que en otros supuestos la ofensa a Dios. El abuso sexual a menores por parte de clérigos o religiosos es ciertamente una afrenta a Dios, y es también una ofensa que afecta directamente a la acción y la misión de la Iglesia, suscitándose un razonable escándalo en el Pueblo de Dios y en la propia sociedad civil. 

En efecto, estas situaciones son extremadamente dolorosas e inaceptables, causan daños físicos, psicológicos y espirituales a las víctimas, y perjudican a la comunidad de fieles.

Cuando un clérigo o religioso abusa sexualmente de un menor o de una persona vulnerable, entre otros, se producen los siguientes efectos. En primer lugar, se inflige un daño incalculable al normal desarrollo del menor, a su autoestima y a su dignidad humana, incidiéndose decisiva y negativamente en el desarrollo de su personalidad. En segundo lugar, se causa un escándalo tremendo a los fieles y, en general, a la fe, dañándose la credibilidad de la Iglesia, traicionándose la confianza y dificultándose el anuncio del Evangelio. Y, por último, se lesiona la confianza sagrada que el Pueblo de Dios tiene en sus pastores, desacreditándose el ministerio sacerdotal y la vocación por la vida consagrada, pues se coloca a innumerables inocentes -la inmensa mayoría- bajo la sospecha de la delincuencia, del crimen y del delito.

Y aun sabiéndose, como es público y notorio, que los comportamientos de abuso sexual no se dan en modo alguno solo en la Iglesia, incluso que cuantitativamente pudieren representar o representan una proporción cuasi residual con respecto a los casos que mayoritariamente se producen en el seno de la familia, las instituciones y otros ámbitos de la sociedad, y sabiéndose también que hay otros potenciales responsables (incluido el Estado y los poderes públicos), ello no puede llevar nunca ni a desconocer el problema y sus implicaciones, ni a dejar de asumir frontalmente en el seno de la propia Iglesia la responsabilidad de investigar, enjuiciar y en su caso sancionar los casos probados, adoptar las medidas de escucha, asistencia y reparación del mal causado a las víctimas de los abusos cometidos, y arbitrar los medios para prevenir los riesgos y detectar los casos que puedan eventualmente producirse a partir de ahora.

Y ello es así, porque la Iglesia tiene una responsabilidad especial, que deriva de ser una referencia moral para la comunidad de los creyentes, pero también para los que no lo son, que demanda firmeza, congruencia y ejemplaridad, al tiempo que un nivel de autoexigencia mayor que cualquier persona o institución humana.

Mirando la acción de la Iglesia en el pasado, y considerando la misión que, en nombre de Cristo, está llamada a llevar a cabo, el Papa Francisco llamaba la atención  sobre la necesidad de “una continua y profunda conversión de los corazones, acompañada de acciones concretas y eficaces que involucren a todos en la Iglesia, de modo que la santidad personal y el compromiso moral contribuyan a promover la credibilidad del anuncio Evangélico y la eficacia de la misión de la Iglesia”.

Esta conversión se predica por el Santo Padre de la persona -de la persona en sí misma considerada-, pero cabría también hablar —y es una idea programática de todo el Pontificado del Papa Francisco— de la “conversión de las estructuras”, especialmente de las estructuras jurídicas, algo en lo que se deben ver involucrados todos en la Iglesia, pero muy especialmente los Pastores de la Iglesia, a quienes incumbe una responsabilidad especifica y primordial; éstos deben prestar la atención y el cuidado debidos para que el sacerdote viva con integridad su ministerio sacerdotal, configurándose paulatinamente con Cristo Sacerdote, siendo “otro Cristo”, ello tanto en los actos ministeriales como en los de su vida privada.

Centrando esa mirada en el momento presente de la acción de la Iglesia en España, se pone de manifiesto la encomiable labor realizada en líneas generales por la Iglesia en España, en sintonía con la Santa Sede y de manera claramente generalizada, y que pone de manifiesto una actitud clara y firme y una concienciación evidente y extendido en el seno de la diversidad de instituciones que integran la Iglesia.

Particular relevancia ha tenido el impulso y liderazgo ejercido por la CEE y el desempeño de esta tarea en comunión con las instituciones de la vida consagrada y demás instituciones de la Iglesia, que ha tenido como resultado una conciencia claramente generalizada, lo que ha producido una dinámica de colaboración intraeclesial especialmente significativa y en la que indudablemente se debe perseverar y profundizar en diversas dimensiones.

En este orden de consideraciones, no cabe dejar de aludir a  la importancia de la creación y puesta en funcionamiento de las “oficinas de protección de menores y recepción de denuncias” en el seno de las Diócesis y de una parte muy considerable y extendida del conjunto de instituciones de la Iglesia, así como la creación y puesta en marcha también del “Servicio de coordinación y asesoramiento” habilitado en el seno de la CEE y que ha servido como un valioso instrumento de cohesión y coordinación en sus diversas y múltiples acciones, con el consiguiente efecto favorable sobre las oficinas.

Junto con lo anterior, se incorporan como propias, tanto en lo que afectan directamente a la Iglesia como en su relevancia social, las consideraciones que realiza el Defensor del Pueblo en su Informe en lo relativo a la formación y sensibilización. A saber:

Las administraciones competentes [en lo que respecta a este Informe, se entienden por administraciones competentes también aquellas del ámbito eclesiástico] deben velar para que se cumplan las previsiones normativas, en particular las de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y a la adolescencia, en lo que concierne a la necesidad de asegurar que todos los profesionales en contacto con menores de edad reciban formación adecuada sobre los abusos sexuales, en especial en los centros educativos, con independencia de su titularidad pública o privada, y en otras instituciones.

En lo que atañe al sistema judicial, el Consejo General del Poder Judicial y la Fiscalía General del Estado deberán velar por la adecuada formación y sensibilización de los miembros de la carrera judicial y fiscal, para mejorar la tramitación jurisdiccional de las causas por esta clase de delitos, con especial hincapié en la atención y escucha a las víctimas.

A su vez, en la formación dirigida a jueces y fiscales que intervienen con menores víctimas de abusos sexuales, deberían incluirse los elementos necesarios para comprender el diagnóstico realizado por un profesional, el discurso de la víctima y elaborar una respuesta adecuada a la problemática de los abusos sexuales de menores en el ámbito religioso. Asimismo, el Consejo General de la Abogacía Española debe velar para que la totalidad de profesionales que intervengan en los procedimientos por delitos contra la libertad sexual tengan la formación y sensibilización adecuada para prestar un asesoramiento acorde con las circunstancias concretas que tienen las víctimas de estos delitos y la atención que requieren, en especial en el caso de los menores de edad y cuando se hayan cometido en el ámbito de centros educativos o religiosos por personas que ejerzan sus funciones en ellos.

5.2 Observaciones y recomendaciones de carácter general

Sentadas las precedentes consideraciones previas, se considera pertinente formular ciertas Observaciones en relación con los aspectos o materias de este estudio que revisten mayor importancia y significación.

Entre las observaciones que se formulan, unas, bien por su dimensión o alcance, bien por su carácter transversal, tienen carácter general; y otras, por afectar o referirse a cuestiones o temas concretos, se formulan como observaciones de carácter específico.

Al hilo de las observaciones, se formulan también Recomendaciones sobre cómo proceder o qué medidas impulsar en relación con diversas cuestiones que se consideran de especial trascendencia. Todo ello con la finalidad de contribuir a mejorar la actuación y los modos de proceder de la Iglesia en lo tocante al tratamiento de los casos de abusos sexuales a menores de edad o personas vulnerables.

Siguiendo un orden lógico, se formulan, en primer término, las observaciones y recomendaciones de carácter general.

Con tal carácter, se formulan las siguientes:

Observación general sobre la actitud de claridad, firmeza y determinación de la Iglesia frente a los graves comportamientos de abuso sexual cometidos contra menores o personas vulnerables.

Observación general sobre la importancia de orientar la acción de la Iglesia a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia con todas las garantías jurídicas, sin perjuicio de la debida atención pastoral a las víctimas de los abusos y también a los victimarios.

Observación general sobre la importancia de abordar la patología de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, en sus causas (no solo en sus consecuencias) y desde una perspectiva integral (no meramente parcial o fragmentaria).

Observación general sobre el deber de prestar a las víctimas y a sus familiares, y también a los victimarios, la debida atención pastoral.

Observación general sobre la importancia de reforzar la unidad de acción y la coordinación supra-diocesana y, en todo caso, intraeclesial, en todo lo que se refiere al tratamiento de la cuestión relativa a los abusos sexuales en el seno de la Iglesia y en particular en lo que concierne a las medidas de prevención.

5.2.1 Actitud de claridad, firmeza y determinación de la Iglesia frente a los graves comportamientos de abuso sexual cometidos contra menores o personas vulnerables.

Como pauta de carácter general, la Iglesia debe mantener una actitud constante de claridad, firmeza y determinación frente a los graves comportamientos de abuso sexual cometidos contra menores o personas vulnerables en el seno de la Iglesia.

La gravedad de los comportamientos de abuso sexual cometidos contra menores de edad o personas mayores vulnerables en el seno de la Iglesia obligan a formular una primera y fundamental observación de carácter general que recuerde la imprescindible actitud de claridad, firmeza y determinación con la que han de afrontarse por la Iglesia, hoy y por siempre.

Esta actitud de claridad, firmeza y determinación no puede tener matices, y se compadece con el sentir expresado por el magisterio y la acción pastoral de los últimos pontificados, insistiendo en que los abusos sexuales son un “pecado” y, al propio tiempo, un “delito”, tanto de índole canónico como civil, y que -como se recordaba con insistencia- no hay espacio en la Iglesia para quienes incurren en tales comportamientos abominables.

Esta actitud de claridad y determinación requiere, a su vez, de una conciencia clara e inequívoca sobre la gravedad de tales comportamientos;  que, en muy buena medida ha podido constatarse en el curso de este informe que esa actitud es ya hoy -aunque no fuera siempre así en el pasado- un hecho prácticamente generalizado, si bien debe asumirse como pauta general de comportamiento que dicha actitud debe ser asumida y observarse con todo rigor y exigencia personal e institucional, sabiendo que nunca es suficiente.

Recomendación 1

Que la Iglesia debe perseverar en su actitud de claridad, firmeza y determinación sobre la gravedad de los abusos sexuales de menores o de personas mayores vulnerables, en sintonía con el sentir expresado por el magisterio y la acción pastoral de los últimos pontificados, insistiendo en que los abusos sexuales constituyen un “pecado” grave al tiempo, que un “delito”, tanto canónico, como civil, y recordando de manera clara y terminante que no hay espacio en la Iglesia para quienes incurren en tales comportamientos abominables.

Observación 2:

Como criterio también de carácter general, la actitud de claridad, firmeza y determinación debe responder a un compromiso y una responsabilidad indeclinables de la Iglesia como institución, y de todas las personas que en ella sirven, abstracción hecha de su condición eclesiástica o civil, con la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia.

Debe también observarse que esa actitud de claridad, firmeza y determinación a que se ha hecho mención debe entenderse referida -y, desde luego exigible- a la Iglesia como institución, y a todo el extenso universo de personas e instituciones individualmente considerados que la sirven cotidianamente, cualquiera que sea su condición eclesiástica o civil, ya fueren clérigos, o religiosos, o fieles laicos, y que, por su condición, estado o circunstancias, actúen en nombre y por cuenta de la Iglesia y en el ejercicio de su especifica misión la representen.

Ello no obsta para afirmar -y subrayar con especial énfasis- que hay una responsabilidad específica en el cuidado, tutela y seguimiento de las actitudes y los comportamientos, así como de la investigación y enjuiciamiento de los hechos denunciados o conocidos, que, desde la perspectiva del gobierno de la Iglesia, pesa sobre los Obispos diocesanos, los Superiores, Generales y/o Provinciales de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y sobre aquellos que son responsables o ejercen directa o indirectamente una responsabilidad de gobierno de otras instituciones u obras de la Iglesia, y que han de cumplir en el ejercicio de las potestades de gobierno, tutela y supervisión eclesiástica. 

Recomendación 3:

Que conviene insistir en que existe una responsabilidad específica que pesa sobre los Obispos diocesanos y las autoridades análogas, en particular los Superiores, Generales y/o Provinciales de Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y aquellos que tienen atribuido el gobierno autónomo de otras instituciones de la Iglesia, en todo lo que concierne al cuidado, tutela y seguimiento de las actitudes y los comportamientos, así como en lo concerniente a la investigación y enjuiciamiento de los hechos denunciados o conocidos, y que han de cumplir en el ejercicio de las potestades de gobierno, tutela y supervisión eclesiástica. 

5.2.2 Importancia de orientar la acción de la Iglesia a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia con todas las garantías jurídicas, sin perjuicio de la debida atención pastoral a las víctimas de los abusos y también a los victimarios.

Observación 4:

Sobre la importancia de que la Iglesia cumpla con las exigencias de búsqueda de la verdad y de realización de la justicia con todas las garantías jurídicas, a través de las reglas y disciplina del derecho canónico.

Un aspecto primordial en esta tarea -aunque no el único- debe ser el consistente en orientar la acción de la Iglesia a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia.

La búsqueda de la verdad supone no cejar en el empeño de conocer la verdad de lo realmente ocurrido en el pasado y de abordarlo como procede en el presente y en el futuro, y así estar en disposición de orientar la acción de la Iglesia a la realización de la justicia en su dimensión más plena y profunda.

Ello supone, primordialmente -aunque no exclusivamente- la aplicación del Derecho en orden a conocer la verdad y hacer justicia.

Ello implica, como luego se indicará más adelante:

De una parte, la toma en consideración de la denuncia, puesta en conocimiento o noticia de delito de la que pueda ser partícipe la Iglesia, a los efectos de proceder de inmediato a la investigación y debido esclarecimiento de los hechos denunciados o conocidos, verificando su verosimilitud a la luz de la denuncia o puesta en conocimiento y de las diligencias de investigación practicadas.

Y de otra, el enjuiciamiento y la determinación de las eventuales responsabilidades, lo que comprende:

La responsabilidad personal directa de quienes hayan podido cometer los abusos en su condición de autores responsables de los hechos delictivos (determinando la responsabilidad penal y, en su caso, la responsabilidad civil).

La responsabilidad derivada del reconocimiento, asistencia y reparación de los daños causados.

La responsabilidad personal de terceros distintos al autor responsable directo de los hechos cometidos por virtud de la concurrencia de otros títulos jurídicos de imputación de responsabilidad diferentes:

La responsabilidad personal por complicidad.

La responsabilidad personal por encubrimiento o delitos análogos.

La responsabilidad institucional de la Iglesia como persona jurídica, bien como responsable civil subsidiaria del responsable civil directo derivado delito, bien como responsable civil directo por in eligendo (esto es, la responsabilidad derivada de los posibles defectos u omisiones a la hora de formalizar nombramientos, designaciones, encomiendas, reclutamientos o contrataciones en el seno de la Iglesia), o por culpa in vigilando (esto es, la responsabilidad por omisión o inactividad derivada de un incumplimiento o cumplimiento defectuoso del control, vigilancia y tutela o supervisión debidos); o bien como responsable penalmente como institución cuando ello resulte posible a la luz de la legislación civil del Estado.

La reparación integral del daño inferido en caso de verificarse la certeza de los hechos imputados.

Recomendación 5

1.- Que un aspecto primordial que debe observar la Iglesia a la hora de afrontar los casos de presuntos abusos sexuales de menores o personas vulnerables debe ser la de orientar su acción a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia, mediante la investigación y el esclarecimiento de los hechos, así como el enjuiciamiento y determinación de las eventuales responsabilidades, observando con rigor todas las garantías jurídicas.

2.- Que, a la hora de dilucidar las eventuales responsabilidades derivadas de los hechos investigados, debe atenderse a la responsabilidad directa del autor responsable de los hechos cometidos, la responsabilidad derivada del reconocimiento, asistencia y reparación de los daos causados, y también la posible responsabilidad de terceros distintos al autor responsable directo de los hechos cometidos por virtud de  la concurrencia de otro título jurídico de imputación  de responsabilidad, como puede ser la responsabilidad in eligendo o la responsabilidad in vigilando.

Observación 6:

Como criterio de carácter general, debe señalarse que hay un deber general de colaboración con las autoridades civiles del Estado.

Se trata éste de un aspecto igualmente relevante, desde la perspectiva de una respuesta institucional de la Iglesia y, desde luego, también jurídica, muy especialmente en el contexto de la investigación, enjuiciamiento y, en su caso, sanción de los delitos de abuso sexual.

Importa subrayar que la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia debe hacerse observando todas las garantías jurídicas, a través de las reglas y disciplina del derecho canónico; pero ello se produce sin perjuicio de la competencia de las autoridades civiles del Estado para investigar, enjuiciar y, en su caso, sancionar las conductas que puedan reputarse punibles desde la perspectiva del ordenamiento jurídico civil del Estado por apreciarse que los hechos puedan ser constitutivos de delito civil.

Ello justifica sobradamente ese deber general de colaboración con las autoridades civiles del Estado, que se traduce, entre otros aspectos que luego se indicarán, en dar traslado cuando proceda a las autoridades civiles del Estado, para la investigación y enjuiciamiento de los hechos en sede jurisdiccional civil del Estado.

Sobre este particular se abundará específicamente en el apartado correspondiente a las observaciones específicas sobre el sistema de investigación y enjuiciamiento de hechos delictivos en sede canónica.

 Recomendación 7

Que la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia por la propia Iglesia, a través de la disciplina del derecho canónico, no empecé el deber general de colaboración con las autoridades civiles del Estado, cuando así proceda, para la investigación y enjuiciamiento de los hechos en sede jurisdiccional civil del Estado.

5.2.3 Importancia de abordar la patología de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, en sus causas (no solo en sus consecuencias) y desde una perspectiva integral (no meramente parcial o fragmentaria).

Observación 8:

La cuestión atinente al tratamiento de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia debe abordarse desde una perspectiva integral, y no de manera meramente parcial o fragmentaria.

Abordar el tratamiento de los abusos sexuales con el rigor y profundidad exigibles requiere abordarlo desde una perspectiva integral y, en consecuencia, profundizar en los diversos planos, dimensiones o perspectivas, a saber:

En primer término, la perspectiva de favorecer una concienciación y sensibilización en general sobre la gravedad de los comportamientos de abuso sexual, y ello, desde luego, en el seno la Iglesia, pero también en las familias, la sociedad civil y las instituciones, y los poderes públicos.

En segundo lugar, la perspectiva de favorecer una formación adecuada en el seno de la Iglesia mediante programas específicos y permanentes, que, con carácter transversal y multidisciplinar, aborden la cuestión atinente a la protección de los menores y de las personas vulnerables.

En tercer lugar, la perspectiva de favorecer una prevención adecuada de los comportamientos de abuso sexual con carácter general en forma de adopción de medidas, normas específicas, protocolos y procedimientos de actuación, rigurosos, solventes y homogéneos en el universo de la Iglesia, con la finalidad de hacer las cosas bien y ofrecer seguridad moral y también jurídica a las partes implicadas.

En cuarto lugar, la perspectiva de favorecer una atención adecuada a los menores o personas especialmente vulnerables víctimas de abusos sexuales y a sus familias, garantizando por principio la debida escucha y acompañamiento y procurando una asistencia integral (pastoral, espiritual, psicológica, médica, jurídica, etc.), así como la reparación del mal causado con ocasión o por consecuencia del abuso cuando así se haya constatado.

Y en último término, la perspectiva de favorecer unas medidas de ordenación jurídica, tanto sustantivas, como procedimentales y procesales, orientadas a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia con todas las garantías jurídicas y a través de un proceso justo.

Recomendación 9

Que el tratamiento de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia debe abordarse desde una perspectiva integral, y no de manera meramente parcial o fragmentaria, profundizando en todo lo que concierne directa o indirectamente a los abusos en sus diversos planos o dimensiones, favoreciendo específicamente los siguientes aspectos:

La concienciación y sensibilización en general sobre la gravedad de los comportamientos de abuso sexual, y ello, desde luego, en el seno la Iglesia, pero también en las familias, la sociedad civil y las instituciones, y los poderes públicos.

La formación adecuada en el seno de la Iglesia mediante programas específicos y permanentes, que, con carácter transversal y multidisciplinar, aborden la cuestión atinente a la protección de los menores y de las personas vulnerables.

La prevención adecuada de los comportamientos de abuso sexual mediante la adopción de medidas, normas específicas y procedimientos de actuación, rigurosos, solventes y homogéneos en el universo de la Iglesia.

La atención adecuada a los menores o personas vulnerables víctimas de abusos sexuales y a sus familias, garantizando por principio la debida escucha y acompañamiento y procurando una asistencia integral y en sus diversas dimensiones (pastoral, espiritual, psicológico, médico, jurídico, etc.), así como la reparación del mal causado con ocasión o por consecuencia del abuso cuando así se haya constatado.

Y en último término, la configuración de una ordenación jurídica, tanto sustantiva, como procesal, orientada a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia con todas las garantías jurídicas y a través de un proceso justo.

Observación 10:

A su vez, resulta imprescindible apuntar la necesidad de afrontar el problema de los abusos sexuales en sus causas y no solo en sus consecuencias.

Hay que asumir las consecuencias y la responsabilidad derivada de los abusos sexuales ocurridos en el seno de la Iglesia.

Pero no es posible afrontar el problema de los abusos en la Iglesia solo en sus consecuencias -que también-, sino que debe ser abordado también en sus causas, máxime cuando lo que se desea es crear las condiciones para que no vuelvan a repetirse comportamientos de esta naturaleza.

A tal fin, es importante asumir el distingo entre lo urgente y lo importante. Lo cual no significa que ni lo urgente no sea importante, ni que lo importante no sea urgente.

Lo urgente: ¿Qué es lo urgente?

Urgente es siempre favorecer una concienciación y una sensibilización en general sobre la gravedad de los comportamientos de abuso sexual, y ello, desde luego, en el seno la Iglesia, pero también en las familias, la sociedad civil y las instituciones, y en los poderes públicos.

Urgente es también favorecer una formación adecuada y específica (transversal y multidisciplinar) para la protección de los menores y de las personas vulnerables.

Urgente será siempre la prevención y en particular la adopción de medidas y normas específicas y procedimientos de actuación, rigurosos, solventes y homogéneos en el extenso universo de la Iglesia.

Urgente -e inexcusable- será siempre la actitud de escucha, comprensión y acompañamiento hacia las víctimas que hayan padecido abusos.

Y urgente será, en fin, la reparación del mal causado a las víctimas de abusos cuando así haya quedado constatado.

Lo importante: ¿Qué es lo importante?

Importante es abordar la necesidad de procurar una educación integral de la persona; esto es, una educación digna de tal condición que atienda no solo a la instrucción, a la capacitación técnica o a la formación en habilidades profesionales, sino que contemple y valore las diferentes dimensiones de la persona humana, también la dimensión moral y espiritual, y en particular su dignidad sagrada e inigualable, y contribuya a su crecimiento personal armonioso y en plenitud, a la formación de su inteligencia y al desarrollo integral de su personalidad.

Importante es poner un especial cuidado y diligencia en la tutela y el seguimiento del discernimiento vocacional de presbíteros, religiosos y diáconos.

Importante es velar por la formación en los seminarios diocesanos (menores y mayores) y en los noviciados y casa de formación de los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica.

Importante es afrontar la debida protección integral de la infancia y la juventud en todos los orden de la vida en sociedad frente a circunstancias como la disgregación y desestructuración de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad humana, así como frente a las lacras morales y sociales de nuestro tiempo, entre ellas, y muy especialmente, el impacto de la pornografía sobre los niños y los jóvenes, que pone en peligro la capacidad de entablar relaciones afectivas, distorsiona la visión de la sexualidad humana (a la que se priva de su dignidad y de su dimensión de entrega, para queda reducida simplemente a un bien de consumo), promueve la violencia sexual y genera un alto potencial de adicción que no dejará de tener influencias graves para su porvenir y causa estragos en la sociedad.

Desde esta perspectiva, no cabe dejar de llamar la atención sobre la preocupación que suscita el aumento inusitado de casos de abusos sexuales en el ámbito familiar, tal como trasluce la información y los datos resultantes de este informe (conocidos específicamente a través de la realidad de los centros docentes) y de las consultas evacuadas con organizaciones civiles y sociales de reconocida solvencia y prestigio, así como la no menos alarmante tendencia de aumento de los menores de edad abusadores, que también revela en buena medida este informe, y que ofrece una perspectiva de innegables desafíos para la sociedad en general, y también para los poderes públicos y para la propia Iglesia, cuyas oficinas de protección de menores atienden actualmente ya en una proporción creciente casos de abusos en el ámbito familiar, y cuyos centros docentes prestan también asistencia a los alumnos ante ese difícil trance, y colaboran con las autoridades civiles del Estado, denunciando los indicios de posible delito de los que pueda tenerse noticia, como también ha quedado constancia en los trabajos de indagación y prospección ejecutados.

Importante es reconocer y dispensar el debido apoyo y protección integral a la familia como institución que precede al Estado en la misión de construir un hogar y educar a los hijos en los auténticos valores morales, enraizados en la dignidad incondicional e inigualable de la persona humana, procurando las condiciones de una crianza y atención adecuadas y para crecer en un ambiente seguro, con cariño y amor, con un fuerte sentido de su identidad y su valor.

Importante es, en fin, contribuir a una real concienciación y sensibilización de las familias, de la sociedad en su conjunto y, obviamente, también de los poderes públicos sobre la dignidad sagrada e inviolable de la persona y en particular de la persona del menor o de la persona débil o vulnerable.

Recomendación 11

1.- Que la patología de los abusos sexuales requiere de un diagnóstico serio y profundo, que debe extenderse de manera inexcusable a la indagación sobre sus causas, y no ceñirse únicamente a sus consecuencias, para lo cual resultaría de gran interés para la Iglesia y para la sociedad en su conjunto promover desde la Iglesia la iniciativa de abordar, con el debido sosiego y hondura, un proceso de reflexión objetivo y riguroso sobre la patología de los abusos sexuales, que comprendiera un diagnóstico sobre las verdaderas causas potencialmente desencadenantes de esa patología, así como una pautas y orientaciones orientadas a la propia vida y misión de la Iglesia, así como recomendaciones que puedan tener por destinatarias también a las propias familias, muy directamente concernidas por tratarse de un ámbito especialmente sensible a estos efectos; a la sociedad civil en su conjunto y a las instituciones, que no pueden permanecer indiferentes; y también a los poderes públicos, a quienes, no cabe olvidar, incumbe por mandato constitucional velar por la protección social, económica y jurídica de la familia (artículo 39 de la Constitución), como principio rector de las políticas públicas (artículo 53.3 de la Constitución).

2.- Que, a estos efectos, cabría ponderar la conveniencia de impulsar desde la CEE la creación de un grupo de trabajo de carácter transversal y multidisciplinar que, integrado por expertos en diversas áreas de conocimiento, como juristas, canonistas, sociólogos, médicos, psicólogos, historiadores, entre otros, puedan prestar su colaboración en ese proceso de reflexión sobre las patologías de los abusos sexuales.

5.2.4 Deber de expresar un reconocimiento público de la gravedad de los hechos

Tal y como recoge el Defensor del Pueblo en su Informe, la primera necesidad de las personas que han sufrido abusos sexuales en el entorno de la Iglesia católica es la de ser reconocidas. Por ello, tanto la propia Iglesia como la sociedad deben organizar actos simbólicos de diverso alcance, en los que se exprese públicamente este reconocimiento, con participación de representantes de las víctimas. En lo que respecta a la Iglesia católica, este acto debería incluir una disculpa y una aceptación pública de la responsabilidad por no haber sabido detectar a tiempo el problema, no haber dado una respuesta adecuada a la gravedad del daño causado en las víctimas y por las dinámicas de ocultación y encubrimiento que durante muchos años han estado instauradas en la institución.

Recomendación 7:

La aceptación de la gravedad del problema de los abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica y del daño causado en todas aquellas personas que han sido víctimas de estos abusos mediante un acto público de reconocimiento y reparación simbólica.

La realización de un reconocimiento público del prolongado período de tiempo de desatención y de inactividad, en particular entre 1970 y 2020, durante el cual los poderes públicos no establecieron procedimientos adecuados de detección y reacción frente a los abusos sexuales de menores cometidos en centros escolares dependientes de la Iglesia católica.

El desarrollo de la vía que recoge el artículo 37 de la Ley Orgánica 10/2022, de garantía integral de la libertad sexual, en lo que se refiere a la forma de acreditar la situación de violencia sexual sin que esté limitada a un momento concreto.

Es necesario que la Iglesia católica adopte compromisos públicos para el reconocimiento de las víctimas, la reparación y, en lo que sea necesario, la reforma institucional. Como complemento a esta recomendación, incluimos también la que se realiza en el Informe-Auditoría del despacho Cremades-Calvo Sotelo:

Recomendamos encarecidamente que la CEE y CONFER reconozcan y condenen explícitamente los hechos, proclamen la superación de la cultura del silencio y la ocultación e indiquen su voluntad de abordar esta realidad de los abusos, de prevenirlos y erradicarlos en su ámbito, así como de asumir la responsabilidad por los daños producidos, remediar sus acciones negativas y garantizar su no repetición. Este reconocimiento debe alcanzar a cada víctima en su propia verdad, en su dolor. Debe repararlas en su daño a nivel personal, dándoles voz, escuchándolas, reafirmándolas como sujetos de derechos y alentando la solidaridad con ellas.

5.2.5 Deber de prestar a las víctimas y a sus familiares, y también a los victimarios, la debida atención pastoral.

Observación 8:

Las exigencias de búsqueda de la verdad y de realización de la justicia no desvirtúa el deber de prestar a las víctimas y a sus familias y también al victimario la debida atención pastoral

Por último, de ningún modo cabe interpretar ni entender que la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia es incompatible con prestar a las víctimas y a sus familias, y también al victimario, la debida atención pastoral como parte de la misión de la Iglesia.

Antes al contrario, las exigencias de búsqueda de la verdad y realización de la justicia exigen centrar la mirada en quienes han sido víctimas directas o indirectas de abusos, poniendo el acento en crear las condiciones para su acogida, escucha y atención, y ofreciendo no solo la tutela y protección de la Iglesia, sino dispensado una asistencia adecuada en todo aquello que pudiera requerir, desde la asistencia médica, psiquiátrica o psicológica, orientación y acompañamiento espiritual y pastoral, y también asistencia y asesoramiento legal, procurando una orientación adecuada sobre cómo proceder en aspectos tales como la denuncia de los hechos ante la Iglesia o, en su caso, ante las autoridades civiles del Estado, su participación en los procesos de investigación y enjuiciamiento de los delitos que pudieren haber sido cometidos, y la reclamación en su caso de una justa y debida reparación por el mal que le hubiera sido infligido.

Recomendación 9

Que la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia tiene como complemento primordial e indispensable que la Iglesia presté la debida asistencia, acompañamiento y atención pastoral a las víctimas y a sus familias, y también al victimario, como parte primordial y consustancial de la misión de la Iglesia.

5.2.6 Importancia de reforzar la unidad de acción y la coordinación supra-diocesana y, en todo caso, intraeclesial, en todo lo que se refiere al tratamiento de la cuestión relativa a los abusos sexuales en el seno de la Iglesia y en particular en lo que concierne a las medidas de prevención.

Observación 10:

La diversidad institucional y orgánica existente en el seno de la Iglesia no puede ser impedimento para procurar la necesaria y debida unidad de acción y de propósitos en el tratamiento de los abusos sexuales desde una perspectiva integral.

Otro aspecto singularmente relevante que se ha puesto de manifiesto, y que merece igualmente una observación de carácter general, es la importancia de reforzar la unidad de acción y la coordinación intraeclesial y supradiocesana en todo lo que se refiere al tratamiento de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, y ello no solo por la necesidad de garantizar una mayor homogeneidad en las medidas adoptadas, sino porque la diversidad institucional y la heterogeneidad que lleva consigo no puede ir en perjuicio de las víctimas.

Sabido es que “la Iglesia es una, santa, católica y apostólica”. Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. Según enseña el Catecismo de la Iglesia, “La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades”.

La Iglesia es una. Y lo es “debido a su origen” (“El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas”), y “debido a su alma» (“El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia”). Por tanto, “pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una”.

Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. Como reza el Catecismo de la Iglesia, en la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; “dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones” La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia.

Desde esta perspectiva, esta rica e incuestionable diversidad institucional de la Iglesia, tanto en lo que se refiere a su constitución jerárquica (integrada fundamentalmente por las Diócesis en cuanto Iglesias particulares y, por agrupación de las mismas,  las provincias eclesiásticas y la conferencia episcopal), como a los diversos institutos y obras de la Iglesia, como es el caso de los Institutos de Vida Consagrada, integrados por Institutos Religiosos (órdenes y congregaciones religiosas e instituciones asimiladas) e Institutos Seculares, las Sociedades de Vida Apostólica, las Prelaturas Personales, las Asociaciones de Fieles y los nuevos movimientos apostólicos, no debe impedir una unidad de acción y de propósitos eficaz y homogénea en determinados ámbitos de la acción de la Iglesia.

Un ámbito específico de acción de la Iglesia en el que debe velarse muy especialmente por la consecución de esa unidad de acción y de propósitos es precisamente el relativo al tratamiento de los casos de abusos sexuales. 

Como criterio general, debe partirse de la premisa cuando menos de un deber de coordinación intraeclesial intensa, en general y muy en particular en orden a la adopción de medidas de prevención en forma de protocolos normas de buenas prácticas y procedimientos de actuación.

Tal deber de coordinación intraeclesial debe realmente concebirse como una verdadera “unidad de acción y de propósitos”, que debe entenderse referida a la Iglesia universal, y muy en particular a las Iglesias particulares.

Por lo que se refiere al caso específico de la Iglesia particular en España, importa destacar la importancia de la unidad de acción y coordinación en un doble plano, a saber:

La unidad de acción y coordinación entre las Diócesis y las Provincias Eclesiásticas que integran la Iglesia en España.

La unidad de acción y coordinación de las Diócesis y las Provincias Eclesiásticas con los Institutos de Vida Consagrada (Institutos Religiosos y Seculares), Sociedades de Vida Apostólica y otras instituciones específicas de la Iglesia.

No en vano, se ha puesto de manifiesto una imagen sin duda mejorable de esta diversidad institucional, en forma de heterogeneidad y dispersión, tanto en lo que se refiere al cómputo de los casos registrados (probados o no), como en las medidas de detección y prevención adoptadas en el seno de la Iglesia.

Así, por ejemplo, ha sido una constante que en las reuniones de indagación mantenidas con todas y cada una de las Diócesis de la Iglesia en España, aparecieran, en mayor o en menor proporción, casos referidos a institutos religiosos de vida consagrada (especialmente, órdenes y congregaciones religiosas) que no eran imputables a las Diócesis, y si a ésta últimas, que son instituciones de la Iglesia con sistemas de gobierno y jurisdicción propias, al margen del Ordinario del lugar. De ahí la necesidad de desglosar los datos, en la medida que ello ha sido posible, para garantizar el rigor y la solvencia de los datos resultantes y evitar duplicidades en el cómputo.

Particular relevancia adquiere este deber de unidad de acción y de coordinación en lo que se refiere a la adopción de medidas de prevención, protocolos de actuación y programas de formación, pues esta heterogeneidad y dispersión ha tenido su principal proyección en las medidas de prevención adoptadas por las diversas Diócesis y por el resto de instituciones de la Iglesia, como ya se puso de manifiesto en el apartado oportuno y sobre lo que se abundará seguidamente.

Todo ello pone de manifiesto una particular necesidad de coordinación intensa, “supra-diocesana” y, desde luego, “intraeclesial”, con carácter general, cuando no de unidad de acción y de propósitos, que garanticen una respuesta y un tratamiento lo más homogéneo posible, a salvo de las lógicas singularidades o especialidades que puedan derivar de la especificidad propia de la institución o de la actividad realizada.

Desde esta perspectiva, merece una consideración especial la misión de la CEE con respecto a la Iglesia particular en España, debiendo subrayar la importancia del reforzamiento de la misión de liderazgo integrador y de coordinación de la CEE, incluso la conveniencia de integrar o centralizar ciertos servicios o unidades orgánicas en la línea de lo que más adelante se expondrá.

En otro nivel, también merece destacar la relevancia de CONFER como institución que agrupa a los Institutos de Vida Consagrada en forma de Institutos Religiosos, y que está igualmente llamado a cumplir una misión de liderazgo integrador y de coordinación en su ámbito respectivo.

También revista singular importancia el reforzamiento de la coordinación entre la CEE y CONFER.

Recomendación 11

1.- Que deben arbitrarse medidas eficaces orientadas a reforzar y potenciar la dimensión de unidad de acción y coordinación interna en el seno de la Iglesia (intraeclesial), con carácter general y en particular en lo que se refiere a las medidas de prevención y procedimientos de actuación en relación con el tratamiento de los abusos sexuales.

2.- Que tal reforzamiento y potenciación del deber de unidad de acción y de coordinación en el seno de la Iglesia debe operar en diversos planos y dimensiones:

Entre las Diócesis que encarnan las Iglesias particulares en España entre sí y de éstas con la CEE.

Entre los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica – Órdenes y Congregaciones Religiosas integradas en CONFER entre sí y de éstos con CONFER.

Entre las Diócesis que encarnan las Iglesias particulares en España de la Iglesia, los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y demás instituciones de la Iglesia.

Y, de todos ellos, con la CEE.

3.- Que una de las principales medidas que cabe impulsar es el afianzamiento de una suerte de posición de liderazgo horizontal de la CEE, a fin de contribuir a hacer real y efectivo esta coordinación intraeclesial y supra-diocesana.

5.3 Observaciones y recomendaciones específicas

A continuación, se formulan las siguientes observaciones y recomendaciones específicas.

Con tal carácter, se formulan las siguientes:

Sobre el proceso de selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, así como sobre su ulterior acompañamiento y formación permanente.

Sobre las medidas específicas relacionadas con la prevención y los procedimientos de actuación ante el riesgo de comportamientos de abuso sexual en el seno de la Iglesia.

Sobre las medidas específicas relacionadas con la formación, la concienciación y la sensibilización sobre la patología de los abusos sexuales en el seno de la Iglesia.

Sobre las medidas específicas de reforzamiento, integración y profesionalización de ciertas estructuras organizativas eclesiales.

Sobre las oficinas o servicios de protección de menores y recepción de denuncias creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las diócesis y de las diversas instituciones de la Iglesia.

Sobre el régimen de conservación y custodia de los documentos en los archivos eclesiásticos.

Sobre las medidas específicas de detección, investigación, enjuiciamiento, sanción y ejecución de las resoluciones y pronunciamientos adoptados en sede canónica en materia de delitos de abuso sexual.

Sobre la trascendencia de iniciar una reflexión en el seno de la Iglesia acerca del sistema de investigación y enjuiciamiento de delitos en sede canónica y sobre una eventual nueva disciplina de los procesos canónicos.

Sobre la actitud y modos de proceder de la Iglesia en relación con la detección, investigación, enjuiciamiento, sanción y ejecución de las resoluciones adoptadas en sede jurisdiccional civil del Estado.

Sobre las medidas específicas relacionadas con la escucha y reconocimiento de los hechos, la asistencia a las víctimas, la petición de perdón y la adopción de medidas de reparación del mal causado.

Sobre la posibilidad de creación de un grupo de trabajo en el seno de la CEE para el análisis y desarrollo de las diversas observaciones y recomendaciones y la importancia de la difusión del informe en el seno de la Iglesia.

5.3.1 El proceso de selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, así como sobre su ulterior acompañamiento y formación permanente.

a) Consideración introductoria

Observación 9:

Un aspecto primordial a tomar en consideración es el relativo a la selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado en sus diversas dimensiones.

Supuesto que los responsables directos de los abusos cometidos en el seno de la Iglesia son, fundamentalmente, clérigos (presbíteros y en menor medida diáconos) y también religiosos, un aspecto primordial que ha de tomarse en la debida consideración es la “selección” de los aspirantes a seminaristas y novicios, así como la “formación” que han de recibir ya en los seminarios, noviciados y casa de formación en general, sin perder de vista la importancia de la “formación permanente” en las diversas etapas y momentos de su vida al servicio de la Iglesia.

Como ya se indicó anteriormente, en el año 2002, el Santo Padre San Juan Pablo II dijo: “No hay sitio en el sacerdocio o en la vida religiosa para los que dañen a los jóvenes”. Estas palabras evocan la específica responsabilidad de los Obispos diocesanos, de los Superiores, Generales o Provinciales y de aquellos que son responsables del gobierno de otras instituciones de la Iglesia en una tarea prioritaria y fundamental, como es la tutela, seguimiento, acompañamiento y formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado y su ulterior acompañamiento.

En su Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores dabo vobis dirigida al episcopado, al clero y a los fieles, sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual, de 25 de marzo de 1992, el Santo Padre San Juan Pablo II ofrece, en línea con las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en aplicación de las orientaciones marcadas veinticinco años después de la clausura del Concilio por la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos,  una rica y probada doctrina sobre la formación del clero en el contexto histórico y cultural del postconcilio, que, unido a las instrucciones posteriores formuladas por los Dicasterios competentes de la Santa Sede, adquieren todavía mayor importancia a los efectos ahora considerados en este informe, y ello en cuatro dimensiones claramente diferenciadas:

El discernimiento y acompañamiento a las vocaciones al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado.

La formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado en sus diversas dimensiones.

Los ambientes de la formación sacerdotal en los seminarios (menores y mayores) y de la iniciación a la vida religiosa en los noviciados o casas de formación de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica.

La formación permanente de los sacerdotes, religiosos y diáconos.

Recomendación 9

1.- Que, en la línea ya apuntada anteriormente de abordar los problemas derivados de la patología de los abusos sexuales desde una perspectiva integral y en sus verdaderas causas desencadenantes, se recomienda con especial énfasis poner una atención específica en la cuestión relativa a la selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida consagrada y el diaconado.

2.- Que, en este sentido, deben cuidarse con especial rigor, diligencia y esmero las tareas relativas al seguimiento, acompañamiento y formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado, y ello por constituir ésta, con carácter general, una tarea prioritaria y fundamental para la vida y misión de la Iglesia, pero además por constituir la forma más eficaz de garantizar vocaciones al servicio de una recta concepción del sacerdocio y de la vida religiosa y por ello al margen de los riesgos derivados de las patologías antedichas. 

3.- Que la recomendación de velar con especial cuidado sobre la selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado debe extenderse a los siguientes ámbitos:

El discernimiento y acompañamiento a las vocaciones.

La formación de los aspirantes en sus diversas dimensiones, humana, espiritual, intelectual y pastoral.

El cuidado de los ambientes de la formación sacerdotal y de la iniciación a la vida religiosa; en particular de los seminarios (menores y mayores) y de los noviciados o casas de formación de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y demás instituciones de la Iglesia.

Y la formación permanente de los sacerdotes, religiosos y diáconos.

4.- Que, habida cuenta que la específica responsabilidad derivada del cumplimiento de estas tareas en los términos exigibles corresponde a los Obispos diocesanos, a los Superiores, Generales o Provinciales y a quienes en definitiva sean responsables del gobierno de otras instituciones de la Iglesia, se recomienda extremar el celo por parte de las citadas autoridades eclesiásticas, con la finalidad de contribuir a un correcto discernimiento vocacional  y a una adecuada formación humana y espiritual de los aspirantes. En particular, debe buscarse que éstos aprecien en su dimensión más plena y profunda la castidad, el celibato y las responsabilidades del clérigo relativas a la paternidad espiritual.

b) Sobre el discernimiento y el acompañamiento a las vocaciones al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado

Observación 10

Como pauta de carácter general, debe hacerse especial hincapié en la importancia del proceso de discernimiento en las vocaciones al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado, así como la necesidad de procurar a los aspirantes el debido acompañamiento.

Recuerda la Exhortación Apostólica antes citada, que la Iglesia, por propia naturaleza es “vocación” y, a su vez, es “generadora y educadora de vocaciones”.

En el servicio a la vocación sacerdotal y demás vocaciones a la vida religiosa y a su camino, la Iglesia debe cuidar muy especialmente el discernimiento y acompañamiento de esas vocaciones.

Desde esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio, y por derivación las vocaciones a la vida religiosa y al diaconado, se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual individual.

En determinados casos y bajo condiciones precisas, este acompañamiento podrá verse ayudado, pero nunca sustituido, con formas de análisis o de ayuda psicológica.

Recomendación 10

Se recomienda no escatimar los mayores esfuerzos para garantizar la debida atención y acompañamiento a las vocaciones al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado en su discernimiento; lo cual, debe ir acompañado, por principio, de una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual, y en determinados casos en que así pudiere resultar necesario y bajo condiciones precisas, la previsión de formas de asistencia o ayuda psicológica.

Observación 11

La formación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado ha de serlo en sus diversas dimensiones, comprensivas de una formación humana, espiritual, intelectual y pastoral.

Otro aspecto a cuidar con especial esmero es el relativo a la formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado en sus diversas dimensiones, comprensiva de una formación “humana”, “espiritual”, “intelectual” y “pastoral”.

La formación humana

La formación humana debe ser el fundamento de toda formación sacerdotal y religiosa. “Sin una adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal estaría privada de su fundamento necesario”, dice la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores dabo vobis.

Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración y realización de sí mismo, sino también con vistas al ejercicio de su ministerio, los futuros presbíteros, religioso o diáconos deben cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la formación de personalidades equilibradas, sólidas y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades pastorales.

Se hace así necesaria la educación a amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento.

Particular importancia tiene a los efectos considerados en este informe, la formación del aspirante al sacerdocio en su madurez afectiva, y de ahí la necesidad de poner en valor las propias enseñanzas de la Iglesia al respecto:

Esa madurez afectiva ha de ser el resultado de la educación al amor verdadero y responsable y presupone ser conscientes del puesto central del amor en la existencia humana.

Esa educación al amor verdadero y responsable compromete a toda la persona, a nivel físico, psíquico y espiritual, dado que la educación sexual bien entendida tiende a la comprensión y realización de esta verdad del amor humano.

Es necesario tomar suficiente conciencia de una situación social y cultural difundida que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta” ; pues, con frecuencia, las mismas situaciones familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales, presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves desequilibrios, vividos y experimentados en el propio seno de las familias de las que proceden las vocaciones a la Iglesia.

En un contexto tal se hace más difícil, pero también más urgente y necesario que nunca, una educación en la sexualidad que sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca la estima y el amor a la castidad, máxime cuando, como el presbítero, está llamado al celibato, o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia.

Es por ello que ha de velarse porque los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado tengan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia, a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, así como a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres, cualquiera que sea su edad, condición y circunstancias.

La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación clara y sólida para una libertad, que se presenta como obediencia convencida y cordial a la “verdad” del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al “don sincero de sí mismo”, como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal.

Así entendida, la libertad exige que la persona sea verdaderamente dueña de sí misma, decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta que se ha de dar a la vocación, y en particular a la sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles. En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable puede -y debe- ser de gran ayuda la vida comunitaria del Seminario.

La formación espiritual

La misma formación humana, si se desarrolla en el contexto de una antropología que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa en la formación espiritual.

De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca y se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual entendida como relación y comunión con Dios. Según la revelación y la experiencia cristiana, la formación espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene de la “novedad” evangélica. En efecto, “es obra del Espíritu y empeña a la persona en su totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo, buen Pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en una adhesión confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión profunda, a la plenitud del misterio pascual”.

La formación espiritual de quien es llamado a vivir el celibato debe dedicar una atención particular a preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación es la virtud de la castidad, que “determina todas las relaciones humanas y lleva a experimentar y manifestar un amor sincero, humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno”.           

En este sentido, el celibato sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma o precepto jurídico, ni tampoco como una condición totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada ordenación, que, como recuerda la Exhortación Apostólica, configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia, y, por tanto, como la opción de un amor más grande e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. Además, el celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como un don que “no todos entienden, sino sólo aquéllos a quienes se les ha concedido”.

La importancia y delicadeza de la preparación al celibato sacerdotal y la formación de la castidad, especialmente en las situaciones sociales y culturales actuales, han de constituir así un elemento clave en la formación esencial e imprescindible del seminarista. Y de ahí que en el seminario y, por consiguiente, en el programa de formación, debe presentarse el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma positiva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez psíquica y sexual, así como una vida asidua y auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección de un padre espiritual que ayude al seminarista para que llegue a una decisión madura y libre, que esté fundada en la estima de la amistad sacerdotal y de la autodisciplina, como también en la aceptación de la soledad y en un correcto estado personal físico y psicológico. Para ello, es fundamental que los seminaristas conozcan bien las enseñanzas de la Iglesia sobre el celibato sacerdotal y sean formados en ellas.

Así las cosas, cabe concluir a partir de las consideraciones que preceden, que para que el seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato en su dimensión más plena y profunda, es necesario que conozca la naturaleza cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad en el matrimonio y en el celibato. También es necesario instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con la amistad, comprensión y colaboración.

La formación intelectual

La formación intelectual, aun teniendo su propio carácter específico, se relaciona profundamente con la formación humana y espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en efecto, es como una exigencia insustituible de la inteligencia con la que el hombre, participando de la luz de la inteligencia divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez, se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión.

La formación intelectual de los aspirantes al sacerdocio y a la vida religiosa encuentra su justificación específica en la naturaleza misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual ante el reto de la nueva evangelización a la que llama la Iglesia en el tercer milenio.

Pero se justifica más aún si cabe ante la situación actual, marcada gravemente por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza en la verdadera capacidad de la razón para alcanzar la verdad objetiva y universal, así como por los problemas y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos científicos y tecnológicos; todo lo cual, exige un excelente nivel de formación intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente en ese contexto— el inmutable Evangelio de Cristo y hacerlo creíble frente a las legítimas exigencias de la razón humana.

Esta exigencia “pastoral” de la formación intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extrínseco y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual y vocacional; en realidad, a través del estudio, sobre todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone a realizar su ministerio pastoral.

Es ésta la finalidad múltiple y unitaria del estudio teológico indicada por el Concilio y propuesta nuevamente por el Instrumentum laboris del Sínodo de los Obispos con las siguientes palabras: “Para que pueda ser pastoralmente eficaz, la formación intelectual debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura ciencia nocionística y llegar a aquella inteligencia del corazón que sabe «ver» primero y es capaz después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos”.

La formación intelectual del futuro sacerdote se basa y se construye, sobre todo, en el estudio de la sagrada doctrina y de la teología. Pero una parte esencial de la formación intelectual es el estudio de la filosofía, que lleva a un conocimiento y a una interpretación más profundos de la persona, de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios, así como a otras ciencias humanas, que deben contribuir a una formación integral de los aspirantes.

Por último, la formación intelectual de las vocaciones al sacerdocio muy especialmente debe cuidar la debida armonización y equilibrio entre el rigor científico de la teología y su aplicación pastoral, y, por tanto, no prescindir ni perder de vista la misma naturaleza pastoral que lleva implícita la ciencia de la teología.

En realidad, se trata de dos características “de la teología” y “de su enseñanza”, que no sólo no se oponen entre sí, sino que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos, en el plano de una más completa “inteligencia de la fe”. En efecto, el carácter pastoral de la teología no significa que ésta sea menos doctrinal o incluso que esté privada de su carácter científico. Antes bien, al contrario, significa que prepara a los futuros sacerdotes para anunciar el mensaje evangélico a través de los medios culturales de su tiempo y a plantear la acción pastoral según una auténtica visión teológica. Y así, por un lado, un estudio respetuoso del carácter rigurosamente científico de cada una de las disciplinas teológicas contribuirá a la formación más completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe; por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación pastoral hará que sea el estudio serio y científico de la teología verdaderamente formativo para los futuros presbíteros y religiosos.

La formación pastoral

Por último, debe tenerse presente que la formación de los aspirantes en particular al sacerdocio y también a la vida consagrada está orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la caridad de Cristo. Por tanto, esta formación, en sus diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente pastoral.

Así lo establece el Decreto Conciliar Optatam totius, refiriéndose a los seminarios mayores: “La educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por consiguiente, deben prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio del Pastor: para que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que «no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención del mundo» (Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17), y, hechos servidores de todos, ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19)”.

Recomendación 11

1.- Se recomienda cuidar con especial rigor la preparación de los aspirantes al sacerdocio, la vida religiosa y el diaconado en los seminarios (menores y mayores) y en los noviciados o casas de formación religiosa. Y, en tal sentido, se recomienda:

Extremar el rigor y la diligencia en la selección de los aspirantes al presbiterado, la vida religiosa o el diaconado.

Extremar el rigor y la diligencia en la selección de los formadores de los seminarios, noviciados y casas de formación, ya fueren presbíteros, religiosos o, en su caso, laicos, velando por su rigor y formación, académica, dogmática y espiritual.

Fortalecer, con carácter general, la formación -humana, espiritual, académica e intelectual, y también pastoral- y, en particular, el magisterio de la Iglesia sobre la “antropología adecuada”, lo que incluye la “Catequesis sobre el amor humano y teología del cuerpo” del Papa San Juan Pablo II a la luz de las Sagradas Escrituras, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.

Educar el corazón y la inteligencia para el servicio a la Iglesia y al mundo y la caridad pastoral como fundamento del sacramento del Orden.

Extremar el celo y la exigencia en la selección de los aspirantes desde un punto de vista psíquico y espiritual.

2.- Que la formación de los futuros sacerdotes, religiosos y diáconos debe asegurar que los aspirantes aprecien y conozcan el magisterio y la disciplina canónica de la Iglesia sobre el tema relativo a los abusos; y ello sin perjuicio de que cualesquiera otras indicaciones específicas puedan ser debidamente incardinadas en los planes formativos de los seminarios, noviciados y casas de formación por medio de las respectivas Ratio Institutionis sacerdotalis de cada Iglesia particular, Instituto de Vida consagrada o Sociedad de Vida apostólica.

3.- Que deben arbitrarse medios o procedimientos específicos adecuados para determinar la suficiencia e idoneidad de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, impidiendo la ordenación o que profesen votos las personas no aptas.

4.- Que, a estos efectos, debe tomarse conciencia de la trascendencia de la decisión de impedir la ordenación o la profesión de votos de personas no aptas.

c) Los ambientes propios de la formación sacerdotal y religiosa

Observación 12

Como pauta de carácter general, debe ponerse especial atención en el cuidado de los ambientes de la formación sacerdotal y de la iniciación a la vida religiosa.

En esta misma línea argumental, debe ponerse una especial atención en el cuidado de los ambientes y el clima que reina en el itinerario de formación sacerdotal y de iniciación a la vida religiosa.

El seminario mayor como comunidad formativa

La necesidad de un seminario mayor —y de una análoga casa religiosa de formación— para la preparación de los candidatos al sacerdocio, fue afirmada categóricamente por el Concilio Vaticano II  y reiterada por el Sínodo de los Obispos  con estas palabras: “La institución del Seminario mayor, como lugar óptimo de formación, debe ser confirmada como ambiente normal, incluso material, de una vida comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia para la formación de los candidatos al sacerdocio, con superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución ha dado muchísimos frutos a través de los siglos y continúa dándolos en todo el mundo”.

El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico, es ante todo y sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce Apóstoles.

La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión. Esta identidad constituye el ideal formativo que —en las muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como institución humana ha tenido en la historia— estimula al seminario a encontrar su realización concreta, fiel a los valores evangélicos en los que se inspira y capaz de responder a las situaciones y necesidades de los tiempos en cada momento de la historia de la Iglesia.

El seminario es, en sí mismo, una experiencia original de la vida de la Iglesia; en él el Obispo se hace presente a través del ministerio del rector y del servicio de corresponsabilidad y de comunión con los demás educadores, para el crecimiento pastoral y apostólico de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del seminario, reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad, colaboran, cada uno según su propio don, al crecimiento de todos en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen Pastor.

El Seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa, más aún, es una especial comunidad educativa. Y lo que determina su fisonomía es el fin específico, o sea, el acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes, y por tanto el discernimiento de la vocación, la ayuda para corresponder a ella y la preparación para recibir el sacramento del Orden con las gracias y responsabilidades propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor, y se prepara y compromete para compartir su misión de salvación en la Iglesia y en el mundo.

En cuanto comunidad educativa, toda la vida del Seminario, en sus más diversas expresiones, debe estar  intensamente dedicada a la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presbíteros; se trata de una formación que, aun teniendo tantos aspectos comunes con la formación humana y cristiana de todos los miembros de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y características que nacen de manera específica de la finalidad que se persigue, esto es, de preparar al sacerdocio.

Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen que el Seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa de vida que se caracterice tanto por ser orgánico-unitario, como por su sintonía o correspondencia con el único fin que justifica la existencia del Seminario: la preparación de los futuros presbíteros.

Otro aspecto que hay que subrayar aquí es que la finalidad y la forma educativa específica del Seminario mayor exige que los candidatos al sacerdocio entren en él con alguna preparación previa. Esta preparación no creaba —al menos hasta hace algunas décadas— problemas particulares, ya que los aspirantes provenían habitualmente de los Seminarios menores y la vida cristiana de las comunidades eclesiales, al igual que las familias, ofrecía con facilidad a todos indistintamente una discreta instrucción y educación cristiana.

Esta situación en muchos lugares ha cambiado de manera significativa. En efecto, se da una fuerte discrepancia entre el estilo de vida y la preparación básica, de los chicos, adolescentes y jóvenes —aunque sean cristianos e incluso comprometidos en la vida de la Iglesia—, por un lado, y, por otro, el estilo de vida del Seminario y sus exigencias formativas. Desde esta perspectiva, resulta aconsejable que haya un período adecuado de preparación humana, cristiana, intelectual y espiritual que preceda la formación a recibir por los aspirantes en el Seminario mayor. Estos candidatos deben tener determinadas cualidades: la recta intención, un grado suficiente de madurez humana, un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna introducción a los métodos de oración y costumbres conformes con la tradición cristiana.

La figura del seminario menor y otras formas de acompañamiento vocacional

 Como demuestra una larga experiencia, la vocación sacerdotal tiene, con frecuencia, un primer momento de manifestación en los años de la preadolescencia o en los primerísimos años de la juventud. E incluso en quienes deciden su ingreso en el Seminario más adelante, no es raro constatar la presencia de la llamada de Dios en períodos muy anteriores. Como enseña el magisterio, la historia de la Iglesia es un testimonio continuo de llamadas que el Señor hace en edad tierna todavía. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, explica la predilección de Jesús hacia el apóstol Juan “por su tierna edad” y saca de ahí la siguiente conclusión: “esto nos da a entender cómo ama Dios de modo especial a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud”.

La Iglesia, con la institución de los Seminarios menores, toma bajo su especial cuidado, discerniendo y acompañando estos brotes de vocación sembrados en los corazones de los jóvenes. En varias partes del mundo estos Seminarios continúan desarrollando una excepcional labor educativa, dirigida a custodiar y desarrollar los brotes de vocación sacerdotal, para que los alumnos la puedan reconocer más fácilmente y se hagan más capaces de corresponder a ella. Su propuesta educativa tiende a favorecer oportuna y gradualmente aquella formación humana, cultural y espiritual que llevará al joven a iniciar el camino en el Seminario mayor con una base adecuada y sólida. Prepararse “a seguir a Cristo Redentor con espíritu de generosidad y pureza de intención”: éste es el fin del Seminario menor indicado por el Concilio en el Decreto Optatam totius, donde se describe de la siguiente forma su carácter educativo: los alumnos “bajo la dirección paterna de sus superiores, secundada por la oportuna cooperación de los padres, lleven un género de vida que se avenga bien con la edad, espíritu y evolución de los adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana psicología, sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas humanas y el trato con la propia familia”.

El Seminario menor podrá ser también en la diócesis un punto de referencia de la pastoral vocacional, con oportunas formas de acogida y oferta de informaciones para aquellos adolescentes que están en búsqueda de la vocación o que, decididos ya a seguirla, se ven obligados a retrasar el ingreso en el Seminario por diversas circunstancias, familiares o escolares.

En aquellos ámbitos en los que no se dé la posibilidad de tener el Seminario menor, sería preciso contar con otras “instituciones”, como podrían ser los grupos vocacionales para adolescentes y jóvenes. Aunque no sean permanentes, estos grupos podrán ofrecer en un ambiente comunitario una guía sistemática para el análisis y el crecimiento vocacional. Incluso viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que les ayude en su camino formativo, estos muchachos y estos jóvenes no deben ser dejados solos. Ellos tienen necesidad de un grupo particular o de una comunidad de referencia en la que apoyarse para seguir el itinerario vocacional concreto que el don del Espíritu Santo ha comenzado en ellos.

Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, pero en los últimos tiempos con alguna característica nueva derivada las actuales circunstancias, se constata el fenómeno de vocaciones sacerdotales que se dan en la edad adulta, después de una más o menos larga experiencia de vida laical y de compromiso profesional. No siempre es posible, ni tan siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir el itinerario educativo del Seminario mayor. Pero es conveniente programar, después de un cuidadoso discernimiento sobre la autenticidad de estas vocaciones, cualquier forma específica de acompañamiento formativo, de modo que se asegure, mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación espiritual e intelectual. Una adecuada relación con los otros aspirantes al sacerdocio y los períodos de presencia en la comunidad del Seminario mayor, podrán garantizar la inserción plena de estas vocaciones en el único presbiterio, y su íntima y cordial comunión con el mismo.

La configuración del Seminario como comunidad formativa

La comunidad educativa del Seminario se articula en torno a los diversos formadores: el rector, el director o padre espiritual, los superiores y los profesores. Ellos se deben sentir profundamente unidos al Obispo, al que, con diverso título y de modo distinto representan, y entre ellos debe existir una comunión y colaboración convencida y cordial.

Esta unidad de los educadores no sólo hace posible una realización adecuada del programa educativo, sino que también y sobre todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo significativo y el acceso a aquella comunión eclesial que constituye un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral.

Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende de la personalidad madura y recia de los formadores, bajo el punto de visto humano y evangélico. Por esto son particularmente importantes, por un lado, la selección cuidada de los formadores y, por otro, el estimularles para que se hagan cada vez más idóneos para la misión que les ha sido confiada. Conscientes de que precisamente en la selección y formación de los formadores radica el porvenir de la preparación de los candidatos al sacerdocio, los Padres sinodales se han detenido ampliamente a precisar la identidad de los educadores. En particular, han escrito: “La misión de la formación de los aspirantes al sacerdocio exige ciertamente no sólo una preparación especial de los formadores, que sea verdaderamente técnica, pedagógica, espiritual, humana y teológica, sino también el espíritu de comunión y colaboración en la unidad para desarrollar el programa, de modo que siempre se salve la unidad en la acción pastoral del Seminario bajo la guía del rector. El grupo de formadores dé testimonio de una vida verdaderamente evangélica y de total entrega al Señor. Es oportuno que tenga una cierta estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del Seminario y que esté íntimamente unido al Obispo, como primer responsable de la formación de los sacerdotes”.

Son los Obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad en la formación de los encargados de la educación de los futuros presbíteros. Para este ministerio deben elegirse sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades: “la madurez humana y espiritual, la experiencia pastoral, la competencia profesional, la solidez en la propia vocación, la capacidad de colaboración, la preparación doctrinal en las ciencias humanas (especialmente la psicología), que son propias de su oficio, y el conocimiento del estilo peculiar del trabajo en grupo”.

Particular importancia adquiere la responsabilidad de la comunidad educadora del seminario, junto con la valoración del Obispo y del rector, sobre la misión de procurar y comprobar la idoneidad de los aspirantes en lo que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales, principalmente en cuanto al espíritu de oración, asimilación profunda de la doctrina de la fe, capacidad de auténtica fraternidad y carisma del celibato.

De ahí la importancia -insistimos- en la selección de los formadores del seminario. Es oportuno contar también —de forma prudente y adaptada a los diversos contextos culturales— con la colaboración de fieles laicos, hombres y mujeres, en la labor formativa de los futuros sacerdotes. Habrán de ser escogidos con particular atención, en el cuadro de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares carismas y probadas competencias. De su colaboración, oportunamente coordenada e integrada en las responsabilidades educativas primarias de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido de Iglesia y para una percepción más exacta de la propia identidad sacerdotal, por parte de los aspirantes al presbiterado.

A su vez, cuantos introducen y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada doctrina mediante la enseñanza teológica tienen una particular responsabilidad educativa, que con frecuencia —como enseña la experiencia— es más decisiva que la de los otros educadores, en el desarrollo de la personalidad presbiteral.

Recomendación 12

Se recomienda poner una especial atención en el cuidado de los ambientes de la formación sacerdotal y de la iniciación a la vida religiosa, en particular el seminario mayor concebido como comunidad formativa y eclesial, el seminario menor y otras formas de acompañamiento a las vocaciones más tempranas que pueden manifestarse en los años de la preadolescencia o primeros años de la juventud, debiendo velar por la configuración del seminario o de los noviciados como verdaderas comunidades formativas, de las que forman parte esencial los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, pero también los rectores, directores espirituales y formadores, cuya selección ha de ser especialmente cuidado por el bien de la misión formativa y el ambiente que tales comunidades debe imperar.

e) Los diversos aspectos de la formación permanente

Observación 13: Como pauta de carácter general, debe ponerse especial atención en el cuidado de la formación permanente de los sacerdotes, religiosos y diáconos.

Un último aspecto a considerar, pero no por ello de menor relevancia, es el relativo a la formación permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como de los religiosos.

Se trata de una formación concebida como la continuación natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuración de la personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el Seminario o en la Casa religiosa, mediante el proceso formativo para la ordenación.

Es importante tomar conciencia de la intrínseca relación que hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros, particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición de la recibida en el Seminario y que ahora es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la formación del Seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni solución de continuidad.

Y viceversa, desde el Seminario mayor es preciso preparar la futura formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización.

Precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del Seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud, que podría decirse, “profesional”, conseguida mediante el aprendizaje de algunas técnicas pastorales nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un proceso general e integral de continua maduración, mediante la profundización, tanto de los diversos aspectos de la formación —humana, espiritual, intelectual y pastoral—, como de su específica orientación vital e íntima, a partir de la caridad pastoral y en relación con ella.

La dimensión humana de la formación permanente

Una primera profundización se refiere a la dimensión humana de la formación sacerdotal. En el trato con los hombres y en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar a todos y dialogar con todos. Sobre todo, conociendo y compartiendo, es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, desde la indigencia a la enfermedad, desde la marginación a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.

Se trataría, en definitiva, de hacer madurar su propia formación humana, y de hacer sacerdotes cada vez más maduros en su sensibilidad humana.

La dimensión espiritual de la formación permanente

La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo con Jesucristo, Cabeza y Pastor, crea una relación que, en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida de manera personal. En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella “vida según el Espíritu” y para aquel “radicalismo evangélico” al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad y fecundidad espiritual.

En concreto, la vida de oración debe ser “renovada” constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña que en la oración no se vive de rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios del servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de un verdadero encuentro personal con Jesús, de una profunda experiencia del Espíritu.

Lo que San Pablo dice de los creyentes, que deben llegar “al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo”, se puede aplicar de manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.

La dimensión intelectual de la formación permanente

También la dimensión intelectual de la formación requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de la misión profética de Jesús e inserto en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo y, por ello, el verdadero rostro del hombre.

En particular, la perseverancia en el estudio teológico resulta también necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. Así, podrá ponerse de verdad al servicio del Pueblo de Dios, ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana a cuantos se la pidan. Además, “el sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal, la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión que lo compromete a responder a las dificultades de la auténtica doctrina católica y superar la inclinación, propia y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio y hacia la tradición”.

La dimensión pastoral de la formación permanente

El aspecto pastoral de la formación permanente queda bien expresado en las palabras del apóstol Pedro: “Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios” .

Para vivir cada día según la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de Jesucristo, que le confirió su Espíritu Santo con el sacramento recibido. La caridad pastoral es un don y un deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo hasta las exigencias más radicales. Esta misma caridad pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá los esfuerzos humanos del sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una formación pastoral permanente.

El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe profundizando los diversos aspectos de su formación, sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior, que la caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no sólo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que los concretiza como propios de la formación del sacerdote, en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús, buen Pastor.

La formación permanente ayuda al sacerdote a superar la tentación de llevar su ministerio a un activismo finalizado en sí mismo, a una prestación impersonal de servicios, sean espirituales o sagrados, a una especie de empleo en la organización eclesiástica. Sólo la formación permanente ayuda al “sacerdote” a custodiar con amor vigilante el «misterio» del que es portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad”

El significado profundo de la formación permanente

Los aspectos diversos y complementarios de la formación permanente ayudan a captar su significado más pleno y profundo, que no es otro que el de ayudar al sacerdote a ser y a desempeñar su función en el espíritu y según el estilo de Jesús buen Pastor.

En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar el profundo significado de la formación permanente del sacerdote en orden a su presencia y acción en la Iglesia. En la Iglesia el sacerdote está llamado, mediante la formación permanente, a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues él es “ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios” (cf. 1 Cor 4, 1).

En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes. Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.

La formación permanente ayuda al sacerdote, en la Iglesia «comunión», a madurar la conciencia de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.

El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al Pueblo de Dios; él no está sólo “al frente de” la Iglesia, sino ante todo “en” la Iglesia. Es hermano entre hermanos. La conciencia de esta comunión lleva a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al bien del Pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar su profunda comunión con todos, como escribía Pablo VI: “Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía, el servicio”.

Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta conciencia supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad pastoral que debe acompañar la vida del sacerdote y que lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse, pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote, y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio sacerdotal.

El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión que existe entre las diversas Iglesias particulares, una comunión enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está llamado de modo particular, mediante su formación permanente, a crecer en y con el propio presbiterio unido al Obispo.

La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraternal, También forman parte del único presbiterio, por razones diversas, los presbíteros religiosos residentes o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los diferentes carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una invitación para que los presbíteros crezcan en la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular y acompañar la formación permanente de los sacerdotes.

El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando va acompañado de sincera estima y justo respeto de las particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad tradicional, amplía el horizonte del testimonio cristiano y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación y recíproco influjo entre los valores de la Iglesia particular y los de la universalidad del Pueblo de Dios. Por su parte, los religiosos procuren garantizar un espíritu de verdadera comunión eclesial, una participación cordial en la marcha de la diócesis y en los proyectos pastorales del Obispo, poniendo a disposición el propio carisma para la edificación de todos en la caridad.

Por último, en el contexto de la Iglesia comunión y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez, provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos con el Obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración, la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos en las parroquias, son medios muy útiles para superar los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede experimentar el sacerdote».

Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece también oportunidades positivas para la vida del sacerdote: “aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada en la intimidad con Jesucristo, el Señor, la soledad puede ser una oportunidad para la oración y el estudio, como también una ayuda para la santificación y el crecimiento humano”. Se podría decir que una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación permanente. La capacidad de mantener una soledad positiva es condición indispensable para el crecimiento de la vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario para la formación permanente, tanto en el campo intelectual, como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que no sabe vivir bien la propia soledad.

La formación permanente está destinada a hacer crecer en el sacerdote la conciencia de su participación en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia como misión, la formación permanente del sacerdote es no sólo condición necesaria, sino también medio indispensable para centrar constantemente el sentido de la misión y garantizar su realización fiel y generosa. Con esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia de una obligación que no puede dejarlo tranquilo —como decía Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 6, 16)— y es también, una exigencia, explícita o implícita, que surge fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente a la salvación.

Sólo una adecuada formación permanente logra mantener al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio, o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 2). A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso en las condiciones más adversas o de comprensible cansancio—, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida.

La formación permanente en cualquier edad y situación

La formación permanente, precisamente porque es “permanente”, debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación de su vida, así como en los diversos cargos u oficios de responsabilidad eclesial que se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente, las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de vida y tareas encomendadas.

La formación permanente es un deber, ante todo, para los sacerdotes jóvenes y ha de tener aquella frecuencia y programación de encuentros que, a la vez que prolongan la seriedad y solidez de la formación recibida en el Seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros a comprender y vivir la singular riqueza del «don» de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus potencialidades y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción cada vez más convencida y responsable en el presbiterio, y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos los hermanos.

Si bien es comprensible una cierta sensación de “saciedad”, que ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede afectar al joven sacerdote apenas salido del Seminario, ha de rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que la formación presbiteral concluya con su estancia en el Seminario.

Participando en los encuentros de la formación permanente, los jóvenes sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicación concreta del ideal presbiteral y ministerial que han asimilado en los años del Seminario. Al mismo tiempo, su participación activa en los encuentros formativos del presbiterio podrá servir de ejemplo y estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en años, testimoniando así el propio amor a todo el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada de sacerdotes bien preparados.

Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta primera delicada fase de su vida y ministerio, es más que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos, suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán buenos momentos de descanso, oración, reflexión e intercambio fraterno. Así será más fácil para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes, sería oportuno que colaboraran entre sí las Iglesias vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.

La formación permanente constituye también un deber para los presbíteros de media edad. En realidad, son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda constante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como «hombre de Dios».

La formación permanente debe interesar también a los presbíteros que, por la edad avanzada, podemos denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación. Para estos presbíteros la formación permanente no significará tanto un compromiso de estudio, actualización o diálogo cultural, cuanto la confirmación serena y alentadora de la misión que todavía están llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras diversas, sino también por la posibilidad que tienen, gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos maestros y formadores de otros sacerdotes.

También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad, se encuentran en una condición de debilidad física o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formación permanente que los estimule a continuar, de manera serena y decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse a aquellos actos de relación pastoral y de espiritualidad personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará, en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de seguir siendo miembros activos en la edificación de la Iglesia.

Los responsables de la formación permanente

Las condiciones en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse de tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general y de las comunidades cristianas en particular; el activismo y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra sociedad, privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías indispensables para velar por sí mismos.

Esto ha de hacer crecer en toda la responsabilidad para que se superen las dificultades e incluso que éstas sean un reto para programar y llevar a cabo un plan de formación permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza del don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias de nuestro tiempo.

Por ello, los responsables de la formación permanente de los sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia «comunión». En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo la guía del Obispo, tiene la responsabilidad de estimular y cuidar de diversos modos la formación permanente de los sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos, sino para el Pueblo de Dios; por eso, la formación permanente, a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario es el mismo Pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio recíproco entre la vida de fe de los presbíteros y la de los fieles.

Precisamente la participación de vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena y lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación fundamental a la formación permanente, que no se puede reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende todo el ministerio y vida del presbítero.

En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas y humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas de Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por parte de los cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades sociales y civiles, son acogidas por el presbítero y, a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas, crisis y demoras ante las más variadas situaciones personales y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperación en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las circunstancias difíciles que los hombres encuentran en el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas sinceramente en el corazón del presbítero que, buscando respuestas para los demás, se siente estimulado continuamente a encontrarlas primero para sí mismo.

De esta manera, todos los miembros del Pueblo de Dios pueden y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos de la misión pastoral, especialmente en lo que atañe a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes a ser conscientes de que no son «dueños de la fe», sino «colaboradores del gozo» de todos los fieles (cf. 2 Cor 1, 24).

La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación con los sacerdotes se concretiza y especifica en relación con los diversos miembros que la componen, comenzando por el sacerdote mismo.

En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer responsable en la Iglesia de la formación permanente, pues sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes, no bastan para hacer apetecible la formación permanente si el individuo no está personalmente convencido de su necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas. La formación permanente mantiene la juventud del espíritu, que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud».

Fundamental es la responsabilidad del Obispo y, con él, la del presbiterio. La del Obispo se basa en el hecho de que los presbíteros reciben su sacerdocio a través de él y comparten con él la solicitud pastoral por el Pueblo de Dios. El Obispo es el responsable de la formación permanente, destinada a hacer que todos sus presbíteros sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como el Pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho» de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al Obispo, en comunión con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa, capaces de estructurar la formación permanente no como un mero episodio, sino como una propuesta sistemática de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades precisas. El Obispo vivirá su responsabilidad no sólo asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formación permanente, sino haciéndose personalmente presente y participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia será oportuno, o incluso necesario, que los Obispos de varias Diócesis vecinas o de una Región eclesiástica se pongan de acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente atrayentes para la formación permanente, como son cursos de actualización bíblica, teológica y pastoral, semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de reflexión y revisión del programa pastoral del presbiterio y de la comunidad eclesial.

El Obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también la ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teológicos y pastorales, los Seminarios, los organismos o federaciones que agrupan a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles laicos— comprometidas en la formación presbiteral.

En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las familias un papel significativo; ellas, como “Iglesias domésticas”, tienen una relación concreta con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de la familia de origen, pues ella, en unión y comunión de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una ayuda específica importante. Llevando a cabo el plan providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional, e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia del sacerdote, en el más absoluto respeto de este hijo que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo siempre testigo fiel y alentador de su misión, sosteniéndola y compartiéndola con entrega y respeto.

Los momentos, las formas y los medios de la formación permanente

Todo momento puede ser un tiempo favorable para que el sacerdote crezca en la oración, el estudio y la conciencia de las propias responsabilidades pastorales; pero hay, sin embargo, momentos singularmente privilegiados, aunque sean más comunes y establecidos previamente.

Hay que recordar, ante todo, los encuentros del Obispo con su presbiterio, tanto litúrgicos (en particular la concelebración de la Misa Crismal el Jueves Santo), como pastorales y culturales, dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al estudio sobre determinados problemas teológicos.

Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal, como los Ejercicios espirituales, los días de retiro o de espiritualidad. Son ocasión para un crecimiento espiritual y pastoral; para una oración más prolongada y tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral.

Son también importantes los encuentros de estudio y de reflexión común, que impiden el empobrecimiento cultural y el aferrarse a posiciones cómodas incluso en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una síntesis más madura entre los diversos elementos de la vida espiritual, cultural y apostólica; abren la mente y el corazón a los nuevos retos de la historia y a las nuevas llamadas que el Espíritu dirige a la Iglesia.

Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para que la formación permanente sea cada vez más una valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre éstos hay que recordar las diversas formas de vida común entre los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia, aunque con modalidades y compromisos diferentes: “Hoy no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre todo entre aquellos que viven o están comprometidos pastoralmente en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción apostólica, esta vida común del clero ofrece a todos, presbíteros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad y de unidad”.

También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales, en particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen como nota específica el carácter diocesano, en virtud del cual los sacerdotes se unen más estrechamente al Obispo y forman “un estado de consagración en el que los sacerdotes, mediante votos u otros vínculos sagrados, se consagran a encarnar en la vida los consejos evangélicos”. Todas las formas de «fraternidad sacerdotal» aprobadas por la Iglesia son útiles no sólo para la vida espiritual, sino también para la vida apostólica y pastoral.

Igualmente, la práctica de la dirección espiritual contribuye no poco a favorecer la formación permanente de los sacerdotes. Se trata de un medio clásico, que no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar la formación espiritual, sino también para promover y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal.

Como decía el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, “la dirección espiritual tiene una función hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe”.

Recomendación 14

Se recomienda arbitrar medidas para garantizar de manera real y efectiva la formación permanente del clero y de los religiosos, con carácter general y durante toda su vida, muy particularmente en los primeros años después de la ordenación o de profesar sus votos, poniendo en valor la importancia de la oración y de la fraternidad sacerdotal y de la vida consagrada, así como la renovación constante de su formación en sus diversas dimensiones, humana, espiritual, intelectual y pastoral.

En tal sentido, los presbíteros y religiosos deben tener siempre el sentido propio de su misión religiosa y pastoral en su dimensión más plena y más profunda y afrontarlo con espíritu renovado, debiendo tomar conciencia del  del daño causado por ellos a una víctima de abuso sexual, de su responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia, y la que deriva de la ordenación canónica y civil, así como de los posibles indicios para reconocer posibles abusos sexuales de menores cometidos por cualquier persona.

5.3.2 Medidas específicas relacionadas con la prevención y los procedimientos de actuación ante el riesgo de comportamientos de abuso sexual en el seno de la Iglesia.

a) Consideraciones previas

Observación 15: Sobre los principios generales que deben informar las medidas de prevención y detección y los procedimientos de actuación frente a los riesgos derivados de abuso sexual

Una de las principales conclusiones que resultan con evidencia de este informe es que uno de los principales esfuerzos para acabar o, en su caso, reducir o atenuar los riesgos de abuso sexual en la Iglesia -y en cualquier otro ámbito- debe ponerse en la prevención, entendida en un sentido pleno e integral.

Importa señalar que las medidas de prevención y de detección de los abusos y los consiguientes procedimientos de actuación tienen como objetivo contribuir a establecer y mantener un ambiente que sea respetuoso y consciente de los derechos y las necesidades de los menores y de las personas vulnerables, que excluya, entre otros, los riesgos de comportamientos que puedan ser calificados de abuso sexual en el contexto de las actividades que se llevan a cabo en el seno de la Iglesia en sus diversos ámbitos y manifestaciones.

En particular, las iniciativas apostólicas promovidas en el seno de la Iglesia más sensibles a los efectos ahora considerados, en las que participan menores o, en su caso, personas vulnerables, han de adoptar protocolos de buenas prácticas y directrices para su adecuada y debida protección.

Es el caso de las catequesis en sus diversas formas o manifestaciones, los campamentos juveniles; y, obviamente, las actividades desarrolladas o ejercidas en el seno de la Iglesia a través de centros docentes, sociales o asistenciales, centros juveniles, y muy en particular los internados y las residencias, así como los seminarios menores y las casas de noviciado o lugares de formación de menores de naturaleza análoga.

En todas ellas, deben adoptarse las mejores prácticas en materia de prevención, creando entornos seguros, de buen trato y consideración para los menores o personas vulnerables.

En tal sentido, cabe apuntar una serie de objetivos y principios generales de actuación que han de guiar e informar toda norma y actuación dirigida a prevenir el sistema de medidas de prevención y los procedimientos de actuación arbitrados por la Iglesia en sus diversas expresiones y manifestaciones, a saber:

Promover la conciencia y el respeto de los derechos y las necesidades de los menores y de las personas vulnerables.

Impedir o, en su caso, disminuir los riesgos de comportamientos que puedan ser calificados de abuso sexual.

Prevenir cualquier forma de violencia, abuso físico o psíquico, negligencia, abandono, maltrato o explotación.

Establecer pautas de actuación y de comportamiento adecuado y respetuoso en el trato con los menores o encontrándose en presencia de menores.

Crear entornos seguros, de buen trato y consideración para toda la infancia en todos los ámbitos en los que la Iglesia tiene contacto con niños. Entendiendo como entorno seguro aquel que respete los derechos de la infancia y promueva un ambiente protector físico, psicológico y social.

Establecer medidas orientadas a detectar cualesquiera conductas o comportamientos inapropiados o que puedan ser calificados en su caso de abuso sexual.

Promover una formación adecuada para quienes sirven en la Iglesia con carácter general sobre la protección de los menores y las personas vulnerables y la prevención de los abusos.

Concienciar y sensibilizar en todos los ámbitos de la Iglesia sobre la gravedad de las conductas o comportamiento inapropiados o que puedan ser calificados en su caso de abuso sexual, de darlos a conocer a las autoridades competentes y de cooperar con ellas en actividades dirigidas a prevenirlos y combatirlos.

Reconocer a quienes afirman haber sido víctimas, así como a sus familias, el derecho a ser recibidos, escuchados y acompañados; y a que se dé el cauce adecuado a sus informaciones o denuncias.

Observación 16: Sobre la necesidad de arbitrar una imprescindible unidad de acción y coordinación en el seno de la Iglesia que garantice una homogeneidad de las medidas que deben adoptarse

Cabe observar que un aspecto primordial para favorecer una prevención adecuada de los riesgos derivados de posibles comportamientos de abuso sexual con carácter general es la adopción de medidas, normas específicas y procedimientos de actuación, “rigurosos”, “solventes” y “homogéneos” en el universo de la Iglesia.

Particular relevancia adquiere, en la línea argumental de una de las observaciones de carácter general formuladas con anterioridad, la necesidad de garantizar una “homogeneidad” en las medidas de prevención que se adopten en el seno de la Iglesia.

Ello requeriría una coordinación absoluta en la adopción de las medidas y hasta una supervisión supra-diocesana como medio para garantizar esa razonable homogeneidad de las medidas que deban ser adoptadas; o, como cabría considerarse más procedente, la asunción por parte de la CEE de la responsabilidad de aprobar un “Protocolo Marco Común de Prevención y Actuación” para el conjunto de todas las diócesis y provincias eclesiásticas, distinto al adoptado recientemente, que sin lugar a dudas ha constituido un enorme avance, pero que requiere de una ordenación más completas y previsiones con mayor grado de detalle en su regulación, así como extensible para las demás instituciones de la Iglesia, de tal suerte que se garantice una imprescindible homogeneidad de las medidas, sin perjuicio de la virtualidad de los protocolos especiales o especializados por razón de tipos o modalidades específicas de actividad, cuyas bases al menos debieran ser abordadas por la CEE.

A modo puramente enunciativo, cabría proponer el siguiente contenido esencial para una suerte de “protocolo marco común”:

Proemio:

Sentido y alcance de un protocolo marco común.

Exposición de los fundamentos morales, jurídicos y/o religiosos ante la necesidad de aprobación de un protocolo marco común.

Marco jurídico:

Marco jurídico canónico.

Marco jurídico civil.

Ámbito de aplicación:

Ámbito subjetivo de aplicación.

Ámbito objetivo de aplicación.

Definiciones:

Enunciación de las definiciones de conceptos relevantes a los efectos del protocolo (Iglesia, Diócesis, Provincias Eclesiásticas, Conferencia Episcopal, Prelaturas Personales, Institutos de Vida Consagrada, Sociedades de Vida Apostólica, Institutos Religiosos, Institutos Seculares, víctima, victimario, abuso, menor de edad, persona mayor vulnerable, etc.).

Sistemas de prevención:

Régimen de selección y contratación de personal, colaboradores y voluntarios:

Requisitos de selección y contratación:

Obligatoriedad de la presentación del certificado negativo del Registro de Delincuentes Sexuales.

Advertencia de responsabilidades.

Firma del “Documento de Conocimiento, Compromiso y Aceptación de Buenas Prácticas”.

Oficinas de Atención a las Víctimas:

Naturaleza y carácter.

Constitución.

Función general.

Composición.

Competencias específicas.

Régimen de funcionamiento.

Registro y archivo documental.

Medidas relativas a la formación:

Bases generales de los programas de formación:

Objeto y finalidad.

Destinatarios.

Contenidos.

Revisión y actualización.

Aprobación y supervisión de programas de formación.

Itinerarios formativos específicos.

Formación permanente.

Normas de buenas prácticas.

Sistemas de detección:

Observación y escucha a los menores.

Establecimiento de indicadores:

Indicadores específicos:

Indicadores físicos y de comportamiento.

Indicadores sexuales.

Revelación del abuso: revelación directa o indirecta, revelación escrita u oral.

Indicadores inespecíficos:

Procedimiento de actuación:

Régimen del procedimiento de actuación canónico.

Denuncia, puesta en conocimiento o noticia del abuso.

Pautas:

Denuncia ante las autoridades eclesiásticas sin previo conocimiento de autoridades civiles.

Denuncia directa ante la policía gubernativa, la Fiscalía o el órgano jurisdiccional.

Denuncia ante las autoridades eclesiásticas mediante confesión del presunto responsable de los hechos.

Obligación de actuación tras la denuncia o puesta en conocimiento de unos hechos.

Investigación canónica previa.

Proceso canónico.

Observación 17:

Sobre la perspectiva integral de las normas y medidas de prevención y actuación

Las normas y medidas de prevención deben adoptar protocolos de buenas prácticas y directrices, así como normas éticas y de conducta, unas de carácter y aplicación general,  y otras más específicas -e incluso adaptadas con las modulaciones que resulten exigibles- referidas a destinatarios concretos (como clérigos y religiosos, seminaristas y novicios, agentes de pastoral, etc.), o bien a actividades pastorales específicas (catequesis, dirección u asistencia espiritual, actividades de ocio, esparcimiento y recreo, campamentos juveniles, etc.), o también a obras apostólicas específicas (como sería el caso de los centros docentes -escuelas y universidades-, las residencias e internados, los colegios mayores y residencias universitarias, los centros sanitarios, los centros benéficos o de asistencia social, etc.).

Una atención especial requieren las medidas de prevención en lo que concierne a la selección y contratación de personal y colaboradores de la Iglesia o de instituciones vinculadas a la Iglesia, debiendo contemplar expresa y formalmente el cumplimiento de las exigencias más habituales, como la de estar en posesión del certificado negativo de antecedentes en materia de delitos contra la libertad sexual y la formalización de declaraciones responsables, pero, más allá de la observancia de estas exigencias, debe extremarse el rigor y el celo en las tareas de selección reclutamiento y contratación de profesionales o voluntarios que colaboren  en tareas de cualquier índole con la Iglesia y muy especialmente cuando se trata de actividades relacionadas directa o indirectamente con menores o personas vulnerables, velando por la integridad humana, moral y profesional de los aspirantes.

Otro ámbito especialmente sensible es el referido a las medidas de prevención en el ámbito digital; o, dicho, en otros términos, la prevención frente a la utilización creciente de las tecnologías de información y comunicación digitales como cauce para la adquisición, conservación, exhibición o divulgación, en cualquier forma y con cualquier instrumento, de contenidos pornográficos sobre menores o personas vulnerables, que son comportamientos tipificados como delito tanto desde la perspectiva del ordenamiento canónico de la Iglesia como del ordenamiento civil del Estado.

Este informe revela la utilización creciente de la tecnología para la adquisición, conservación, exhibición o divulgación, en cualquier forma y con cualquier instrumento, de contenidos pornográficos sobre menores o personas vulnerables, lo cual requiere de la adopción de medidas de prevención específicas.

Por otro lado, resulta de especial trascendencia, no solo que la Iglesia disponga de los protocolos de buenas prácticas en los términos señalados, sino cumplir, al propio tiempo, con unos estándares comúnmente admitidos en relación con las exigencias de publicidad y transparencia de las normas y medidas de prevención.

Ello supone conferir la publicidad necesaria a los protocolos, normas y procedimientos adoptados, a través de los medios y formatos convencionales más habituales (portales web institucionales, comunicaciones electrónicas, etc.), pero también -y muy especialmente- una difusión específica y capilar en el seno de las Diócesis y de las instituciones y realidades específicas de la Iglesia de esa información, a través de formas y cauces presenciales que permitan contribuir a un conocimiento real y efectivo.

Por lo demás, no deben simplemente difundirse los protocolos, normas y procedimientos de actuación, adoptando una actitud puramente mecánica o rituaria, sino explicarse debidamente y hacer la debida pedagogía; lo cual no deja de contribuir a una adecuada sensibilización sobre la importancia de las medidas de prevención en el seno de la Iglesia.

Por lo demás, ello va unido a las iniciativas orientadas a la concienciación sobre la cuestión relativa a los abusos en el seno de la Iglesia.

Observación 18: Sobre la difusión, conocimiento y aplicación de las normas y medidas de prevención y actuación

Es importante subrayar que las medidas de prevención y de actuación, incluido el conjunto de protocolos, códigos éticos y de conducta, manual de buenas prácticas o cualesquiera otras medidas que puedan adoptarse en el seno de la Iglesia, no pueden ni deben ser concebidas como meros instrumentos formales o normas meramente rituarias que simplemente se aprueban para dar cumplimiento a unas obligaciones o estándares formales. De igual modo, las medidas que se adopten, ya fueren obligaciones en sentido jurídico, o pautas o recomendaciones. no deben ser simplemente aplicadas de manera automática y mecánica.

Antes bien, debe ponerse un especial cuidado en que las medidas que se adopten sean realmente difundidas en el seno de la Iglesia en España (si es que fueren adoptadas por la CEE) o en el ámbito específico de la Diócesis o de la institución específica de la Iglesia de que se trate.

Deben ser difundidas y también conocidas. De ahí que sea necesario que se adopten medidas que permitan ese conocimiento real y efectivo de las medidas adoptadas, más allá de su difusión en una página web o a través de otro cauce meramente formal. Convocar encuentros o programas de formación ad hoc o aprovechas otros para esos mismos fines, constituye una necesidad para contribuir a ese conocimiento de las medidas y, por derivación, a la concienciación que comporta e implica dicho conocimiento.

b) Articulación de un sistema de cumplimiento normativo adecuado y eficaz susceptible de aplicación a la Iglesia católica

Observación 19: Sobre el régimen de cumplimiento de las obligaciones legales de prevención impuestas por el ordenamiento jurídico civil del Estado.

Una última cuestión y no de menor relevancia es la necesidad de asumir el cumplimiento de las obligaciones legales de prevención impuestas por el ordenamiento jurídico civil del Estado.

Sin perjuicio de las medidas de prevención y procedimientos de actuación adoptados en congruencia con los estándares de mejores prácticas comúnmente reconocidas, la Iglesia no debe ni puede permanecer ajena o indiferente frente a las obligaciones que, en orden a la prevención del riesgo de abusos sexuales, pueda imponer el ordenamiento jurídico civil del Estado.

Antes al contrario, la Iglesia en sus diversas expresiones o manifestaciones deberá cumplir -con carácter general- con la legislación civil del Estado y en particular con el régimen de obligaciones que puedan imponer las autoridades civiles del Estado, las establecidas con carácter general como las que puedan venir determinadas por la legislación sectorial en función del tipo o naturaleza específica de actividad o ámbito, siempre que tales disposiciones resulten de aplicación a la Iglesia, bien con carácter general, bien de modo parcial o indirectamente a través de las instituciones u organizaciones específicas pertenecientes a la Iglesia en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones, pero que revistan carácter y forma civil y que ejercen su actividad en la sociedad o en el mercado en concurrencia con la iniciativa pública y/o con la iniciativa privada empresarial.

Recomendación 15

1.- Se recomienda, en primer término, que la Iglesia persevere en el camino ya iniciado de toma de conciencia sobre la importancia de la prevención como medio fundamental y prioritario para evitar o, en su caso, reducir el riesgo de abuso sexual en el seno de la Iglesia.

2.- La prevención frente a los abusos requiere de la adopción de protocolos y directrices que prevean medidas, normas y procedimientos de actuación para procurar una adecuada protección de los menores y personas vulnerables que respondan a los objetivos y principios generales establecidos en las observaciones precedentes.

3.- Se recomienda, a su vez, que las medidas de prevención que puedan adoptarse respondan a criterios de “rigor”, “solvencia” y “homogeneidad” en el universo de la Iglesia.

Merece una especial consideración la recomendación de garantizar una “homogeneidad” en las medidas de prevención que se adopten en el seno de la Iglesia, lo que requiere, bien de una coordinación absoluta en la adopción de las medidas y una supervisión supra-diocesana como medio para garantizar esa razonable homogeneidad de las medidas que deban ser adoptadas; o bien la asunción por parte de la CEE de la responsabilidad de aprobar un “Protocolo Marco de Prevención y Actuación”, consentido por las Diócesis y las demás instituciones de la Iglesia, que garantice una plena homogeneidad de las medidas, sin perjuicio de la existencia de protocolos específicos o con modulaciones del general para ámbitos específicos de actividad.

4.- Importa recordar que el tratamiento de la prevención de los abusos requiere ser abordado desde una perspectiva integral, lo cual comprende, de una parte, promover la conciencia y el respeto de los derechos y las necesidades de los menores y personas vulnerables; y de otra, arbitrar medios para prevenir cualesquiera formas de abuso (físico o psíquico) además de violencia, maltrato o cualquier otra forma de explotación.

5.- Una atención especial requieren las medidas de prevención en lo que concierne a la selección y contratación de personal y colaboradores de la Iglesia o de instituciones vinculadas a la Iglesia, debiendo contemplar expresa y formalmente el cumplimiento de las exigencias más habituales, como la de estar en posesión del certificado negativo de antecedentes en materia de delitos contra la libertad sexual y la formalización de declaraciones responsables, pero, más allá de la observancia de estas exigencias, debe extremarse el rigor y el celo en las tareas de selección reclutamiento y contratación de profesionales o voluntarios que colaboren  en tareas de cualquier índole con la Iglesia y muy especialmente cuando se trata de actividades relacionadas directa o indirectamente con menores o personas vulnerables, velando por la integridad humana, moral y profesional de los aspirantes.

6.- Se recomienda prestar un especial cuidado a las medidas de prevención en el ámbito digital; esto es, la prevención frente a la utilización creciente de las tecnologías de información y comunicación digitales como cauce para la adquisición, conservación, exhibición o divulgación, en cualquier forma y con cualquier instrumento, de contenidos pornográficos sobre menores o personas vulnerables, que son comportamientos tipificados como delito tanto desde la perspectiva del ordenamiento canónico de la Iglesia como del ordenamiento civil del Estado.

7.- A su vez, deben adoptarse las medidas pertinentes para que las medidas de prevención insertas en los protocolos de buenas prácticas y normas éticas y de conducta sean suficientemente publicitadas, difundidas y conocidas de forma capilar en el seno de la propia Iglesia por todos los que en ella sirven  (obispos o superiores, generales o provinciales de institutos, presbíteros, religiosos, diáconos y laicos), en general y por ámbitos más específicos de actividad (catequistas, agentes de pastoral, directores espirituales, monitores de campamentos y actividades de ocio, esparcimiento y recreo) y en los círculos más cercanos de obras apostólicas (centros docentes, centros sanitarios, centros benéficos y asistenciales, etc.).

8.- Por último, es importante recordar que, sin perjuicio de intentar adoptar las medidas de prevención en congruencia con los estándares de mejores prácticas comúnmente reconocidas, la Iglesia debe asumir, como pauta general, el cumplimiento de las obligaciones legales de prevención impuestas por el ordenamiento jurídico civil del Estado, las establecidas con carácter general como las que puedan venir determinadas por la legislación sectorial en función del tipo o naturaleza específica de actividad o ámbito, siempre que tales disposiciones resulten de aplicación imperativa a la Iglesia, bien con carácter general, bien de modo parcial o indirectamente a través de las instituciones u organizaciones específicas pertenecientes a la Iglesia en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones, pero que revistan carácter y forma civil y que ejercen su actividad en la sociedad o en el mercado en concurrencia con la iniciativa pública y/o con la iniciativa privada empresarial, o bien porque, aun no siendo de aplicación imperativa, resulten adecuadas y pertinentes a los fines propuestos.

Observación 20: Sobre la necesidad de adaptar el marco jurídico del Estado a la realidad de los abusos sexuales a menores.

En consonancia con lo recomendado por el Defensor del Pueblo en su Informe, el presente estudio traslada a la Conferencia Episcopal Española la necesidad de solicitar a las autoridades civiles la adopción de las recomendaciones normativas expuestas en el mencionado Informe. A saber:

El desarrollo reglamentario de las disposiciones de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que sean relevantes para prevenir, detectar y perseguir los abusos sexuales de menores, en particular, de las figuras del coordinador o coordinadora de bienestar y protección (artículo 35.1) y del delegado o delegada de protección (artículo 48).

La revisión periódica del conjunto de la normativa aplicable en este ámbito, en particular la Ley 4/2015, del estatuto de la víctima, y las citadas leyes orgánicas 8/2021 y 10/2022, así como el resto de la normativa concordante, para verificar si las normas en vigor están consiguiendo los objetivos previstos de prevención, detección y persecución y para valorar si son necesarias reformas adicionales o mayores dotaciones presupuestarias.

La inspección educativa debe ejercer una supervisión efectiva para asegurar que los centros docentes, con independencia de su titularidad pública o privada, cumplan con las normas previstas en la Ley Orgánica 8/2021 y con los protocolos existentes.

c) Articulación de un sistema de cumplimiento normativo adecuado y eficaz susceptible de aplicación a la Iglesia católica

Observación 19: Sobre la articulación de un sistema de cumplimiento normativo adecuado y eficaz susceptible de aplicación a la Iglesia Católica.

A la vista de lo anteriormente expresado, sería altamente recomendable que la Iglesia adoptase un “programa de cumplimiento normativo” propio y específico para la Iglesia Católica, idóneo y eficaz, y que no fuera la pura y simple traslación mimética o mecánica al ámbito eclesial de los formatos civiles que se adoptan habitualmente por las empresas y las instituciones en general, para lo cual sería necesario determinar cuáles son los requisitos y condiciones que dicho programa habría de reunir, para después determinar quién sería el responsable de su implantación, así como el responsable de la supervisión y vigilancia del cumplimiento del programa.

La primera cuestión consiste en determinar los rasgos y condiciones ha de reunir un programa de cumplimiento adecuado y eficaz.

Al respecto, debe observarse que un programa de cumplimiento normativo que se precie de tal condición debe cumplir, al menos, las siguientes condiciones:

– La elaboración de un “mapa de riesgos” que permita su debida y rigurosa evaluación.

-La articulación de “procedimientos de actuación”, “políticas específicas” (generales y sectoriales) y “sistemas de control”.

– La determinación de un “órgano específico de cumplimiento” independiente y autónomo.

– El establecimiento de un “canal de denuncias” que reúna unas condiciones y características específicas.

– La adopción de un “protocolo de investigaciones internas”.

– La previsión de un “sistema sancionador” para el caso de incumplimiento de las normas y prescripciones aplicables.

– El establecimiento de sistemas de “evaluación” y “mejora continua”.

– El desarrollo de un sistema de “formación continua”.

– Y, por último, la dotación de “recursos financieros adecuados”.

El cumplimiento de estos requisitos contribuye a configurar un sistema de cumplimiento normativo adecuado y eficaz.

Mapa de riesgos

Sobre la base de los criterios establecidos por el Código Penal y los estándares de buenas prácticas reconocidos a nivel internacional, lo primero que debe hacer una persona jurídica para implementar un programa de cumplimiento es la evaluación de sus riesgos.

Para realizar esa evaluación del riesgo de la persona jurídica, es necesario partir de la naturaleza y tipo de la actividad o actividades que desarrolla, para luego revisar qué riesgos concretos lleva consigo el ejercicio de cada actividad, y, en último término, evaluar el riesgo como alto, medio o bajo, según la probabilidad de que ocurra y en función también de los controles implantados para mitigar dicho riesgo.

Tal evaluación debe constar reflejada formalmente por escrito en un documento denominado “mapa de riesgos”. Importa subrayar que el “mapa de riesgos” es un documento vivo y dinámica, habida cuenta que debe estar actualizado, bien por causas externas derivadas de cambios en las normas del ordenamiento jurídico o en las prescripciones técnicas que resulten de aplicación, bien por causas internas derivadas de eventuales modificaciones de la actividad o de las evaluaciones periódicas que derivan de los propios controles que refleja dicho Mapa y que son claves para evaluar el nivel de riesgo.

Resulta obvio señalar que aquellos riesgos calificados como altos o de alta probabilidad de ocurrencia, se les debe prestar más atención y más recursos para prevenir que se produzcan.

Sin  perjuicio de lo que luego se indicará acerca de la responsabilidad específica en el seno de la Iglesia para la implantación de un programa de cumplimiento normativo y su posterior supervisión y vigilancia, en principio cada institución de la Iglesia debiera confeccionar su propio mapa de riesgos en el que se analicen y reflejen las actividades que desarrolla y se evalúen los riesgos inherentes a cada una de ellas; lo cual no solo no impediría, sino que aconsejaría, la posibilidad de agrupar mapas de riesgos por actividades concretas que resulten idénticas (por ejemplo, el mapa de riesgos derivados del ejercicio de la actividad educativa en diversos centros docentes), puesto que la configuración conjunta y su posterior supervisión también de manera conjunta contribuirán a configurar mapas de riesgos bien delimitados y, sobre todo, homogéneos, en la medida de lo posible.

Procedimientos, políticas y/o sistemas de control

En segundo término, a fin de prevenir o mitigar los riesgos que ya han sido evaluados se hace necesario implementar procedimientos de actuación, políticas y en particular controles específicos de obligado cumplimiento en la organización orientados a la prevención y detección de conductas que la organización haya considerado que no son admisibles o tolerables.

En el Código Ético o Código de Conducta se plasman de manera genérica qué objetivos y qué bienes comunes busca la organización y se enuncia, de manera general, qué obligaciones impone para su consecución. Dichas obligaciones son desarrolladas de manera más específica en políticas concretas y controles específicos. El Código Ético y ciertas políticas pueden ser de aplicación común a instituciones de la Iglesia que desarrollen actividades similares.

En relación con la prevención y detección del abuso sexual a menores e incapaces la Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia exige cumplir, entre otras, con las siguientes obligaciones:

Elaborar un Plan de Convivencia que incluya los códigos de conducta a seguir (artículo 31).

Fiscalizar la seguridad en la contratación de personal, así como la aportación de los certificados obligatorios, tanto del personal docente como del personal auxiliar, contrato de servicio, u otros profesionales que trabajen o colaboren habitualmente en el centro escolar de forma retribuida o no (artículo 32).

Nuevamente, cada institución de la Iglesia deberá contar con sus políticas aprobadas por su órgano de gobierno respectivos, aunque lo ideal sea que se trate de políticas consensuadas, coordinadas y supervisadas por la Iglesia en aras de una mayor homogeneidad que redunda en una protección y gestión más eficaz de los recursos.

Órgano específico de cumplimiento normativo independiente y autónomo

El artículo 31 bis del Código Penal establece que será el órgano rector o de administración de la persona jurídica el encargado de implementar el Programa de Cumplimiento, si bien el cumplimiento del modelo de prevención implantado debe ser confiado a un órgano específico de la persona jurídica con poderes autónomos de iniciativa y de control.

La norma permite a las personas jurídicas de reducidas dimensiones que la condición de supervisión pueda ser asumida directamente por el órgano de administración. Se entiende por persona jurídica de pequeñas dimensiones aquella que, según la legislación aplicable, estén autorizadas para presentar cuenta de pérdidas y ganancias abreviada.

Por tanto, si bien la responsabilidad es del órgano de administración delegará a un organismo independiente la vigilancia del funcionamiento del modelo y de su observancia.

Cada una de las entidades canónicas deberá designar a este órgano de cumplimiento que, deberá contar con un presupuesto adecuado (autonomía) y con acceso directo al órgano de administración (independencia) para el ejercicio de sus funciones.

Sería deseable y recomendable que esos órganos de cumplimiento estuviesen conectados en función de su ámbito de actividad, para el enriquecimiento mutuo en la mejora continua del modelo y el aprendizaje a través de las experiencias propias y ajenas. Asimismo, sería recomendable que la Conferencia Episcopal Española crease una Comisión destinada a la función de supervisión del cumplimiento de la normativa que emane de la Asamblea Plenaria.

Este órgano podría ser considerado como el llamado Chief Compliance Officer (Director de Cumplimiento Normativo) de la Iglesia Católica en España y que realice esa labora de supervisión, coordinación y homogeneización tan deseada.

Tal figura puede constituir una unidad dedicada en exclusiva a dicho cometido o vincularse una “asesoría jurídica interna” moderna, transversal y de nuevo cuño.

Canal de denuncias

 A raíz de la Directiva UE de protección al denunciante y su desarrollo normativo por el Anteproyecto de Ley de protección al informante analizadas en el Apartado III, las entidades católicas deberían cumplir con la obligación de contar con canales de denuncia (Sistemas de Información) publicitados debidamente en su página web.

Puede resultar dudoso, puesto que la normativa UE es de obligado cumplimiento solo cuando se refiere a una lista de delitos tasados. Esa lista no comprende los delitos contra la indemnidad sexual.

Sin embargo, la Ley 2/2023, de 23 de febrero, de protección al informante amplia su ámbito objetivo de aplicación y, por tanto, puede ser de directa aplicación a las entidades católicas que cumplan con los requisitos de número de empleados (o personas que se asimilen), así como si ya cuentan con canales de denuncia con carácter previo a la entrada en vigor de la norma.

La Ley 2/2023, de 23 de febrero es de aplicación a la Conferencia Episcopal Española y a las distintas Archidiócesis y Diócesis que deberán adecuar sus actuales canales de denuncia (en caso de tenerlos) a las exigencias establecidas en la Ley.  Si bien, el objetivo de este informe no es realizar una opinión legal, sí se puede considerar que, a la luz de la normativa invocada, es razonable que la Conferencia Episcopal supervise que las entidades católicas cuentan con canales adecuados para la denuncia de casos de abuso sexual a menores e incapaces. Asimismo, la Conferencia Episcopal podrá coordinar dichos canales y ayudar en la facilitación de recursos y adecuada gestión.

Simplemente apuntar que la propia normativa prevé que, en los grupos de empresas, la sociedad dominante apruebe una política general relativa al sistema interno de información y la defensa del informante. El Responsable del Sistema y el sistema interno de información podrá ser uno para todo el grupo o bien uno para cada sociedad integrante del mismo, subgrupo o conjunto de sociedades (art. 11 de la Ley).

Protocolo de investigaciones internas

En un Programa de Cumplimiento (CMS) debe imponerse la obligación de denunciar cualquier infracción que afecte al mismo. La infracción de dicha obligación deberá ser sancionable.

Los protocolos de investigaciones son, por tanto, necesarios para reglar los pasos a seguir tras la recepción de una denuncia, por cualquiera de los canales aptos para poner en marcha dicho proceso. Así como para establecer los derechos, obligaciones y garantías de cada uno de los partícipes en dicha investigación.

La Directiva UE de protección al denunciante y la Ley 2/2023, de 23 de febrero de Protección al Informante reglan el contenido mínimo de dichos procesos de investigación: establecen la obligatoriedad de plazos para llevar a cabo la investigación, la posibilidad de obtener información adicional del informante, el derecho del denunciado a que se le informe y ser oído, la exigencia del respeto a la presunción de inocencia y el honor de las personas investigadas, la inclusión de información clara y accesible sobre los canales externos, la garantía de confidencialidad y la protección de datos personales.

La Conferencia Episcopal promulgó dos Protocolos de actuación el 22 de junio de 2010. Este Protocolo contiene criterios orientadores para ayudar a los Obispos, clérigos, religiosos e Instituciones eclesiásticas.

La Ley resulta de aplicación cuando se produzcan acciones u omisiones que puedan ser constitutivas de infracción penal o administrativa grave o muy grave o cualquier vulneración del resto del ordenamiento jurídico siempre que, en cualquiera de los casos, afecten o menoscaben directamente el interés general, y no cuenten con una regulación específica. En todo caso, se entenderá afectado el interés general cuando la acción u omisión de que se trate implique quebranto económico para la Hacienda (artículo 2.1 b).

Por su parte, el 1 de junio de 2019 entró en vigor la Carta Apostólica de 7 de mayo de 2019 Carta apostólica en forma de Motu Proprio del Sumo Pontífice que resulta de aplicación en el caso de informes relativos a clérigos o miembros de Institutos de vida consagrada o Sociedades de vida apostólica con relación a:

Delitos contra el sexto mandamiento del Decálogo que consistan en: a´) obligar a alguien, con violencia o amenaza o mediante abuso de autoridad, a realizar o sufrir actos sexuales; b´) realizar actos sexuales con un menor o con una persona vulnerable; y c´) producir, exhibir, poseer o distribuir, incluso por vía telemática, material pornográfico infantil, así como recluir o inducir a un menor o a una persona vulnerable a participar en exhibiciones pornográficas;

Conductas llevadas a cabo por los sujetos a los que se refiere el artículo 6, que consisten en acciones u omisiones dirigidas a interferir o eludir investigaciones civiles o investigaciones canónicas, administrativas o penales, contra un clérigo o un religioso con respecto a delitos señalados en el apartado a (artículo 1).

La norma recoge la recepción de los informes y protección de datos (artículo 2), el Informe (artículo 3), la protección de la persona que presenta el informe (artículo 4), la solicitud hacia las personas (artículo 5), el desarrollo de la investigación (artículo 12), la participación de personas cualificadas (artículo 13), la duración de la investigación (artículo 14), las medidas cautelares (artículo 15) o el cumplimiento de las leyes estatales: ;Estas normas se aplican sin perjuicio de los derechos y obligaciones establecidos en cada lugar por las leyes estatales, en particular las relativas a eventuales obligaciones de información a las autoridades civiles (artículo 19).

Por su parte, a finales de 2022, el servicio de protección de menores de la CEE dictó un Protocolo marco para la prevención y actuación de abusos a menores y equiparables legalmente. Dicho Protocolo establece el procedimiento en caso de abuso.

Como es lógico, cada entidad católica debería contar con un protocolo de investigaciones internas, si bien, dado que existe una nueva normativa que hará necesaria su implementación o revisión de políticas ya existentes, parece conveniente que en aras a la homogeneización de la actuación de la Iglesia Católica y en anónimo de cumplir con la legalidad vigente, se puedan elaborar un protocolos de investigación general de obligado cumplimiento, sin perjuicio de las adaptaciones concretas por la entidad católica correspondiente.

Procedimiento sancionador

Para que un Programa de Cumplimiento (CMS) se considere efectivo, es necesario que sancione los incumplimientos de la normativa implementada y conocida por las personas que se integran en la organización.

Evidentemente, para tener capacidad sancionadora es necesario que exista un vínculo con la persona incumplidora y una legitimación para obligar y, por tanto, para sancionar.

Tanto el CDC como la legislación laboral resultan de aplicación en el ámbito sancionador de la Iglesia Católica.

Evaluación y mejora continua

Otro de los requisitos esenciales para considerar un Programa de Cumplimiento (CMS) eficaz es que se adapte a los distintos cambios (legislativos o de actividad) e implemente mejoras cuando se detecten deficiencias (a través de investigaciones internas o auditorías o evaluaciones periódicas).

La coordinación de la Conferencia Episcopal en materia de evaluación anual de los programas podría ser beneficiosa para homogeneizar las medidas de prevención y detección, así como para orientar esta actuación en la búsqueda de una mejora continua.

Formación continua

La formación obligatoria se considera una herramienta eficaz en la prevención de actuaciones delictivas o ilícitas.

La formación es esencial para una correcta implantación del Programa de Cumplimiento (CMS). En este sentido, el art. 34 de la Ley Orgánica de Protección Integral a la infancia prevé que se lleven a cabo actuaciones de difusión de los protocolos elaborados y formación especializada de los profesionales que intervengan.

A la vista del número de personas a formar dentro de la iglesia y de su heterogeneidad es razonable considerar una planificación general de formación de carácter anual o bianual, que se apoye en las nuevas tecnologías para asegurar su alcance.

Nuevamente una actuación coordinada en este asentido ayudaría a la adecuada y eficiente gestión de recursos.

Recursos financieros adecuados

La imposición de que el órgano de cumplimiento y, por tanto, la propia función de cumplimiento cuente con recursos financieros adecuados, constituye una condición esencial para que el Programa pueda ser efectivo y que el órgano de cumplimiento pueda actuar con la autonomía necesaria

Las propuestas efectuadas van destinadas a realizar una gestión financiera adecuada, pero también eficiente, ya que una coordinación adecuada de las actuaciones a llevar a cabo puede ser beneficiosas para todas las entidades religiosas.

c) Determinación de los órganos responsables de implementar un sistema de cumplimiento normativo en el seno de la Iglesia católica y de su adecuado control y vigilancia

Observación 20: Necesidad de verificar la determinación de los órganos responsables de implementar un sistema de cumplimiento normativo en el seno de la Iglesia Católica y de su adecuado control y vigilancia.

Sentadas las bases de un posible programa de cumplimiento normativo propio de la Iglesia, procede a continuación determinar a quien correspondería la responsabilidad específica de su implantación en el seno de la Iglesia.

Tal cuestión reviste una especial complejidad en el caso objeto de este informe, pues, como ya se analizó en el apartado relativo a las “Cuestiones previas” (Título I, Apartado segundo, subapartado I), la Iglesia Católica es, por principio, una, única y universal; no hay, por consiguiente, Iglesias nacionales, ni cabe hablar de tales, y si bien rige el principio de jerarquía en su gobierno, lo cierto es que la realidad de la Iglesia se caracteriza por la diversidad institucional. 

De ahí que en el Apartado IV de las Observaciones y recomendaciones de carácter general se recomendase: a) arbitrar medidas eficaces orientadas a reforzar y potenciar la dimensión de la unidad de acción y coordinación interna en el seno de la Iglesia (intraeclesial), con carácter general y en particular en lo que se refiere a las medidas de prevención y procedimientos de actuación en relación con el tratamiento de los abusos sexuales; b) reforzar y potenciar el deber de unidad de acción y de coordinación en el seno de la Iglesia debe operar en sus diversas manifestaciones; y c) y afianzar una suerte de posición de liderazgo horizontal de la CEE a fin de contribuir a hacer real y efectivo esta coordinación intraeclesial y supra-diocesana.

Ello contribuye a garantizar una razonable homogeneidad em las medidas de prevención y en los procedimientos de actuación, que redunda en beneficio de todos, pues no sería razonable que la diversidad institucional de la Iglesia implicase o propiciase un diferente nivel de garantías o de medidas de prevención o de tutela y protección de los derechos de los beneficiarios, en función de la diócesis o de la institución de la Iglesia de que se trate.

Y ello deviene determinante a los efectos de abordar la implantación de un “programa de cumplimiento normativo”, pues la piedra angular de un Programa de Cumplimiento Normativo es la cultura de cumplimiento que imponga el órgano de gobierno de la institución, que es de donde emana.

Como ya quedó indicado anteriormente, el órgano responsable de implementar un Programa de Cumplimiento adecuado y eficaz es el órgano de gobierno y administración de la persona jurídica o institución.

La cuestión reside en determinar a qué órgano u órganos pudiera corresponder dicha responsabilidad en el seno de la Iglesia en Espalña. Un examen de la organización institucional de la Iglesia Católica en España requiere distinguir los siguientes ámbitos o niveles, que pone claramente de manifiesto esa diversidad institucional:

En primer lugar, estaría la “constitución jerárquica de la Iglesia”, integrada por las llamadas “Iglesias particulares”, en las cuales, y desde las cuales existe la Iglesia católica una y única, y constituidas principalmente por las “diócesis”, cuyo cuidado pastoral se encomienda al Obispo con la cooperación del presbiterio. Cada diócesis es soberana y autónoma en el ejercicio de su misión al servicio de la Iglesia.

La Iglesia en España se vertebra en 69 diócesis territoriales (55 Diócesis y 14 Archidiócesis), a las que debe añadirse el Arzobispado Castrense.

A su vez, las “diócesis” se integran por “parroquias” erigidas por el obispo diocesano como comunidades de fieles constituidas de modo estable y desde las cuales se desarrolla el cuidado pastoral encomendado al obispo, y que generalmente tienen carácter territorial. Las parroquias se encomiendan a un “párroco”, que depende jerárquicamente del Obispo diocesano (canon 515 CDC).

La Iglesia en España se vertebra en 22.988 parroquias, dependientes de las 69 diócesis territoriales y el arzobispado castrense, que son atendidas por 16.568 sacerdotes; a las que cabe añadir numerosas realidades diocesanas.

A su vez, cada diócesis o iglesia particular dispone de su propia organización institucional y sus propias instituciones diocesanas.

También forman parte de la llamada “constitución jerárquica de la iglesia” las “agrupaciones de las Iglesias particulares”, entre la cuales cabe destacar en el seno de la Iglesia en España, las “provincias eclesiásticas” (constituidas por 14 archidiócesis), por un lado; y la “conferencia episcopal”, por otro.

En segundo término, estaría una segunda categoría canónica integrada por unas concretas y específicas instituciones de la Iglesia, a saber: los “Institutos de Vida Consagrada” (que comprendería los Institutos Religiosos -órdenes y congregaciones religiosas e instituciones asimiladas- y los Institutos Seculares) y las “Sociedades de Vida Apostólica”, que cuentan con su propia autonomía institucional y sistema de gobierno y, con carácter general dependen directamente de la Santa Sede, a través del Dicasterio de la Vida Consagrada (canon 590 CDC) si bien cabe también que los Obispos diocesanos puedan erigir Institutos de Vida Consagrada, mediante Decreto adoptado previa licencia escrita dada por la Sede Apostólica (canon 579 CDC); en cuyo caso los Institutos dependerán del Obispo diocesano (canon 594 CDC).

En tercer lugar, cabría referirse a las “Prelaturas Personales” de la Iglesia, integradas por presbítero y diáconos y por laicos para llevar a cabo obras pastorales o misionales en favor de varias regiones o diversos grupos sociales, y que se erigen por la Sede Apostólica, oídas las Conferencias Episcopales interesadas; se rigen por los estatutos dados por la Sede Apostólica; y su gobierno se confía a un Prelado como Ordinario propio, a quien corresponde la potestad de erigir un seminario nacional o internacional, así como incardinar a los alumnos y promoverlos a las órdenes a título de servicio a la prelatura.

En cuarto lugar, habría también en la Iglesia asociaciones distintas de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica, denominadas “Asociaciones de Fieles”, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos, trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, o la doctrina cristiana, o realizar otras actividades de apostolado, a saber, iniciativas para la evangelización, el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal, y que pueden tener una dependencia de la diócesis, de la CEE  y/o de la Sede Apostólica (canon 304 CDC).

En quinto y último lugar, cabría citar a las instituciones de la Iglesia integradas por nuevos movimientos o asociaciones apostólicas, bien de carácter exclusivamente laical, bien de carácter mixto laical y sacerdotal, pertenecientes a la Iglesia.

Tal configuración pone de manifiesto de manera bien patente la diversidad institucional de la Iglesia Católica, con realidades eclesiales muy diversas y con dependencias jerárquicas diferenciadas, que gozan de autonomía institucional y de gobierno y no están integradas en ningún órgano o institución de ámbito nacional, pues, como se dijo, la Iglesia es una, única y universal, lo que impide concebir la existencia de Iglesias nacionales y, por derivación, también la existencia de órganos nacionales que integren orgánicamente esa diversidad, al menos en su integridad.

Tal diversidad se pone de manifiesto en la existencia de más de 14.000 entidades religiosas inscritas en el Registro de entidades religiosas, que gozan de “personalidad jurídica canónica” (canon 113 CDC)  y, en cuanto la tienen y han sido objeto de inscripción en el Registro de Entidades Religiosas constituido en su  momento bajo la dependencia orgánica del Ministerio de Justicia, hoy del Ministerio de la Presidencia, Memoria Democrática y Relaciones con las Cortes, gozan igualmente cada una de ellas de “personalidad jurídica civil” (artículo I del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos y artículos quinto y sexto de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa), siendo, por consiguiente, sujetos de derechos y obligaciones también en el orden civil y asumiendo responsabilidades frente a terceros.

Desde esta perspectiva, importa detenerse en la figura de las “conferencias episcopales” para analizar la eventual implicación en el caso ahora considerado de la CEE en orden a la adopción de medidas de prevención bajo la inspiración de una unidad de acción y de propósitos y en particular un programa de cumplimiento normativo para la Iglesia Católica en España.

Como es bien sabido, la CEE se configura como una institución de carácter permanente integrada por los Obispos la agrupación de Iglesias particulares de una nación o territorio determinado, en comunión con el Romano Pontífice y bajo su autoridad, para el ejercicio conjunto de algunas funciones pastorales del episcopado en ese ámbito específico respecto de los fieles de su territorio, a tenor del Derecho común y de sus Estatutos (cánones 447 y 450 CDC), con el fin de promover la vida de la Iglesia, fortalecer su misión evangelizadora y responder de forma más eficaz al mayor bien que la Iglesia debe procurar a los hombres (canon 447 y 448 CDC). Su constitución es obligatoria y constituye una institución de carácter permanente de las Iglesias particulares en España.

Una vez erigida la conferencia episcopal por la autoridad suprema de la Iglesia, ésta goza de personalidad jurídica pública y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines, tanto personalidad jurídica canónica (canon 449, parágrafo 2, CDC), como personalidad jurídica civil (artículo I, apartado 3, del Acuerdo ente el Estado español y la Santa Sede, sobre asuntos jurídicos); y se rige por el Capítulo IV del Título II, Sección II, Parte II del Libro II del Código de Derecho Canónico (Cánones 447 a 459) y por sus Estatutos, que aprueba la asamblea plenaria de la CEE y han de ser revisados por la sede apostólica (cánones 449 y 451 CDC), que, entre otras previsiones, establece su gobierno y organización interna.

Las conferencias episcopales tiene atribuidas como competencias propias de las Iglesias particulares, como las siguientes: a) Estudiar y potenciar la acción pastoral en los asuntos de interés común; b) Propiciar la mutua iluminación en las tareas del ministerio de los Obispos; c) Coordinar las actividades eclesiales de carácter nacional; d) Tomar decisiones vinculantes en las materias a ella confiadas; y e) Fomentar las relaciones con las demás Conferencias Episcopales, especialmente con las más próximas

En lo que se refiere a la caracterización, estructura y competencias de las conferencias episcopales, debe también tenerse presente el Decreto Conciliar promulgado por el Papa Pablo VI “Christus Dominus”, sobre el ministerio pastoral de los Obispos, de 28 de octubre de 1965, en lo que se refiere al régimen relativo a “Los Obispos de las distintas diócesis en colaboración para el bien común” (Capítulo III, números 36-43), que contiene previsiones sobre los Sínodos, Concilios, Provincias Eclesiásticas y, en particular, sobre las “conferencias episcopales” (números 37-38).

Siendo como es, pues, un órgano de constitución obligatoria, carácter permanente y dotado de personalidad jurídica propia (canónica y civil), que agrupa los prelados de una nación o territorio determinado, y teniendo atribuidas las competencias que han sido enunciadas, es claro que se trata de un órgano de la Iglesia particular con una existencia concreta, una configuración canónica precisa y unas posibilidades de obrar con consecuencias jurídicas. De ahí que las conferencias episcopales gocen de ciertas competencias normativas que determina el Código de Derecho Canónico en su canon 455.

Con arreglo a dicho precepto:

                “455 § 1.    La Conferencia Episcopal puede dar decretos generales tan sólo en los casos en que así lo prescriba el derecho común o cuando así lo establezca un mandato especial de la Sede Apostólica, otorgado motu proprio o a petición de la misma Conferencia.

                § 2.    Para la validez de los decretos de los que se trata en el § 1, es necesario que se den en reunión plenaria al menos con dos tercios de los votos de los Prelados que pertenecen a la Conferencia con voto deliberativo, y no obtienen fuerza de obligar hasta que, habiendo sido revisados por la Sede Apostólica, sean legítimamente promulgados.

                § 3.    La misma Conferencia Episcopal determina el modo de promulgación y el día a partir del cual entran en vigor los decretos.

                § 4.    En los casos en los que ni el derecho universal ni un mandato peculiar de la Santa Sede haya concedido a la Conferencia Episcopal la potestad a la que se refiere el § 1, permanece íntegra la competencia de cada Obispo diocesano y ni la Conferencia ni su presidente pueden actuar en nombre de todos los Obispos a no ser que todos y cada uno hubieran dado su propio consentimiento”.

Por lo que se refiere específicamente a las competencias normativas de las conferencias episcopales, y en lo que interesa a los efectos de este informe, conviene señalar que el Decreto Christus Dominus en su número 38.4 concedió a las Conferencias Episcopales fuerza de obligar en algunas de sus decisiones. Reza así dicha previsión:

“4) Las decisiones de la conferencia episcopal, legítimamente adoptadas, con una mayoría de dos terceras partes de los votos de los Obispos que pertenecen a la conferencia con voto deliberativo y aprobadas por la Sede Apostólica, obligan jurídicamente tan sólo en los casos en que lo ordenare el derecho común o lo determinare una orden expresa de la Sede Apostólica, manifestada por propia voluntad o a petición de la misma conferencia”.

De acuerdo con ello, las conferencias episcopales podrán dictar “decretos generales” tan sólo en los casos en así lo prescriba el derecho común o cuando así lo establezca un mandato especial de la Sede Apostólica, otorgado por propia voluntad -Motu proprio- o a petición de la misma conferencia episcopal.

Tales “decretos generales” comprenden los decretos generales “legislativos” y los decretos generales “ejecutivos”.

De esta suerte, para que las conferencias episcopales puedan dictar normas de obligado cumplimiento los requisitos exigidos en el Código de Derecho Canónico, a saber:

En primer término, la competencia para dictar “decretos generales” corresponde a la Asamblea Plenaria de la conferencia episcopal, sin que sea dable delegar dicha competencia a ningún órgano inferior o distinto.

En segundo lugar, la mayoría requerida para su aprobación es de dos tercios de los votos de la conferencia episcopal con voto deliberativo. Es decir, tratándose de Decretos Generales se requiere siempre esa mayoría cualificada, frente la mayoría absoluta.

En tercer lugar, los “decretos generales” han de ser revisados por la Sede Apostólica; siendo así que dicha revisión se limita a examinar si la decisión de la conferencia episcopal se es conforme a derecho. En cualquier caso, la decisión se considera derecho particular y, como tal, es responsabilidad de la conferencia episcopal correspondiente.

Por último, los “decretos generales” no obtienen fuerza de obligar hasta que sean legítimamente promulgados (canon 455, parágrafo, CDC). Cada conferencia episcopal determina el modo de promulgación y el día a partir del cual entran en vigor los decretos generales (art. 455, parágrafo 13, CDC).

De todo ello cabe inferir que, más allá de la autonomía institucional propia de la Iglesia particular constituida por la diócesis, el Código de Derecho Canónico reconoce a las conferencias episcopales competencias para actuar normativamente con fuerza de obligar en los supuestos y términos legalmente establecidos.

Por otra parte, la Conferencia Episcopal tiene competencias normativas para dictar “decretos particulares” (esto es, decisiones administrativas para casos particulares, o decisiones que no obligan jurídicamente, sino sólo moralmente). Esas decisiones precisan de una promulgación en la diócesis para que vinculen jurídicamente.

En el caso a que se refiere específicamente el informe, en relación con la prevención, detección, investigación y enjuiciamiento de los hechos que pudieran ser constitutivos de abuso sexual a menores o personas vulnerables en los términos ya precisados, desde la Santa Sede, el Cardenal William Levada en su Carta de 21 de mayo de 2010 dirigida a las Conferencias Episcopales, informa de la promulgación de la revisión del Motu proprio Sacramentorum sanctitatis tutela sobre las normas concernientes a los delicta graviora, incluyendo el abuso sexual de menores por parte de clérigos, y, al propio tiempo, señala que “con el fin de facilitar la adecuada implementación de tales normas y demás cuestiones relacionadas con el abuso de menores, es conveniente que cada Conferencia Episcopal prepare unas líneas guía con el propósito de ayudar a los Obispos de la Conferencia a seguir procedimientos claros y coordinados en el manejo de los casos de abuso. Las líneas guía deberán tener en cuenta las respectivas circunscripciones dentro de la Conferencia Episcopal”.

Añade que “para ayudar a las Conferencias de Obispos, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha preparado una Carta Circular (cf. anejo) con los temas generales que han de tenerse en cuenta para la redacción de las líneas guía o para la revisión que deberá hacerse si alguna Conferencia ya las tiene”; y que “sería beneficiosa la participación de los superiores mayores de los Institutos de vida consagrada presentes en el territorio de la Conferencia Episcopal en la elaboración de tales líneas guía”.

Finalmente, “se pide a cada Conferencia Episcopal que envíe un ejemplar completo de las líneas guía a esta Congregación antes de la conclusión del mes de mayo de 2012”, poniendo el Dicasterio a la disposición de las Conferencias Episcopales “en caso de que haya necesidad de clarificar o asistir en la redacción de dichas líneas guía”. Termina señalando que “en el caso de que la Conferencia Episcopal desee establecer normas vinculantes será necesario pedir la debida recognitio a los Dicasterios competentes de la Curia Romana”.

Desde ese momento, la CEE ha venido adoptando las siguientes medidas:

Aprobación del “Protocolo de actuación según la legislación del Estado” (aprobado por el Servicio Jurídico Civil de la CEE el 22 de junio de 2010). Este Protocolo recoge “una serie de criterios orientadores, teniendo en cuenta la legislación española, concordada, doctrina científica y jurisprudencia recogidas, con la finalidad de ayudar a los Obispos, clérigos, religiosos e Instituciones eclesiásticas, sobre la forma de proceder en los casos que se puedan presentar respeto de clérigos, religiosos o por otras personas que trabajan en la pastoral de la Iglesia Católica y que impliquen agresiones o abusos sexuales a menores, o posesión de pornografía infantil, entre otros supuestos”.

Aprobación del “Protocolo de actuación de la Iglesia en España para tratar los casos de los delitos más graves cometidos contra la moral por parte de clérigo” (modificado a tenor de las nuevas Normas de la Santa Sede y aprobado por la Junta Episcopal de Asuntos Jurídicos en su reunión 267, de 22 de julio de 2010), que recoge los criterios orientadores sobre cómo proceder en los casos de delitos más graves cometidos contra la moral por parte de los clérigos.

Aprobación de la “Instrucción de la Conferencia Episcopal Española sobre abusos sexuales (Especial referencia a los casos de menores, quienes habitualmente tiene un uso imperfecto de razón y aquellos a los que el derecho reconoce igual tutela” (aprobado en la Asamblea Plenaria de la CEE celebrada del 17 al 12 de abril de 2023 y hecha pública el 1 de junio de 2023).

Aprobación de la iniciativa de crear oficinas para la protección de menores y recepción y tratamiento de denuncias por abusos sexuales en el ámbito de las Diócesis y de otras instituciones de la Iglesia en España.

Al amparo de esta iniciativa, se abrieron doscientas dos (202) oficinas, de las cuales sesenta (60) fueron en el ámbito de las Diócesis de la Iglesia en España (ya fueren diocesanas o interdiocesanas); y, por su parte, las órdenes y congregaciones religiosas abrieron 142 oficinas pertenecientes a 121 órdenes y congregaciones religiosas (pues las instituciones de mayor dimensión abrieron oficinas vinculadas a las provincias). En estas oficinas se reciben las denuncias o información sobre posibles casos de abuso sexual; además, las oficinas se encargan también del establecimiento de protocolos de actuación, así como de programar la formación para la protección de menores y adoptar las medidas de prevención de abusos.

Aprobación de la creación y puesta en funcionamiento del Servicio de coordinación y asesoramiento de las oficinas de protección de menores y de recepción de denuncias (aprobado por la Asamblea Plenaria celebrada en noviembre de 2021).

Este Servicio fue creado con la finalidad de servir de apoyo y referencia a las oficinas de protección de menores en el desarrollo de su actividad. El Servicio quedó formado por una psiquiatra que prestaba servicios en la Diócesis de Vic, la responsable de la oficina de la Diócesis de Astorga, el religioso Secretario General de CONFER y un sacerdote juez del Tribunal de la Rota, que asumió la coordinación del Servicio.

Aprobación de un Protocolo Marco para la prevención y actuación en caso de abusos a menores y equiparables legalmente adoptado por la CEE (en noviembre de 2022), entre cuyos objetivos, está el de prevenir el abuso sexual a los menores y adultos vulnerables, a cuyo establece, como nuevas medidas criterios de selección y de formación para quienes trabajen o se relacionen con ellos, así como programas de formación continua para la protección de menores y un código de conducta que recoja las que en ningún caso pueden darse. Además, invita a la creación de espacios seguros para estas personas frente a posibles abusos o agresiones.

En otros ámbitos, la CEE ha aprobado normas y guías orientativos para su aplicación al conjunto de instituciones de la Iglesia, como son los casos siguientes:

El Reglamento de rendición de cuentas para las entidades inscritas en el Registro de Entidades Religiosas de ámbito nacional aprobado por la Asamblea Plenaria de 21-25 de noviembre de 2016, que articula un sistema de rendición de cuentas para las asociaciones y fundaciones de la Iglesia Católica en España.

El Manual de inversiones financieras para la Conferencia Episcopal Española: Este manual o código de conducta se aplica a la Conferencia y se propone a las Diócesis Españolas para su implantación en el ámbito diocesano.

Las Guías orientativas con las principales medidas para prevenir el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo en el Obispado y las parroquias.

Expuesto lo que antecede, se recomienda que la Iglesia en España pondere seriamente la conveniencia de adoptar un “programa de cumplimiento normativo” adecuado y eficaz para prevenir y mitigar específicamente el riesgo de abuso sexual de menores o personas vulnerables mediante normas de obligada observancia.

A estos mismos efectos, se recomienda residenciar en la CEE la adopción de esta iniciativa y su articulación con la participación y consentimiento de las diócesis y demás instituciones de la Iglesia, debiendo no solo aprobar el programa de cumplimiento normativo a través del órgano rector y de gobierno competente (en concreto, la Asamblea Plenaria de la CEE), sino crear un órgano o unidad específica ad hoc dotado de autonomía orgánica y funcional que tenga por finalidad su adecuada implantación, así como su efectivo control y supervisión, al que cabría agregar las competencias propias de un servicio jurídico en el orden puramente civil.

Recomendación 16

1.- Se recomienda, en primer término, continuar por la senda ya iniciada de reforzamiento del marco institucional y normativo para prevenir y contrastar los abusos contra los menores de edad y las personas vulnerables.

2.- En este orden de consideraciones, se recomienda que la adopción de las medidas de prevención en el seno de la Iglesia en España responda a una visión integral de la prevención orientada a la protección integral de menores y personas vulnerables, y obedecer inevitablemente a criterios homogéneos para el conjunto de las diócesis y las demás instituciones de la Iglesia, para lo cual cabe arbitrar medidas eficaces de coordinación y supervisión intraeclesial y alcance supra-diocesano, debiendo aprovechar todas las posibilidades admisibles en derecho para que dicha labor pueda llevarse a cabo bajo la responsabilidad y liderazgo de la CEE, incluido la adopción de normas de obligada observancia para el conjunto de las diócesis e instituciones de la Iglesia en España.

3.- Se recomienda, con carácter específico, que la Iglesia en España pondere seriamente la conveniencia de adoptar un programa de cumplimiento normativo adecuado y eficaz para prevenir y mitigar el riesgo de abuso sexual de menores y personas vulnerables, a través de normas de obligada observancia.

Tal programa de cumplimiento normativo debe concebirse siguiendo las pautas indicadas en las observaciones precedentes, incluyendo no solo la adopción de medidas de prevención, normas o protocolos de carácter general, sino también medidas, normas o protocolos específicos, bien por razón del perfil de sus concretos destinatarios (clérigos, religiosos, diáconos, seminaristas, empleados, etc.), bien por razón de ámbitos específicos de actividad eclesial (catequesis, pastoral, ocio y tiempo libre, docencia, asistencia y cuidado, etc.).

A estos mismos efectos, se recomienda residenciar en la CEE la adopción de esta iniciativa y su articulación con la participación y consentimiento de las Diócesis y demás instituciones de la Iglesia, debiendo no solo aprobar el programa de cumplimiento normativo a través del órgano rector y de gobierno competente (en concreto, la Asamblea Plenaria de la CEE), sino crear un órgano especifico ad hoc dotado de autonomía orgánica y funcional que tenga por finalidad su adecuada implantación, así como su efectivo control y supervisión, al que cabría agregar las competencias propias de un servicio jurídico en el orden puramente civil.

5.3.3 Medidas específicas relacionadas con la formación, la concienciación y la sensibilización en el seno de la Iglesia

a) La formación en el seno de la Iglesia como primera medida de prevención

Observación 21: Una de las medidas más eficaces y prioritarias de prevención en materia de abusos sexuales a menores de edad y personas mayores vulnerables es la formación

Dentro del conjunto de medidas relativas a la prevención en materia de abusos sexuales a menores y personas vulnerables, debe prestarse una especial atención a las medidas específicas de formación en el seno de la Iglesia por tratarse de una de las medidas más eficaces y prioritarias.

Como ya se indicó anteriormente, dentro del conjunto de medidas de prevención adoptadas por las instituciones de la Iglesia auditadas, las relativas a la formación constituyen acaso las que se revelan más insuficientes, o al menos se encuentran en una fase más embrionaria, al menos con carácter general y sin perjuicio de los casos singulares que puedan sobresalir por su grado de avance y consolidación.

Debe señalarse, a estos efectos, que la formación en el seno de la Iglesia sobre la patología de los abusos sexuales a menores y personas vulnerables constituye una exigencia ineludible y una tarea prioritaria y constante por ser una de las medidas más eficaces en orden a la prevención de este tipo de comportamientos.

Esta exigencia de formación debe ser “capilar” en el seno de la Iglesia, debiendo alcanzar a todos los que en ella sirven, aunque modulando su enfoque y orientación, contenidos y pedagogía según los ámbitos y los destinatarios; debe ser una formación “integral” y, por consiguiente, transversal y multidisciplinar; y ha de ser “permanente”, no agotándose en programas específicos o coyunturales.

Como consideración previa, debe insistirse en la importancia que debe otorgarse por las instituciones de la Iglesia a la “formación” como una de las medidas más eficaces y prioritarias de prevención frente al riesgo del abuso sexual de menores o personas vulnerables.

Ello debe tener su lógica e ineluctable consecuencia en la necesidad de adoptar un impulso renovado a este ámbito de acción, para que sea una realidad en todas las diócesis de la Iglesia en España y en todas las instituciones eclesiales cualquiera que sea su consideración institucional.

A estos efectos, y sin perjuicio de la responsabilidad individualizada de todas y cada de las diócesis de la Iglesia en España y en todas las instituciones eclesiales, no cabe dejar de insistir en la importancia de la labor que puede llevarse a cabo desde la CEE para todo el universo de instituciones de la Iglesia en España, y en particular la labor de CONFER y de CEDIS en sus ámbitos respectivos, muy particular para garantizar la cohesión, universalidad y homogeneidad de las medidas que puedan ir adoptándose.

En relación con las pautas y directrices que han de inspirar la concepción, contenidos e impartición de los programas de formación, cabe formular algunas observaciones:

Los contenidos que integren los programas de formación deben adoptar un enfoque integral, transversal y multidisciplinar, sin prescindir de ninguno de las dimensiones y perspectivas exigibles para garantizar una adecuada formación (morales, espirituales, pastorales, sociológicas, jurídicas, médicas, psiquiátricas, psicológicas y asistenciales, entre otras).

Resulta ineludible distinguir entre programas de formación “general” y programas de formación “específicos” o “especializados” en consideración a las singularidades del ámbito o actividad al que va dirigido o a sus destinatarios específicos (así, por ejemplo, clero, catequistas, agentes de pastoral o laicos que desempeñen actividades al servicio de la Iglesia, como profesores de religión, empleados, colaboradores y voluntarios, o centros docentes, sanitarios o asistenciales, o residencias e internados, o lo seminarios, noviciados y casas de formación, entre otros ámbitos y destinatarios). Tampoco cabe olvidar la conveniencia de programas de formación para las familias, en particular en algunos ámbitos concretos (centros docentes, internados y residencias, campamentos y otras actividades, etc.).

Debe ponerse un especial cuidado en el diseño y configuración de los contenidos objeto de los programas de formación y en su adecuada evaluación, revisión y actualización.

Debe adoptarse una necesaria periodicidad en la impartición de los programas de formación y que integre una parte de la formación permanente de las diversas instituciones y realidades de la Iglesia.

Los programas de formación no deben ser concebidos de una vez para siempre, sino que han de ser revisados y actualizados periódicamente.

A su vez, deben arbitrarse sistemas de evaluación externa, tanto para la configuración ex novo de los programas de formación, como para sus posteriores revisiones y actualizaciones periódicas, y, en todo caso, para evaluar los resultados de los programas impartidos en cuanto hace a la calidad de los programas, la efectividad de los mismos y la percepción que de los mismos tengan los destinatarios asistentes. 

Por último, la formación en esta materia ha de ser concebida como una formación “permanente”, nunca coyuntural o contingente, y hacerse “capilar” en todos los ámbitos de la Iglesia, con especial preferencia o prioridad de aquellos en los que, bien por la naturaleza de su actividad o por el trato más directo con menores o personas vulnerables.

A todos los efectos anteriormente indicados, no cabe descuidar la importancia de poner un especial cuidado en la concepción y configuración de las bases que inspiran los programas de formación, así como también en dos cuestiones singularmente relevantes:

De una parte, la evaluación de los programas (y, en particular, la evaluación de sus contenidos, resultados y percepción de los destinatarios).

Y, de otra parte, la revisión y actualización de dichos programas de formación, que habrá de observar una periodicidad adecuada y razonable.

A estos efectos, cabe ponderar la pertinencia de contar con la colaboración de terceras instituciones especializadas; en particular, universidades o centros universitarios, institutos de investigación o centros de formación, ya fueren eclesiásticos o civiles, para la concepción, enfoque, configuración, impartición y evaluación de los programas de formación, para lo cual cabría considerar la utilidad de formalizar convenios de colaboración por parte de la Iglesia con instituciones de reconocida solvencia y prestigio.

Por lo que se refiere a los destinatarios de los programas de formación, deben distinguirse diferentes ámbitos y niveles:

En primer lugar, los Obispos diocesanos en general, incluido los Obispos coadjutores y auxiliares, así como los Superiores, Generales y Provinciales de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y los responsables en general del gobierno de otras instituciones de la Iglesia y autoridades eclesiásticas en general.

Por otro lado, los presbíteros, religiosos, diáconos y fieles laicos al servicio directo de la Iglesia.

Especial relevancia tienen los programas de formación para las personas que, abstracción hecha de su condición eclesiástica (presbíteros, religiosos y diáconos) o civil (fieles laicos), presten servicios en instituciones o centros vinculados a la Iglesia al servicio de actividades pastorales, apostólicas, de dirección espiritual, formativas o de cualquier otra índole relacionada con menores de edad y mayores vulnerables.

También merece una consideración especial la formación de niños, jóvenes y adolescentes y también de los padres y familias.

Respecto a la formación de los seminaristas, novicios y aspirantes en general al presbiterado, a la vida religiosa y al diaconado, nos remitimos por su importancia a las observaciones específicas ya formuladas en un apartado anterior, pues tanto en lo que se refiere al discernimiento vocacional de los aspirantes, como a su formación humana, moral, intelectual y espiritual en el seno de los seminarios (diocesanos y metropolitanos), noviciados (de los institutos religiosos) y otras instituciones u obras de formación, y a la formación permanente de presbíteros, religiosos y diáconos, debe contemplarse esta formación específica.

Se recomienda -debe insistirse- en que los programas de formación para la protección de menores o personas vulnerables no se conciban como una realidad coyuntural o aislada, sino que respondan a programas de formación permanente, que incluyan a los sacerdotes y religiosos, seminaristas o novicios, catequistas y agentes de pastoral y voluntarios que colaboran en las diferentes actividades organizadas por las diócesis o las instituciones eclesiales (catequesis, pastoral vocacional, pastoral misionera, pastoral familiar, catequesis, Cáritas, campamentos, etc.), así como el personal docente y de administración y servicios de los centros docentes diocesanos o religiosos, recibirán formación en materia de protección de menores con el objetivo de que se cumplan los objetivos de realizar una prevención primaria efectiva y se creen espacios seguros en los que los menores y personas equiparables legalmente, puedan formarse, convivir y desarrollarse de forma integral sintiéndose protegidas.

Es conveniente los programas de formación no sean concebidos de una vez y para siempre, sino que han de ser revisados y actualizados periódica mente, de manera que respondan a las necesidades de las diócesis y de las instituciones de la Iglesia y de la sociedad en general.

Por último, importa subrayar que corresponde a los Obispos diocesanos, los Superiores, Generales y Provinciales de los Institutos de Vida Consagrada, las Sociedades de Vida Apostólica y los responsables del gobierno de otras instituciones de la Iglesia la responsabilidad específica derivada de la adopción y cumplimiento de los deberes y exigencias inherentes a los programas de formación sobre los riesgos en materia de abuso sexual a menores y personas vulnerables como forma eficaz y prioritaria de prevención.

Recomendación 17

1.- Se recomienda que las medidas de formación sobre los riesgos de abuso sexual a menores o personas vulnerables constituyan una prioridad en el seno de las instituciones de la Iglesia, siendo ésta una responsabilidad cuya adopción y cumplimiento pesa sobre el Obispo diocesano, el Superior, General o Provinciales de los institutos de vida consagrada y los responsables del gobierno de otras instituciones específicas de la Iglesia.

En este sentido, se recomienda un nuevo impulso renovado del conjunto de las Diócesis y las demás instituciones de la Iglesia que permita contribuir a tomar mayor concienciación sobre la importancia de la formación en sus diversas dimensiones.

2.- Que se recomienda observar un especial cuidado y esmero en la elaboración de las medidas y los programas de formación, debiendo distinguir adecuadamente según sus destinatarios y el tipo de actividad ejercida.

3.- Que los programas de formación deben ser concebidos, orientados y elaborados observando una debida coordinación y supervisión intraeclesial y supra-diocesana, a fin de garantizar una razonable homogeneidad;  de ahí que, en la línea ya apuntada anteriormente, se recomiende que desde la CEE se puedan establecer pautas y directrices específicas en materia de formación, tanto en orden a contribuir a la concienciación apuntada, como en lo que se refiere a los principio que han de informar los programas de formación y los contenidos esenciales, sin que ello agote la capacidad de iniciativa para su adecuado complemento y desarrollo por parte de las Diócesis o las demás instituciones de la Iglesia.

5.- Que los programas de formación no deben ser concebidos, orientados y elaborado de una vez para siempre, sino que deben ser objeto de las debidas revisiones y actualizaciones periódicas.

6.- Que se recomienda también que, tanto la elaboración de los programas de formación, como sus posteriores revisiones o actualizaciones, cuenten con la debida evaluación o asesoramiento externo, a cuyo efecto cabría ponderar la conveniencia de formalizar convenios de colaboración por parte de la Iglesia con universidades o centros universitarios, institutos de investigación o centros de formación, ya fueren eclesiásticos o civiles, para la concepción, enfoque, configuración, impartición y evaluación de los programas de formación. 

7.- Que se recomienda también que los programas de formación no constituyan una iniciativa aislada o sin continuidad, sino que se garantice la continuidad exigible en la formación con carácter general y en ámbitos específicos garantizar una formación permanente. 

b) Medidas específicas de concienciación y sensibilización en el seno de la Iglesia

Observación 22: Medidas de concienciación y sensibilización

Junto a la formación en sentido estricto, de indudable trascendencia, deben también adoptarse paralelamente medidas de concienciación y sensibilización en el seno de la Iglesia.

Tales exigencias de concienciación y sensibilización tienen por destinatarios, no solo a lo más directamente relacionados en el seno de la Iglesia y a quienes en ella sirven, sino a las familias, la sociedad en general y de los poderes públicos.

Recomendación 18

Que labor de formación no debe excluir la de concienciar y sensibilizar sobre la gravedad de los delitos de abuso sexual, no solo en el seno de la Iglesia, sino también a las familias, la sociedad en general y los poderes públicos.

5.3.4 Medidas de reforzamiento integración y profesionalización de las estructuras eclesiales

Observación 23: Como pauta de carácter general, deben adoptarse medidas de reforzamiento, integración y profesionalización de ciertas estructuras organizativas eclesiales

Uno de los aspectos primordiales que derivan de la labor de prospección que ha supuesto este informe es la necesidad proceder al “reforzamiento”, “integración” y “profesionalización” de ciertas estructuras organizativas de la Iglesia, con carácter general y especialmente en el ámbito de las “diócesis”, sin perjuicio de lo que luego se dirá con respecto a las oficinas y/o servicios diocesanos de protección de menores y de recepción de denuncias.

Reforzamiento, integración y profesionalización:

“Reforzamiento”, en el sentido de potenciar ciertos órganos específicos relacionados con la investigación de los hechos denunciados, como ciertas vicarías o delegaciones episcopales y en particular las vicarías judiciales y la previsión de órganos homólogos en el ámbito de otras instituciones de la Iglesia.

“Integración”, en el sentido configurar un órgano supra-diocesano insertado orgánicamente en el seno de la CEE con funciones de coordinación y supervisión de las medidas adoptadas.

“Profesionalización”, en el sentido de proveer ciertos servicios con profesionales de reconocido prestigio en sus respectivos ámbitos, que, a su vez, sientan como vocación específica la de servicio a la Iglesia.

Desde la perspectiva expuesta, se recomienda potenciar la posición de imprescindible liderazgo integrador de la CEE como órgano de impulso, dirección y coordinación intraeclesial en materia de actuaciones relacionadas con la protección de los menores y los mayores vulnerables en materia de abusos sexuales.

Por lo que se refiere a la posición de la CEE como órgano de impulso, dirección y coordinación intraeclesial, cabe distinguir dos dimensiones, a saber:

Sobre la dirección y coordinación orgánica, mediante la creación de un órgano específico con carácter permanente en el seno de la CEE, concebido en los siguientes términos:

-Órgano de coordinación y colaboración intraeclesial con poderes de recomendación y persuasión, no ejecutivos.

Órgano colegiado y de composición multidisciplinar o transversal (juristas, médicos, psicólogos, canonistas, sacerdotes, periodistas y especialistas en comunicación institucional y gestión de crisis, etc.).

Órgano presidido o dirigido por un fiel laico o, en su caso, cuya actuación tenga lugar bajo la dirección ejecutiva de un fiel laico.

Órgano incardinado bajo la dependencia orgánica directa del Secretario General de la CEE.

Sobre la coordinación funcional, mediante la adopción de actuaciones concertadas y de naturaleza supra-diocesana:

– Coordinación de oficinas y servicios de la Iglesia. En general, la coordinación de la acción de la Iglesia en España en esta materia (y, por tanto, con las Diócesis, los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y las demás instituciones de la Iglesia), y en particular de las oficinas y servicios diocesanos de protección de menores y recepción de denuncias.

– Coordinación y supervisión de programas de prevención y procedimientos de actuación: Estudio, preparación y elaboración de protocolos marco para su posterior adopción por las Diócesis u otras instituciones de la Iglesia.

– La coordinación y supervisión de medidas de prevención y procedimientos de actuación desde una perspectiva intraeclesial y supra-diocesana.

– Coordinación y supervisión de programas de formación, concienciación y sensibilización

La organización de cursos de formación.

Difundir los programas de formación de interés que puedan ser impartidos por otras instituciones.

Asesoramiento jurídico de carácter consultivo o contencioso

Prestar asesoramiento jurídico -civil y canónico- a las Diócesis e instituciones de la Iglesia.

Despacho de consultas

Iniciativas

– El impulso de iniciativas conjuntas para el conjunto de la Iglesia en España.

Relaciones institucionales

Relaciones con las Iglesias particulares encarnadas por las Diócesis, las Órdenes y Congregaciones Religiosas y demás instituciones de la Iglesia.

Relaciones con las autoridades civiles, administrativas y judiciales.

Relación con el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica.

Relación con la Santa Sede y la Curia Roma.

Relación con órganos análogos de otras conferencias episcopales.

Divulgación y actividades públicas

– La organización de encuentros nacionales, así como de congresos, encuentros, tribunas de debate o seminarios sobre la materia.

Ediciones y publicaciones

La preparación y edición de publicaciones.

– Otras posibles funciones:

Órgano de canalización de información mutua.

Comunicación a terceros.

Una cuestión no menor es la relativa al reforzamiento de las relaciones entre las Diócesis y los Institutos de Vida Consagrada y otras instituciones eclesiales, en particular las Órdenes y Congregaciones Religiosas con autonomía de gobierno y jurisdicción propia en relación con posibles casos de abusos habidos en comunidades u obras apostólicas radicadas en el ámbito de la Archidiócesis o Diócesis, y ello desde la siguiente doble perspectiva, a saber:

– La puesta en conocimiento por parte de Diócesis a las Ordenes y Congregaciones Religiosas de posibles casos de abusos sexuales en que pudieran serse implicados religiosos.

– El seguimiento por parte de las Diócesis de las resultas de las investigaciones realizadas, y el consiguiente deber de información de las Ordenes y Congregaciones Religiosas hacia el Arzobispo u Obispo titular de las Archidiócesis o Diócesis correspondiente.

Recomendación 19

1.- Se recomienda adoptar medidas orientadas al reforzamiento y la potenciación de la responsabilidad de la CEE como órgano de coordinación y colaboración intraeclesial en materia de actuaciones relacionadas con la protección de los menores y los mayores vulnerables en materia de abusos sexuales, afianzando así una posición de cierto liderazgo integrador de la CEE que garantice la unidad de acción y la coordinación de las actuaciones.

2.- En este orden de consideraciones, se propone arbitrar una suerte de medidas de coordinación de índole orgánica, a cuyo efecto podría ponderarse la conveniencia de crear un órgano específico permanente residenciado en el seno de la CEE encargado de velar por una unidad de acción y articular una coordinación supra-diocesana y con las demás instituciones de la Iglesia.

3.- Tal órgano podría configurarse con arreglo a las siguientes pautas orientativas:

Sobre la dirección y coordinación orgánica, mediante la creación de un órgano específico con carácter permanente en el seno de la CEE, concebido en los siguientes términos:

-Órgano de coordinación y colaboración intraeclesial con poderes de recomendación y persuasión, no ejecutivos.

Órgano colegiado y de composición multidisciplinar o transversal (juristas, médicos, psicólogos, canonistas, sacerdotes, periodistas y especialistas en comunicación institucional y gestión de crisis, etc.).

Órgano presidido o dirigido por un fiel laico o, en su caso, cuya actuación tenga lugar bajo la dirección ejecutiva de un fiel laico.

Órgano incardinado bajo la dependencia orgánica directa del Secretario General de la CEE.

Sobre la coordinación funcional, mediante la adopción de actuaciones concertadas y de naturaleza supra-diocesana:

– Coordinación de oficinas y servicios de la Iglesia. En general, la coordinación de la acción de la Iglesia en España en esta materia (y, por tanto, con las Diócesis, los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y las demás instituciones de la Iglesia), y en particular de las oficinas y servicios diocesanos de protección de menores y recepción de denuncias.

– Coordinación y supervisión de programas de prevención y procedimientos de actuación: Estudio, preparación y elaboración de protocolos marco para su posterior adopción por las Diócesis u otras instituciones de la Iglesia.

– La coordinación y supervisión de medidas de prevención y procedimientos de actuación desde una perspectiva intraeclesial y supra-diocesana.

– Coordinación y supervisión de programas de formación, concienciación y sensibilización

La organización de cursos de formación.

Difundir los programas de formación de interés que puedan ser impartidos por otras instituciones.

Asesoramiento jurídico de carácter consultivo o contencioso

Prestar asesoramiento jurídico -civil y canónico- a las Diócesis e instituciones de la Iglesia.

Despacho de consultas

Iniciativas

– El impulso de iniciativas conjuntas para el conjunto de la Iglesia en España.

Relaciones institucionales

Relaciones con las Iglesias particulares encarnadas por las Diócesis, las Órdenes y Congregaciones Religiosas y demás instituciones de la Iglesia.

Relaciones con las autoridades civiles, administrativas y judiciales.

Relación con el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica.

Relación con la Santa Sede y la Curia Roma.

Relación con órganos análogos de otras conferencias episcopales.

Divulgación y actividades públicas

– La organización de encuentros nacionales, así como de congresos, encuentros, tribunas de debate o seminarios sobre la materia.

Ediciones y publicaciones

La preparación y edición de publicaciones.

– Otras posibles funciones:

Órgano de canalización de información mutua.

Comunicación a terceros.

4.- Se recomienda, con carácter general, el reforzamiento de las estructuras y medios de las diversas realidades de la Iglesia, especialmente las Diócesis, en lo que se refiere a los casos de abusos sexuales y las incidencias a que den lugar.

De este modo, y sin perjuicio de las recomendaciones que se formulen en relación con las Oficinas Diocesanas de Protección de Menores, se considera adecuado reforzar y profesionalizar ciertas estructuras eclesiales, mediante la creación de órganos asesores especializados y sistemas de auditoría y control interno.

En particular, se recomienda el reforzamiento de las vicarías judiciales de las Diócesis y la previsión de órganos homólogos en los institutos religiosos y demás instituciones de la Iglesia.

5.- Se recomienda también arbitrar fórmulas de colaboración, coordinación e información mutua entre las Diócesis de la Iglesia en España y los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica con jurisdicción propia en relación con los posibles casos de abusos habidos en sus comunidades u obras apostólicas radicadas en el ámbito de la Diócesis, y ello, principalmente, a los siguientes efectos:

La puesta en conocimiento por parte de las Diócesis a las mencionadas instituciones de posibles casos de abusos sexuales en que pudieran serse implicados religiosos o miembros en general de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica.

El seguimiento por parte de las Diócesis de las resultas de las investigaciones realizadas, y el consiguiente deber de información de las Ordenes y Congregaciones Religiosas hacia el Obispo titular de la diócesis correspondiente.

5.3.5 Las oficinas o servicios de protección de menores y recepción de denuncias creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las diócesis y de las diversas instituciones de la Iglesia.

a) Consideración general previa

Observación 24: Necesidad de reforzamiento y potenciación de las oficinas o servicios de protección de menores (cualquiera que sea su carácter, configuración y denominación) creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las Diócesis, Institutos de Vida Consagrada, Sociedades de Vida Apostólica y demás instituciones de la Iglesia

Lo primero que debe observarse es que la creación y puesta en funcionamiento de las oficinas de protección de menores, prevención de abusos y recepción de denuncias ha constituido una iniciativa de indudable trascendencia para la Iglesia en España y también para la sociedad, y es por ello que merece un juicio sin duda favorable.

Una vez ya creadas y puestas en funcionamiento durante el año 2020, y pudiendo haber examinado de manera individualizada su caracterización institucional, composición, competencias y régimen de funcionamiento en las diócesis e instituciones que cuentan con dichas oficinas o servicios análogos, así como valorado la experiencia de su rodaje institucional y operativo durante este tiempo, cabe formular algunas observaciones y sugerir algunas recomendaciones.

b) El carácter diocesano de las oficinas

Observación 25: Necesidad de reforzamiento y potenciación de las oficinas o servicios de protección de menores (cualquiera que sea su carácter, configuración y denominación) creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las Diócesis.

A partir de la información resultante de este informe, se ha podido constatar que, si bien las oficinas o creadas en el seno de las “diócesis” han sido con carácter general de ámbito diocesano (también en el seno de las provincias eclesiásticas), no es menos cierto que también se han creado oficinas “interdiocesanas” o “de ámbito metropolitano” concebidas en tales casos como oficinas o servicios comunes supra-diocesanos habilitados en la sede metropolitana de la provincia eclesiástica para servir a la propia archidiócesis y a las diócesis sufragáneas.

Así, las diócesis de las Provincias Eclesiásticas de Pamplona y Tudela, Santiago de Compostela, Valladolid y Zaragoza optaron por una oficina metropolitana para todas las diócesis circunscritas (Provincia y sufragáneas). Sin embargo, las diócesis de las Provincias Eclesiásticas de Burgos, Granada, Madrid, Mérida-Badajoz, Oviedo, Toledo y Valencia, acordaron organizarse por oficinas diocesanas propias.

Por su parte, la diócesis de la Provincia Eclesiástica de Sevilla constituyó una oficina metropolitana para la propia archidiócesis, a la que se agregaron inicialmente las oficinas constituidas por las diócesis sufragáneas de Cádiz y Ceuta y Huelva, aunque posteriormente Huelva constituye su oficina diocesana propia. Las diócesis sufragáneas de Asidonia-Jerez, Canarias, Córdoba y Tenerife optaron de inicio por constituir oficinas diocesanas propias.

En cuanto a las diócesis de las Provincias Eclesiásticas de Barcelona y Tarragona, se constituyeron oficinas diocesanas propias en la archidiócesis de Tarragona, y las sufragáneas de Solsona y Vic.

El resto de las diócesis de Cataluña inicialmente esperaron y seguidamente fueron constituyendo oficinas diocesanas propias.

Por último, el Arzobispado Castrense de España constituyó una oficina arzobispal.

Pues bien, , las oficinas o servicios de protección de menores en el ámbito de las diócesis deben tener carácter predominantemente diocesano, por ser éste su ámbito natural y más propio por razones de proximidad e inmediación a los efectos de un ejercicio más adecuado a las funciones que tiene encomendadas; lo cual, no impide que en las provincias eclesiásticas, la sede metropolitana pueda disponer de ciertos servicios “comunes” para garantizar una adecuada coordinación entre la sede metropolitana y las diócesis sufragáneas y prestar la debida asistencia a las diócesis más pequeñas o con menos recursos y capacidad organizativa.

c) La previsión de órganos análogos en otras instituciones específicas de la Iglesia o, en su caso, en las organizaciones asociativas

Observación 26: Creación de oficinas o servicios análogos en otras instituciones de la Iglesia

Por otro lado, y al margen de las oficinas o servicios diocesanos, es también importante la previsión de órganos análogos a las oficinas o servicios diocesanos, cualquiera que sea su denominación, en cada una de las demarcaciones o circunscripciones constituidas por los Institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica de derecho pontificio con actividad en las diócesis españolas.

Idéntica observación cabe formular respecto a las demás instituciones de la Iglesia, que debieran hacer lo propio en proporción a las dimensiones de la institución, así como de sus capacidades y recursos; o, en su caso, si se trata de instituciones asociadas en conferencias u órganos análogos, pueda ser ésta quien asuma dichas tareas al servicio y en beneficio de las instituciones asociadas, repartiendo así unos costes que, de asumirse individualmente, serían más elevados.

Ha podido constarse, en los términos ya expuestos en el Título IV, que las diócesis cuentan con oficinas o servicios, ya fueren de ámbito diocesano o metropolitano; al igual que los institutos de vida consagrada y otras instituciones de la Iglesia que cuentan, al menos las de mayor significación o dimensiones o con mayor número de comunidades o de obras pastorales o apostólicas, con oficinas o servicios propios.

No obstante, se percibe una mayor insuficiencia o debilidad en la franja de institutos de vida consagrada con menor significación o dimensiones, bien por el número de miembros o de comunidades, bien por la ausencia de obras apostólicas, así como también en el caso de los institutos seculares, que, salvo contadas excepciones, acusan igualmente esa debilidad o insuficiencia.

En tales casos, y como ya se decía, puede ser CONFER o CEDIS quienes desde su organización puedan y deban aportar como contribución esos servicios de ayuda o asistencia a las instituciones con menos presencia o significación institucional.

d) Configuración, composición, competencias y régimen de funcionamiento de las oficinas

Observación 27: La configuración, composición, competencias y régimen de funcionamiento de las oficinas

Otra cuestión no exenta de importancia es la relativa a la configuración orgánica y funcional de las oficinas de protección de menores creadas y puestas en funcionamiento en el seno de las Diócesis, Institutos de Vida Consagrada, Sociedades de Vida Apostólica y demás instituciones de la Iglesia; en concreto, los aspectos relativos a la composición, competencias y régimen de funcionamiento de las mencionadas oficinas.

En relación con este extremo, es importante subrayar la importancia de fijar y establecer unos estándares mínimos y esenciales comunes en cuanto a la configuración, composición, competencias y régimen de funcionamiento de las oficinas, conforme a las pautas que se indican seguidamente.

Profesionalidad, espíritu y eclesialidad de los miembros integrantes de las oficinas

En primer término, las oficinas o servicios de protección de menores y personas vulnerables deben obedecer en su concepción a un criterio inexcusable de rigurosa “profesionalidad”, más allá del dato o la circunstancia de si los miembros que la integran o profesionales que en ellas sirven, están remunerados en virtud de un contrato de servicios profesionales o dicho servicio lo prestan en régimen de voluntariado o pro bono; de tal suerte que los miembros que conformen dichos órganos obedezcan a un perfil eminentemente profesional,  cada uno de ellos  en el ramo de especialización que le sea propio, y sean seleccionados y propuestos para ser nombrados en consideración a ese perfil.

Tal criterio de rigurosa “profesionalidad” debe conjugarse con una necesaria identificación de los profesionales con la vida y la misión de la Iglesia, participando de una “identidad y espíritu cristianos” y de una “eclesialidad” entendida en el sentido de pertenencia a la Iglesia y de pertenencia en comunión con la Iglesia.

Dicho de otro modo, la “profesionalidad” de los miembros de las oficinas debe reputarse una exigencia en sí misma considerada, pero dicha exigencia no puede ni debe ir en detrimento o en perjuicio de la afinidad en cuanto a la identidad y espíritu cristianos y a la eclesialidad de los candidatos a formar parte de tales oficinas o servicios.

En este sentido, no cabe dejar de llamar la atención sobre el acervo de oportunidades que para la Iglesia puede suponer la existencia de una proporción significativa de profesionales en la sociedad, bien retirados en sus ocupaciones profesionales por razones de edad, bien acogidos a planes privados de prejubilación, o que sencillamente desempeñan su quehacer profesional en régimen de dedicación parcial, y que, encontrándose sin embargo en momentos de apogeo vital e intelectual, podrían estar en disposición de prestar sus servicios a la Iglesia colaborando, entre otras tareas, en la organización y funcionamiento de las oficinas de protección de menores y personas vulnerables. Muchas de ellas con gran vocación de servicio a la sociedad y a la Iglesia. Es el caso de juristas notables (magistrados y fiscales, notarios, abogados del Estado o profesores de universidad); miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (miembros del cuerpo nacional de policía o de la guardia civil) o de las Comunidades Autónomas con cuerpo de policía propio; médicos (generalistas o especialistas); incluso militares retirados (bien de arma, o bien de cuerpos comunes).

Los trabajos de este informe han puesto muy claramente de manifiesto las necesidades y perfiles profesionales propios para las oficinas, siendo los señalados muy adecuados a los fines propuestos, como lo demuestra de hecho su utilización en algunas diócesis e instituciones eclesiales.

En cualquier caso, no cabe renunciar a las exigencias de “profesionalidad” en la configuración, organización y funcionamiento de las oficinas, cualquiera que sea el régimen de dedicación o el estatus profesional de procedencia.

El carácter eminentemente transversal y multidisciplinar del equipo de profesionales

Por otro lado, las oficinas o servicios deben observar en su composición un carácter eminentemente transversal y multidisciplinar, que se proyecta, a su vez, sobre el perfil del equipo de profesionales que integran o están al servicio de las oficinas, y que ha de participar de ese carácter transversal y multidisciplinar; de tal suerte que puedan y deban encontrarse representadas las diversas dimensiones o facetas asistenciales de la oficina o servicio correspondiente, a saber:

La dimensión asistencial que requiere el proceso de escucha, acogida y acompañamiento de las personas que dicen haber sido víctimas de abusos y a sus familiares, antes incluso del inicio de cualquier investigación o procedimiento.

La dimensión jurídica o legal que requiere también la asistencia a las víctimas y a sus familiares en todo lo que supone asesoramiento y asistencia jurídica, como también orientación legal precisa de cómo proceder y de los derechos y acciones que les asisten. Tal dimensión jurídica o legal requiere ser atendida, tanto desde un punto de vista canónico o jurídico canónico, como desde una perspectiva civil o jurídico civil, prestando el debido asesoramiento y orientación legal sobre cómo proceder ante las circunstancias concurrentes en cada caso.

La dimensión médica, psiquiátrica y, muy en particular, psicológica, que requiere, a su vez, de un servicio especializado de atención y asistencia clínica, educativa, y con la debida experiencia en el tratamiento de traumas.

Y, en fin, la dimensión espiritual y pastoral, que resulta de indudable trascendencia en orden a un acompañamiento con sacerdotes o religiosos bien formados y capacitados para afrontar esas tareas.

Desde esta perspectiva, es importante que en la composición de la oficina o servicio de protección de menores haya una representación de esas diversas dimensiones o áreas implicadas. En particular:

Profesionales del Derecho, que deben incluir en buena lógica un jurista (civil) con formación teórico-práctica y experiencia profesional generalista y/o especialización en determinadas materias (entre ellas, derecho penal, derecho privado de familia y derecho procesal). Puede ser un abogado u otro tipo de jurista (juez, magistrado o fiscal, cuerpos especiales de la Administración, que no estén en servicio activo). También debe incluir un jurista (canonista) con formación teórico-práctica y experiencia profesional, por ejemplo, vicario judicial, juez eclesiástico, defensor del vínculo, etc.

Profesionales de la psicología muy en particular con experiencia clínica, educativa y asistencial.

Sacerdotes o religiosos con un perfil muy orientado a la asistencia espiritual y pastoral y también la dirección y asistencia espiritual.

Otros profesionales expertos que puedan prestar asesoramiento en materias como la asistencia y la educación social, la antropología, entre otros.

Particular consideración merece la importancia de contar en las oficinas con el asesoramiento y la asistencia de profesionales de la comunicación, orientados a las siguientes tareas: a´) Proponer y ejecutar la política de comunicación de la Oficina; b´) Actuar como portavoz de la oficina ante la sociedad y la opinión pública en general y muy en particular ante los medios de comunicación; c´) Preparar, redactar y gestionar los comunicados públicos y notas de prensa; d´) Mantener las consiguientes relaciones con los medios informativos y de comunicación social, convencionales o digitales, generalistas o especializados.

Puede tratarse de un profesional seleccionado al efecto (no necesariamente en régimen de dedicación exclusiva) o podría también asumirse dicha tares por el profesional que, bien al servicio de la Diócesis, bien al servicio de la institución específica de la Iglesia de que se trate, asuma una posición análoga, como puede ser la dirección de comunicación o de la oficina de prensa o la portavocía, o la delegación diocesana de relación con la prensa o los medios de comunicación social.

Tales órganos de comunicación deben actuar profesionalmente y debidamente coordinados con el órgano de comunicación de la CEE.

De igual modo, es pertinente que la Oficina cuente con una “secretaría técnica”, o que alguno de los miembros asuma una tarea específica de llevanza de un buen orden documental.

Se trata, en definitiva, de estar en disposición de ofrecer una orientación y asistencia integral a la víctima y a sus familiares, y de prestar, a su vez, a la diócesis o a la institución eclesial de que se trate un servicio integral.

En su adecuada selección -insistimos- deben observarse -y armonizarse adecuadamente- un criterio de “profesionalidad” y también un criterio específico de “afinidad” y “servicio a la Iglesia”, en particular a la Iglesia diocesana, que, bien ponderados en la persona, constituyen ambos los factores esenciales. 

La colaboración funcional de otras instituciones

Puede ocurrir, como se ha advertido en numerosas diócesis y en algunos institutos religiosos auditados, que la propia diócesis o la institución religiosa en particular cuentan ya con ciertas estructuras u órganos diocesanos o internos especializados y con funciones asistenciales, que, si bien no suplen la existencia de la oficina o servicio de protección de menores, si pueden colaborar funcionalmente con ella prestando ese servicio asistencial especializado, evitando así duplicidades innecesarias en el seno de las propias Diócesis o instituciones religiosas.

Es el caso, por ejemplo, de los denominados “Centros de Orientación Familiar” (COFs), instituciones beneméritas de ámbito diocesano de una singular relevancia que han proliferado y se han extendido por numerosísimas diócesis y que prestan un servicio inestimable en el ámbito de la pastoral familiar y sobre la vida, siendo así que muchos de ellos cuentan con servicios profesionales de asistencia y orientación, también psicológica y pastoral, que, puestos al servicio de las oficinas o servicios de protección de menores, pueden contribuir eficazmente al desempeño de ciertas tareas, siempre que haya una adecuada y eficaz coordinación.

Ha podido comprobarse con ocasión de los trabajos de indagación de este informe que, en algunos casos, los Centros de Orientación Familiar (COFs) como tales, o a veces los equipos de profesionales que dichos Centros tienen adscritos, se ponen al servicio también de las Oficinas Diocesanas, lo que constituye sin duda, un acierto.

Es el caso verificado, por ejemplo, de las Diócesis de Córdoba y Jaén, entre otras, como la Diócesis de Lugo que está ponderando esta posibilidad de servirse del COF para el ofrecimiento de servicios asistenciales; y es también el caso de instituciones análogas, como el “Centro de Atención Integral a la Familia” (CAIF) de la Diócesis de Cartagena-Murcia, puesto al servicio de la asistencia de las víctimas de abuso en coordinación con la oficina diocesana.

Y es el caso también de ciertos órganos técnicos especializados creados en el seno de ciertos institutos religiosos o de otras instituciones de la Iglesia.

Cabe también, como de hecho hacen algunas Diócesis, que ciertos profesionales de esas instituciones diocesanas de carácter especializado y asistencial, se puedan incorporar como vocales o miembros integrantes de las oficinas o servicios diocesanos o análogos.

La condición del director o responsable de la oficina de protección de menores

Particular consideración merece también la figura del “director” o “responsable” de la oficina o servicio de protección de menores.

Se ha observado que, en su inmensa mayoría, las oficinas o servicios de protección de menores cuentan con directores o responsables que ostentan la condición de sacerdotes diocesanos o, en su caso, religiosos.

Es habitual, como resulta de la información y datos resultantes de este informe, que los directores o responsables de las oficinas o servicios diocesanos sean sacerdotes con una especial responsabilidad en el gobierno de la Diócesis y que gozan de la confianza de los Obispos diocesanos, como son los “vicarios generales”, o en su caso también los “vicarios judiciales” o “jueces eclesiásticos” de las diócesis respectivas.

Ello constituye, sin lugar a dudas, una opción legítima, pero, , no resulta una opción deseable, ni se considera la opción más apropiada, no solo por razones de estricta y rigurosa profesionalidad (pues si bien cabe, en hipótesis, que dicha condición pueda ser sobradamente cumplida por un sacerdote o por un religioso, no necesariamente ha de ser así por principio ni presumirse sin más dichas aptitudes), sino también porque hay ocupaciones u oficios en el seno de la Iglesia que por principio deberían ser atendidos preferentemente por fieles laicos (y este es uno de ellos); pero muy especialmente también en este caso por razones de oportunidad y de conveniencia, pues las personas que se acercan a las oficinas o servicios de protección de menores, bien en calidad de presuntas víctimas de abusos, bien en su calidad de familiares o acompañantes, deben encontrar un entorno y contexto menos eclesial en cuanto a su apariencia formal y signos externos, a fin de que la acogida, al menos en determinados casos, y la posterior atención, escucha y asistencia pueda ser más efectiva.

Es por ello que, , la figura del director o responsable de la oficina o servicio de protección de menores debe recaer en la persona de un fiel laico que reúna los requisitos y aptitudes anteriormente señaladas.

Ello no obsta para que el director o responsable de la oficina o servicio dependa orgánicamente del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga, bien directamente, bien indirectamente a través de la autoridad diocesana que resulte designada al efecto (ya fuere un obispo auxiliar en caso de existir o el vicario general), aunque lo deseable es siempre una proximidad y una cercanía con el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga con el funcionamiento de la oficina por ser una responsabilidad específica y muy directa suya.

Las funciones generales y competencias específicas de la oficina de protección de menores

En cuanto a las funciones generales y competencias específicas asignadas a las oficinas o servicios de protección de menores, cabe señalar que la función primordial y fundamental de las oficinas es asistir y auxiliar al Obispo diocesano en todo lo relacionado con la prevención y las denuncias de abusos, el seguimiento de las eventuales investigaciones, procesos y la escucha, acompañamiento y asistencia a las víctimas.

Por lo que se refiere a sus competencias específicas más propias, cabría destacar, al menos, la siguientes:

– El asesoramiento y asistencia al Obispo diocesano o autoridad eclesial análogo en todo lo que concierne a la materia de abusos.

– La recepción de las denuncias o la puesta en conocimiento de la noticia del delito.

– La recogida de la información y los datos necesarios para la identificación del denunciado y de la posible víctima o víctimas, así como cualquier ulterior dato relacionado con  los hechos invocados y con las personas afectadas.

– La orientación al denunciante y, en su caso, a la presunta víctima o víctimas sobre el procedimiento a seguir, tanto en vía canónica como en vía civil.

– La remisión del acta de la denuncia o de la noticia del delito al Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga y de las actuaciones practicadas para que provea lo que resulte pertinente.

– La propuesta al Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga de comunicar la denuncia o noticia del delito en su caso a las autoridades civiles del Estado.

– La escucha, acompañamiento y asistencia integral a las presuntas víctimas de abuso sexuales.

– La programación de la formación de sacerdotes, catequistas y otras personas que trabajen habitualmente con menores para prevenir posibles riesgos de los abusos a menores.

– El asesoramiento a los Rectores de los seminarios o directores o responsables de noviciados y casas de formación en el seguimiento de los procesos de maduración afectiva de los candidatos al sacerdocio.

– La verificación de la eventual reparación de los daños y del mal causado por consecuencia de los abusos constatados.

– La vigilancia para que las instituciones eclesiales que dependan de la autoridad del obispo y trabajen con menores se atengan a lo establecido en los diversos protocolos de prevención y de actuación.

– La custodia de la documentación aportada y obrante en la oficina y el registro de entrada.

– La información y rendición de cuentas de la actividad desarrollada al Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga.

En cuanto a las competencias relativas a las denuncias o noticias de delito, importa destacar que las oficinas asumen la recepción de las mismas o la toma de razón de la noticia, pero las oficinas no son las encargadas de su tramitación, ni de la investigación previa, que es competencia de los órganos jurídicos diocesanos o religiosos establecidos al efecto.

La responsabilidad específica del Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga en cuanto al buen fin de las oficinas de protección de menores

Por otra parte, no cabe dejar de señalar que el buen fin de las oficinas y servicios diocesanos y análogas dependen en muy buena medida de la tutela específica que brinde a su misión el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga y del buen hacer del director y de los demás miembros que la integren. 

De ahí que deba apelarse a la especial responsabilidad que pesa sobre los Obispos y sobre las autoridades de gobierno de las diversas instituciones de la Iglesia en cuanto al impulso, apoyo, respaldo, seguimiento y supervisión del quehacer de las oficinas de protección de menores.

La sostenibilidad material de las oficinas de protección de menores

Otro aspecto que, sin ser determinante, no deja de ser relevante a los efectos de las consolidación y buen fin de las oficinas servicios de protección de menores, es la adopción de medidas orientadas a garantizar el sostenimiento material de las mismas por parte de las diócesis o de las instituciones religiosas de que se trate en particular.

No cabe desconocer la extensión y alcance de las numerosísimas tareas y actividades propias que forman parte de la misión de la Iglesia, y que, bien a través de su estructura diocesana, bien a través de la pléyade de instituciones que conforman el universo de la Iglesia, se desarrollan en favor del pueblo de Dios, y que cuyo sostenimiento material ha de ser financiadas, con las dificultades que ello entraña.

Es importante tomar conciencia de que el buen fin, tanto de la prevención del risgo de abusos, como de la asistencia a las víctimas, tiene también esa necesaria dimensión de sostenimiento material.

En particular, las oficinas o servicios de protección de menores habrán de ser financiadas de forma que sean sostenibles en el tiempo, y han de serlo además en los términos exigibles para ser capaces de cumplir con la importante misión que tienen encomendada. En esto lógicamente cabe pensar que puedan darse eventuales desigualdades en función de la economía de cada diócesis o institución de la Iglesia en particular.

De ahí que, sin perjuicio de los recursos propios de los que cada institución pueda razonablemente destinar a estos fines y la capacidad de iniciativa recurriendo a formas de mecenazgo o patrocinio estables, como es notorio hay algún caso, cabría ponderar la conveniencia de poder asignar recursos derivados de los fondos interdiocesanos de la CEE para contribuir a paliar esas eventuales desigualdades y que todas las Diócesis e instituciones de la Iglesia con una cierta dimensión y potenciales contingencias a este respecto, puedan disponer de los recursos adecuados para dar respuesta a las necesidades asistenciales y de prevención de tales contingencias.

Entre las diversas cuestiones que afectan al sostenimiento de las oficinas o servicios de protección de menores está muy especialmente la deseable existencia de una sede material y operativa propia cuya ubicación física es aconsejable que deba situarse al margen de la sede eclesial (ya sea la sede episcopal o diocesana o de la institución eclesial de que se trate en cada caso).

Por último, es de una indudable trascendencia que las oficinas creadas en el seno de las diócesis y de las instituciones específicas de la Iglesia actúen en intensa coordinación con los órganos competentes constituidos en el seno de la CEE, de manera que contribuyan a su mejor funcionamiento mediante su colaboración activa e integrada, sigan sus pautas y directrices y participen en cuantas iniciativas y actividades se ejerzan o promuevan desde la CEE, incluido los encuentros anuales periódicos y las comisiones o grupos de trabajo especializados que puedan constituirse en su seno para el desarrollo de tareas específicas.

La conveniencia de ordenación de las oficinas

Finalmente, y al hilo de las observaciones precedentes, cabría ponderar la conveniencia de que la CEE estableciera unas pautas o directrices orientadas a establecer unos estándares mínimos y esenciales comunes en cuanto a la configuración, composición, competencias y régimen de funcionamiento de las oficinas, y que cada Diócesis o institución específica de la Iglesia apruebe un reglamento interno de ordenación de su propia oficina en lo que concierne a su organización y funcionamiento.

Recomendación 20

1.- Sin perjuicio de la valoración favorable que merece la experiencia de impulso, creación y puesta en funcionamiento de las oficinas o servicios diocesanas de protección de menores y recepción de denuncias, se recomienda, con carácter general, no escatimar esfuerzos en orden al reforzamiento y consolidación de tales oficinas o servicios que se han revelado como un instrumento muy adecuado -y hasta fundamental- en orden a dar respuesta a los retos y desafíos derivados del tratamiento de los casos de abusos sexuales de los que se ha tenido noticia.

2.- Desde la perspectiva del ámbito (diocesano o metropolitano) de tales oficinas o servicios de protección de menores y de recepción de denuncias, se recomienda que dichas oficinas tengan un ámbito predominantemente diocesano, y que, por consiguiente, cada Diócesis disponga de su propia oficina o servicio, sin perjuicio de las funciones de apoyo, asistencia y coordinación que puedan brindar las oficinas o servicios habilitados en las sedes metropolitanas de las provincias eclesiásticas.

Se recomienda, por ello, proceder a la efectiva creación de las oficinas o servicios en aquellas Diócesis en las que, aun beneficiándose del servicio común instaurado en la sede metropolitana de la provincia eclesiástica, pudiera, sin embargo, no resultar satisfactorio o ser suficiente el servicio prestado a los efectos de atender en los términos exigibles la protección de las víctimas y la recepción y tratamiento de las denuncias presentadas o hechos conocidos por otras vías.

Se recomienda también que las oficinas o servicios diocesanos ejerzan su actividad bajo la coordinación y supervisión de los servicios específicos de la CEE establecidos a estos efectos.

3.- Por lo que se refiere a la caracterización institucional de las oficinas o servicios diocesanas de protección de menores, se recomienda observar unos estándares mínimos y esenciales comunes en cuanto a la configuración, composición y competencias de las oficinas, con la debida coordinación y supervisión supra-diocesana y en su caso del órgano de la CEE cuya creación se recomienda. 

4.- En lo tocante a su composición, se recomienda que las oficinas observen un carácter eminentemente transversal y multidisciplinar en su composición, incluyendo, además de sacerdotes que puedan prestar la debida asistencia pastoral y espiritual a víctimas y victimarios, laicos reconocidos por sus aptitudes, experiencia y trayectoria profesional en los diversos ámbitos relevantes a estos efectos, tales como la asistencia y la educación social, la medicina (incluido la psiquiatría), la psicología, el derecho, entre otras.

Se recomienda muy especialmente que la persona del director de la Oficina recaiga por principio en la persona de un fiel laico de reconocida solvencia y prestigio.

Se recomienda que en la designación de los miembros que integran las oficinas se armonice adecuadamente la ponderación de la identidad cristiana y la vocación de servicio a la Iglesia, junto con los parámetros de excelencia y rigor profesional en las respectivas materias. Se recomienda también que la Oficina tenga su sede operativa a ser posible en locales o instalaciones ajenos a las sedes eclesiásticas (ya fueren las propiamente diocesanas o las de los institutos eclesiales), con independencia de que sean propiedad o no de la Iglesia.

Se recomienda que se provea a dotar a las oficinas o servicios diocesanos de los recursos y medios necesarios para dar cumplimiento adecuado a las funciones y competencias que tiene encomendadas, en particular en lo que se refiere al debido acompañamiento y asistencia integral a las víctimas, incluyendo la asistencia social y terapéutica, la asistencia médica y psicológica, la asistencia social y familiar y el asesoramiento jurídico (tanto civil, como canónico), entre otros

5.- Por otro lado, se recomienda que las oficinas creadas en el seno de las diócesis y de las instituciones específicas de la Iglesia actúen en intensa coordinación con los órganos competentes constituidos en el seno de la CEE, de manera que puedan contribuir a su mejor funcionamiento mediante su colaboración activa e integrada, sigan sus pautas y directrices, y participen en cuantas iniciativas y actividades se ejerzan o promuevan desde la CEE, incluido los encuentros anuales periódicos y las comisiones o grupos de trabajo especializados que puedan constituirse en su seno para el desarrollo de tareas específica.

6.- Por último, se recomienda que la CEE establezca unas pautas o directrices orientadas a establecer unos estándares mínimos y esenciales comunes en cuanto a la configuración, composición, competencias y régimen de funcionamiento de las oficinas, y que cada Diócesis o institución específica de la Iglesia apruebe un reglamento interno de ordenación de su propia oficina en lo que concierne a su organización y funcionamiento.

5.3.6 Sobre el régimen de conservación y custodia de los documentos en los archivos eclesiásticos.

Observación 26:  Como criterio general, debe recordarse la importancia del régimen de conservación y custodia de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de los casos de abuso sexual en los archivos eclesiásticos.

Otra cuestión no exenta de importancia en sí misma considerada es el relativo al régimen de conservación y custodia de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de casos de abuso sexual en los archivos eclesiásticos.

Con carácter general, la Iglesia tiene, como cualquier otra institución, un deber general de custodia y conservación de sus propios documentos en los términos legalmente exigidos.

Ello comporta, a su vez, y por derivación, un deber de llevanza de los archivos eclesiásticos, en sus diversos niveles institucionales (Archivos de la Santa Sede, Archivos de las Diócesis e instituciones análogas, Archivos de las Parroquias y Archivos de los Seminarios, entre otros) y ámbitos materiales propios (archivos ordinarios, archivos históricos y archivos secretos).

a) El deber específico de conservación, registro y custodia de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de los casos de abuso sexual

Observación 27: Como criterio específico, debe recordarse la importancia del régimen de conservación, registro y custodia de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de los casos de abuso sexual en los archivos eclesiásticos.

Particular importancia tiene a los efectos ahora considerados la cuestión relativa al régimen de conservación de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de casos de abuso sexual en los archivos eclesiásticos.

Buena prueba de ello es la previsión incorporada al “Protocolo de actuación de la Iglesia en España para tratar los casos de los delitos más graves cometidos contra la moral por parte de clérigos”, modificado a tenor de las nuevas Normas de la Santa Sede, y aprobado por la Junta Episcopal de Asuntos Jurídicos de la CEE en su reunión 267, de 22 de julio de 2010, cuyo número 13, intitulado “Archivo de la documentación”, recuerda que la ley universal requiere que las actas de la investigación preliminar, los decretos de inicio y conclusión, y todos los documentos desde el momento de inicio del procedimiento se conserven en el archivo secreto de la curia, si no son necesarios para el proceso penal.

Con carácter previo a cualquier otra consideración, interesa señalar que por “archivo” se entiende “el conjunto orgánico de documentos producidos y recibidos por una persona jurídica o física, en el ejercicio de su gobierno para alcanzar sus fines”. 

Así, un archivo es eclesiástico, cuando la persona jurídica titular es la Iglesia; o, más concretamente, una persona jurídica pública dentro de la Iglesia. Un sector de la doctrina considera que son también archivos eclesiásticos los de las personas jurídicas privadas de la Iglesia, incluido las asociaciones canónicas de fieles, si bien distinguen entre la condición de archivo eclesiástico y su carácter público a efectos de su eventual acceso, de tal suerte que habrían de reputarse archivos eclesiásticos, pero no públicos en cuanto a su régimen de acceso.

En opinión de ROCA FERNÁNDEZ, la condición eclesiástica de los archivos, como la de cualquier otro bien (mueble o inmueble) dependerá de la titularidad patrimonial del bien; y, por consiguiente, a estos efectos, dependerá de que la titularidad lo sea de una persona jurídica pública en el ordenamiento canónico. Solo a estos archivos se les aplican las disposiciones del Código de Derecho Canónico relativas a los archivos. En otros supuestos, solo serán de aplicación tales disposiciones en la medida en que así lo prevean los Estatutos de la persona jurídica titular del archivo.

Por lo demás, la Iglesia católica es una persona jurídico-pública desde una perspectiva jurídico canónica, como ya se expuso a la hora de analizar el estatuto jurídico de la Iglesia en el Título II relativo a las “Cuestiones previas”, pero obviamente no forma parte del Estado ni es poder público desde esta perspectiva, por lo que los archivos eclesiásticos quedan excluidos obviamente de la noción de “archivos administrativos” que acuña la Constitución y las leyes administrativas del Estado, teniendo, a estos efectos, la consideración de “archivos de titularidad privada”; siendo así, además, que son “inviolables” a tenor de lo dispuesto en el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede, sobre asuntos jurídicos, firmado el 3 de enero de 1979, los archivos, registros y demás documentos pertenecientes a la Conferencia Episcopal Española, a las Curias Episcopales, a las Curias de los superiores mayores de las Órdenes y Congregaciones religiosas, a las parroquias y a otras instituciones y entidades eclesiásticas (artículo I, apartado 6).

Entrando ya en la disciplina de la Iglesia en materia de archivos, el vigente Código de Derecho Canónico contiene una regulación específica en el Capítulo II, Título III, Sección II, Parte II del Libro II (cánones 482-491), sobre los archivos de la curia diocesana, debiendo destacar, a los efectos ahora considerados, dos concretas previsiones:

Por un lado, el canon 486 CDC prescribe lo siguiente:

“486 § 1.    Deben custodiarse con la mayor diligencia todos los documentos que se refieran a la diócesis o a las parroquias.

§ 2.    Se ha de establecer en cada curia, en lugar seguro, un archivo o tabulario diocesano, en el que se conserven con orden manifiesto y diligentemente guardados los documentos y escrituras correspondientes a los asuntos diocesanos, tanto espirituales como temporales.

§ 3. Debe hacerse un inventario o índice de los documentos que se guardan en el archivo, con un breve resumen del contenido de cada escritura”.

Por otro lado, el canon 491 CDC dispone a este mismo respecto lo siguiente:

“491 § 1.    Cuide el Obispo diocesano de que se conserven diligentemente las actas y documentos contenidos en los archivos de las iglesias catedralicias, de las colegiatas, de las parroquias y de las demás iglesias de su territorio, y de que se hagan inventarios o índices en doble ejemplar, uno de los cuales se guardará en el archivo propio, y el otro en el archivo diocesano.

§ 2.    Cuide también el Obispo diocesano de que haya en la diócesis un archivo histórico, y de que en él se guarden con cuidado y se ordenen de modo sistemático los documentos que tengan valor histórico.

 § 3.    Para examinar o sacar de su sitio las actas y documentos aludidos en los §§ 1 y 2, deben observarse las normas establecidas por el Obispo diocesano”.

Por último, el canon 489 CDC establece lo que sigue:

“489 § 1.    Debe haber también en la curia diocesana un archivo secreto, o al menos un armario o una caja dentro del archivo general, totalmente cerrada con llave y que no pueda moverse del sitio, en donde se conserven con suma cautela los documentos que han de ser custodiados bajo secreto.

 § 2.    Todos los años deben destruirse los documentos de aquellas causas criminales en materia de costumbres cuyos reos hayan fallecido ya, o que han sido resueltas con sentencia condenatoria diez años antes, debiendo conservarse un breve resumen del hecho junto con el texto de la sentencia definitiva”.

A partir de lo anteriormente expuesto, cabe distinguir tres categorías de archivos a nivel de Iglesia particular o curia diocesana, a saber:

El “archivo administrativo”, también denominado “archivo operativo”, que comprendería la conservación, registro y custodia de los documentos recientes relativos al gobierno y administración de la persona jurídica titular del archivo.

El “archivo histórico”, que comprendería la conservación, registro y custodia de los documentos que tengan un valor histórico.

El “archivo secreto”, que comprende la conservación, registro y custodia de los documentos referidos a materias muy específicas que el Código de Derecho Canónico determina de manera imperativa, como son las actas de la investigación y los decretos del Ordinario con los que se inicia o concluye la investigación, así como todo aquello que precede a la investigación (canon 1719 CDC), o la anotación del matrimonio celebrado en secreto (canon 1133 CDC), entre otros supuestos.

Sobre esta última categoría, el Código de Derecho Canónico impone un deber de destrucción de “los documentos de aquellas causas criminales en materia de costumbres cuyos reos hayan fallecido ya, o que han sido resueltas con sentencia condenatoria diez años antes, debiendo conservarse un breve resumen del hecho junto con el texto de la sentencia definitiva”.

Todo ello sin perjuicio de los documentos que deban archivos de la Santa Sede o Sede Apostólica y de la Curia Romana por estaré referidos al gobierno de la Iglesia universal. De todos ellos destaca por su importancia histórica y singular el llamado históricamente “Archivo Secreto Vaticano” (Constitución Apostólica “Pastor Bonus” de Su Santidad el Papa San Juan Pablo II, sobre la Curia Romana, de 28 de junio de 1988, artículo 187), hoy denominado “Archivo Apostólico Vaticano” (Constitución Apostólica “Praedicate evangelium” de Su Santidad el Papa Francisco, sobre la Curia Romana y su servicio a la Iglesia en el mundo, de 19 de marzo de 2022, artículo 242), concebido como “instituto que desarrolla su actividad específica de custodia y valorización de las actas y documentos relativos al gobierno de la Iglesia universal, para que estén ante todo a disposición de la Santa Sede y de la Curia Romana en el cumplimiento de sus actividades y, en segundo lugar, por concesión pontificia, pueden representar para todos los estudiosos, sin distinción de país y religión, fuentes de conocimiento, incluso profano, de los acontecimientos que a lo largo del tiempo han estado estrechamente relacionados con la vida de la Iglesia”.

En atención a lo expuesto, resulta con evidencia que la conservación de los documentos relacionados con la investigación y enjuiciamiento de casos de abuso sexual en los archivos eclesiásticos tiene una indudable relevancia a los efectos del buen orden interno de la Iglesia, pero también ad extra con vistas a ulteriores procesos que puedan seguirse ante la jurisdicción civil del Estado.

De ahí que, sin perjuicio de que el CDC como ley universal de la Iglesia  requiera que las actas de la investigación y los decretos del Ordinario con los que se inicia o concluye la investigación, así como todo aquello que precede a la investigación, se conserven en el archivo secreto de la curia, si no son necesarios para el proceso penal (canon 1719 CDC), el “Protocolo de actuación de la Iglesia en España para tratar los casos de los delitos más graves cometidos contra la moral por parte de clérigos”, modificado a tenor de las nuevas Normas de la Santa Sede, y aprobado por la Junta Episcopal de Asuntos Jurídicos de la CEE en su reunión 267, de 22 de julio de 2010, lo recuerde con especial énfasis (artículo 13)

Ese mismo Protocolo hace recaer sobre el Obispo diocesano -y cabe interpretar que sobre las otras autoridades eclesiásticas en sus ámbitos respectivos- la responsabilidad específica sobre el cuidado de los archivos y en particular de que “se observe la legislación del Estado acerca de la conservación de documentos que puedan ser necesarios para ulteriores procesos en el ámbito estatal” (Protocolo CEE, número 13).

A estos efectos, importa igualmente señalar que el principal responsable de los archivos diocesanos es el Canciller-Secretario General de la Curia (que, según la ley canónica, es de propio derecho notario y secretario de la Curia), siempre bajo la superior autoridad del Obispo diocesano, a quien incumbe en último término la responsabilidad específica sobre el cuidado y llevanza de los archivos de la curia diocesana.

A la vista de todo ello, es claro que los documentos relativos a la investigación y enjuiciamiento de los casos de delitos de abuso sexual, y en particular la denuncia, actas de la investigación preliminar, decretos de inicio y conclusión, y todos los documentos desde el momento de inicio del procedimiento y hasta su conclusión, han de conservarse en los archivos eclesiásticos, debiendo distinguir entre asuntos conclusos y asuntos en curso, bien por encontrarse en curso la investigación, o bien porque, aun conclusas las actuaciones, el asunto está pendiente de resolución canónica o, en su caso, civil.

Finalmente, se considera que debieran reconsiderarse los términos de ciertas previsiones del Código de Derecho Canónico, especialmente en lo que se refiere a la ordenación de los archivos “secretos”, y al deber de destrucción que impone el canon 489 CDC, debiendo atemperarse el rigor de la regulación del deber de destrucción, cuando menos matizando los supuestos y los plazos.

Todo ello, además, sin perjuicio de precisar con mayor rigor lo que debe hacerse constar cuando se procede a la destrucción de documentos.

Recomendación 21

1.- Con carácter general, la Iglesia debe velar por mantener un buen orden en los archivos eclesiásticos en general, siendo responsabilidad especifica de los Obispos diocesanos y de las autoridades eclesiásticas análogas velar por que se cumpla dicha exigencia a través de los órganos competentes establecidos al efecto por la ley canónica.

2.-  Por lo que se refiere específicamente a la ordenación, custodia y conservación de los documentos relativos a la investigación y enjuiciamiento de los casos de abuso sexual en el seno de la Iglesia, debe cumplirse en sus términos la previsión incorporada al “Protocolo de actuación de la Iglesia en España para tratar los casos de los delitos más graves cometidos contra la moral por parte de clérigos”, modificado a tenor de las nuevas Normas de la Santa Sede, y aprobado por la Junta Episcopal de Asuntos Jurídicos de la CEE en su reunión 267, de 22 de julio de 2010, cuyo número 13 impone la obligación de conservar las actas de la investigación preliminar, los decretos de inicio y conclusión, y todos los documentos desde el momento de inicio del procedimiento, si no son necesarios para el proceso penal; y, más aún, deben conservarse el conjunto de los documentos que reflejen las actuaciones practicadas en sede canónica y los relativos a eventuales actuaciones seguidas ante la jurisdiccional civil del Estado u otras autoridades civiles del Estado.

3.- Se recomienda fijar criterios claros y transparentes acerca del tipo de archivo en el que deben constar los documentos relativos a casos de abusos sexuales de menores y personas vulnerables, en función de si se trata de asuntos históricos o recientes en el tiempo, conclusos o en curso alguna actuación o procedimiento. 

Se recomienda también que la información y datos sobre asuntos conclusos sean debidamente archivados y nunca destruidos, sin perjuicio de las limitaciones y restricciones absolutas o relativas de acceso a los archivos eclesiales.

4.- Por último, se recomienda reconsiderar ciertas previsiones del Código de Derecho Canónico, especialmente en lo que se refiere a la ordenación de los archivos “secretos”, y al deber de destrucción que impone el canon 489 CDC, debiendo atemperarse el rigor de la regulación del deber de destrucción, cuando menos matizando los supuestos y los plazos. Todo ello, además, sin perjuicio de precisar con mayor rigor lo que debe hacerse constar cuando se procede a la destrucción de documentos.

5.3.7 Medidas específicas de detección, investigación, enjuiciamiento, sanción y ejecución de las resoluciones y pronunciamientos adoptados en sede canónica en materia de delitos de abuso sexual.

Un ámbito de especial relevancia es el relativo a la investigación, enjuiciamiento y sanción de los delitos de abuso sexual.

Tal cuestión tiene una doble dimensión, a saber: el tratamiento en sede canónica y el tratamiento en sede civil del Estado. Comenzamos por las medidas específicas relativas a la investigación, enjuiciamiento y sanción de los delitos de abuso sexual en sede canónica.

a) Principios generales

Observación 28: Una reflexión preliminar sobre los bienes espirituales y jurídicos que deben ser tutelados en el proceso de detección, investigación, enjuiciamiento y sanción de delitos de abuso sexual en sede canónica.

Ante la recepción de denuncias o la puesta en conocimiento de la posible noticia de delito se deben tutelar los bienes espirituales y jurídicos implicados, aplicando rigurosa y cuidadosamente las normas del Derecho canónico de la Iglesia y las normas del Derecho civil del Estado.

Por lo que respecta a las presuntas víctimas:

Se les ha de proteger y ayudar a encontrar apoyo, escucha y reconciliación.

Se les ha de ofrecer asistencia espiritual y psicológica.

La persona que denuncia debe ser escuchada y tratada con respeto y consideración.

En lo tocante al denunciado o investigado:

Se ha de garantizar su derecho fundamental a defenderse, evitando todo lo que pueda perjudicar posteriormente ese derecho.

Se debe garantizar al clérigo o religioso acusado una justa y digna sustentación.

No se debe mantener o, en su caso, readmitir a un clérigo al ejercicio público de su ministerio si supone un peligro para los menores de edad o personas mayores vulnerables o existe riesgo de escándalo para la comunidad. Lo mismo cabe predicar del religioso o, en su caso, del laico en lo que se refiere a instituciones de naturaleza laical o con miembros integrantes que ostentaren tal condición.

El proceso de investigación y enjuiciamiento de los hechos denunciados o conocidos debe estar regido por las ideas fuerza expuestas desde el comienzo de búsqueda de la verdad y realización de la justicia a través de la aplicación del derecho y en virtud de un proceso justo y con todas las garantías jurídicas.

Observación 29: Responsabilidad directa y específica de los Obispos, de los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y de los responsables del gobierno de las Instituciones de la Iglesia.

Importa subrayar la importancia de la responsabilidad directa y específica de los Obispos diocesanos y de los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y de los responsables del gobierno de las Instituciones de la Iglesia, en todo lo que concierne a la investigación y enjuiciamiento de hechos delictivos, y en particular el deber de control y vigilancia sobre los clérigos, religiosos y laicos al servicio de la Iglesia, cuya omisión dolosa o negligente puede ser título específico de imputación de responsabilidad por culpa in vigilando, o incluso por encubrimiento en su caso.

El ejercicio del deber de control y vigilancia de los Obispos diocesanos y de los Superiores Mayores de los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y de los responsables del gobierno de las Instituciones de la Iglesia no puede ser entendido como una suerte de continuo control de investigación sobre la persona de los clérigos o religiosos que tiene bajo su autoridad, pero tampoco permite que se exima de estar informado sobre su conducta en ese ámbito, sobre todo si ha tenido conocimiento de sospechas, comportamientos escandalosos o conductas que perturban el orden.

b) Sobre la denuncia o la puesta en conocimiento de la noticia del delito

Sobre las diversas formas de tener conocimiento o noticia de un posible caso de abuso sexual

Observación 30: Como criterio de carácter general, debe recordarse que hay diversas formas de tener conocimiento o noticia de posibles casos de abuso sexual.

Como ya quedó indicado, la perseguibilidad del abuso sexual en el seno de la Iglesia viene determinado por la conducta o comportamiento que, a la vista de las disposiciones del Derecho Canónico, constituya delito. Y, por consiguiente, la puesta en marcha de la acción de la Iglesia en orden a la investigación de la posible comisión de un delito de abuso sexual debe referirse a la llamada “noticia del delito” (canon 1717, parágrafo 1, CDC, canon 1468, parágrafo 1, CCEO, artículo 16 SST y artículo 3 VELM).

En relación con las diversas formas de tener conocimiento o noticia de posibles casos de abuso sexual (noticia de delito), cabe observar lo siguiente:

En primer término, y como criterio de carácter general, debe considerarse “noticia de delito” a toda información sobre un posible comportamiento o conducta constitutiva de tal, que llegue de cualquier modo al Obispo diocesano en su calidad de Ordinario del lugar o a la autoridad eclesiástica correspondiente de naturaleza análoga.

Ello implica:

De una parte, que no es necesario en rigor que se trate de una denuncia formal.

Y de otra, que basta la noticia del delito para iniciar la investigación correspondiente.

Ello constituye, sin lugar a dudas, una premisa de indudable relevancia a tener en cuenta, pues, aunque de manera muy residual, este informe ha puesto de manifiesto algunos casos -los menos- en los que no se han iniciado las investigaciones por no haberse recibido formalmente una denuncia de la víctima.

Por otro lado, esa noticia del delito puede provenir de diversas fuentes:

La presentación formal ante el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica correspondiente, de forma oral o escrita, por la presunta víctima, por sus representantes legales, o por otras personas que puedan sostener estar informadas de los hechos.

El conocimiento a partir de una vigilancia activa de los Obispos diocesanos, Superiores, Generales o Provinciales o responsables del gobierno de otras instituciones de la Iglesia.

La presentación ante el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica correspondiente por las autoridades civiles del Estado.

La difusión por los medios de comunicación social, comprendiendo bajo esta categoría los medios convencionales y digitales, así como las redes sociales.

La puesta en conocimiento informal de los hechos por medio de rumores, aunque sean vagos y no proporcionen datos circunstanciales, así como de cualquier otro modo adecuado.

La puesta en conocimiento desde fuentes anónimas.

b) Formalidades exigibles cuando de la presentación de una denuncia formal se trata

Observación 31: Sin perjuicio de lo anteriormente expresado, que no tiene más fundamento que la prevalencia de la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia por encima de las formalidades y la debida tutela de los derechos de las víctimas, resulta deseable -y procedente-, y ello no es incompatible en modo alguno con lo dicho anteriormente, que cuando la noticia del delito provenga de una denuncia o la voluntad de la persona sea formularla deban observarse ciertas pautas o directrices sobre el modo de formular y recibir tales denuncias y hacerlas constar formalmente.

En relación con el sujeto que puede formular la denuncia y la determinación de ante quien cabe su presentación, debe señalarse lo siguiente:

La denuncia puede provenir o se puede formular por los siguientes sujetos:

Por la presunta víctima directamente.

Por los representantes legales de la presunta víctima (padres titulares de la patria potestad, tutores o curadores en su caso).

Por otras terceras personas que tengan información o noticia sobre los hechos (parientes, cuidadores, etc.).

Cabría incluso que la denuncia pudiere ser anónima, con las prevenciones y limitaciones que en tales casos deben necesariamente observarse, como se verá seguidamente.

Y cabría también que la primera noticia se adquiera a través de los medios informativos o de comunicación social.

En cuanto a la autoridad, órgano o institución ante la que presentar la denuncia, caben las siguientes opciones:

Presentación directa ante el Obispo diocesano titular de la Diócesis que pueda reputarse competente, Superior, General o Provincial del Instituto de Vida Consagrada (Religioso/Secular), Sociedad de Vida Apostólica o responsable del gobierno de la institución de la Iglesia de que se trate.

Presentación directamente ante la Congregación para la Doctrina de la Fe (hoy Dicasterio para la Doctrina de la Fe), en cuyo caso la denuncia habrá de ser remitida en todo caso a la Diócesis, Instituto de Vida Consagrada (Religioso/Secular), Sociedad de Vida Apostólica o institución de la Iglesia de que se trate, a fin de practicar las actuaciones correspondientes.

Presentación ante las autoridades civiles del Estado (policía gubernativa, Fiscalía o Juzgado de Instrucción) y transmitida desde ellas a las autoridades eclesiásticas correspondientes.

Por lo que se refiere a la forma de presentación, la denuncia puede ser objeto de presentación escrita u oral. En todo caso, cualquiera que sea la forma de presentación de la denuncia, debe dejarse constancia adecuada de la recepción, a cuyo efecto:

Como norma general, la denuncia debe ser presentada por escrito, fechada y debidamente autenticada por un notario eclesiástico.

Con carácter general, debe procurarse que resulte lo más detallada posible, de manera que conste, entre otras circunstancias posibles: a´) la identidad del denunciado imputado (incluido su condición de menor de edad o de persona vulnerable, con el mayor grado de precisión posible); b´) la naturaleza de los actos que se denuncian (con especial consideración al tipo de abuso supuestamente padecido); y c´) el contexto de tiempo y lugar en el que se produjeron.

Cualesquiera otros datos o detalles relacionados directa o indirectamente con los anteriores, no resultan ociosos, siempre que se refieren a los hechos denunciados.

Si la denuncia se presenta oralmente, se pondrá por escrito, se autenticará por notario eclesiástico y se procurará obtener la firma del denunciante.

Insistimos en que, tales recomendaciones sobre cómo proceder formalmente ante la recepción de una denuncia o la voluntad expresa de formularla tiene como fundamento observar un buen orden y un adecuado modo de proceder en tal sentido, pero no desvirtúa la regla de que basta la mera noticia del delito -haya o no denuncia formal- para iniciar la investigación correspondiente.

c) Consideración especial sobre la información o noticia del delito proveniente de fuentes anónimas o de dudosa credibilidad

Observación 32: Ocurre que, en ocasiones, la noticia del delito puede provenir de una fuente anónima; esto es, de personas no identificadas o no identificables.

Conviene señalar con carácter preliminar que, en términos rigurosamente jurídicos se ha distinguido tradicionalmente entre la “denuncia” y la “delación”, siendo precisamente el elemento diferenciador entre amba figuras la identificación de la persona del denunciante. De este modo, la “delación” sería la denuncia que no suscribe el denunciante.

Desde esta perspectiva, hablar de denuncias “anónimas” no dejaría de ser un contrasentido, pues la denuncia, aun tratándose de una mera puesta en conocimiento de una infracción jurídica (penal o administrativa), requiere en rigor de la identificación del denunciante.

Dado que se parte de tal premisa jurídica, ni tan siquiera en las propias normas y protocolos aprobados en el seno de la Iglesia, el anonimato de la fuente de información, o de una eventual denuncia en la que no figure debidamente identificado el denunciante, no debe llevar a suponer necesaria y automáticamente que la noticia sea falsa o infundada.

Sin embargo, por razones lógicamente comprensibles, se debe observar la suficiente prevención y cautela al tomar en consideración este tipo de noticias.

Cuestión distinta es el caso de la denuncia deliberadamente anónima y que se formula en tales términos por quien desea permanecer en el anonimato. En tal caso, la denuncia habrá de ser tomada inicialmente en consideración, si bien la identidad del denunciante y de la víctima habrá de manifestarse al denunciado o imputado por naturales exigencias del derecho de defensa en el caso de que se siguiera efectivamente un proceso.

Cabría, sin embargo, que el procedimiento pudiera iniciarse sin el conocimiento previo de la identidad del denunciante.

Del mismo modo, no es aconsejable descartar a priori la noticia de delito cuando proviene de fuentes cuya credibilidad pudiera parecer dudosa en una primera impresión.

A veces, la noticia de delito no proporciona datos con referencias o circunstancias específicas de identificación de personas, lugares o tiempos; siendo así que, aunque sea vaga e indeterminada, han de procurarse los mejores esfuerzos para que dicha información o referencias puedan y deban ser evaluadas y contrastadas adecuadamente y, dentro de lo posible, examinadas con la debida atención.

c) El deber inexcusable de denunciar por parte de quienes tengan noticia o sospecha fundada de que un menor de edad o una persona mayor especialmente vulnerable pudiera ser o estar siendo o haber sido víctima de abuso sexual

Observación 33: Existe un deber específico de informar por parte de los clérigos o miembros de un Instituto de vida consagrada o de una Sociedad de vida apostólica al Ordinario del lugar o autoridad competente análoga en su caso cuando se tenga noticia o motivos fundados para creer que se ha cometido un hecho que pudiera ser considerado delito de abuso sexual, salvo que lo hayan conocido por razón del ejercicio del ministerio sagrado (canon 1548, parágrafo 2, CDC).

También existe un deber específico por parte de Obispos, clérigos y religiosos de denunciar los hechos que pudieran ser constitutivos de delito civil ante las autoridades civil del Estado (policía gubernativa, Fiscalía o Jurisdicción), cuando resulte legalmente procedente.

d) Consideración especial del supuesto de información o noticia del delito recibida o conocida en confesión

Observación 34: En el caso de que la información o noticia de delito se haya conocido en confesión, importa recordar que dicha información se acoge al estricto vínculo del sigilo sacramental (canon 983, parágrafo, CDC, canon 733, parágrafo 1, CCEO y artículo 4, parágrafo 1, 5° SST).

Ello supone que, en ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los jueces u otras autoridades para dar información sobre personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio (artículo II, apartado 3, del Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español, de 28 de julio de 1976).

La reciente Instrucción CEE sobre abusos sexuales previene que “no están sujetas al secreto pontifico las denuncias, los procesos y las decisiones concerniente a los delitos mencionados en el artículo 1 de la presente Instrucción, ni cuando tales delitos hayan sido en concomitancia con otros” (artículo 7, parágrafo 2).

La sujeción al vínculo del sigilo sacramental no puede ser en modo alguno desvirtuado ni desnaturalizado y menos aún eliminado, pues el secreto de confesión es inviolable e indisponible.

Recientemente, y refiriéndose expresamente al sacramento de la Reconciliación, el Santo Padre Francisco ha querido reafirmar expresamente el carácter indispensable y la consiguiente indisponibilidad del sigilo sacramental.

Dice así: “La Reconciliación, en sí misma, es un bien que la sabiduría de la Iglesia ha salvaguardado siempre con toda su fuerza moral y jurídica con el sello sacramental. Aunque este hecho no sea siempre entendido por la mentalidad moderna, es indispensable para la santidad del sacramento y para la libertad de conciencia del penitente, que debe estar seguro, en cualquier momento, de que el coloquio sacramental permanecerá en el secreto del confesionario, entre su conciencia que se abre a la gracia y Dios, con la mediación necesaria del sacerdote. El sello sacramental es indispensable y ningún poder humano tiene jurisdicción, ni puede reclamarla, sobre él”.

Y añade: “El secreto inviolable de la Confesión proviene directamente de la ley divina revelada y está arraigado en la naturaleza misma del sacramento, hasta el punto de no admitir excepción alguna en el ámbito eclesial ni, menos aún, en el ámbito civil. En la celebración del sacramento de la Reconciliación, en efecto, se encierra la esencia misma del cristianismo y de la Iglesia: el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos y decidió implicar, como «instrumento necesario» en esta obra de salvación, a la Iglesia y, en ella, a aquellos que él eligió, llamó y constituyó como sus ministros”.

Lo expuesto no obsta para que el confesor que, durante la celebración del sacramento sea informado de un delito o tome conciencia de su posible comisión, procure convencer al penitente para que haga conocer la información pertinente por otros medios, para que quien tenga el deber de actuar, pueda, en su caso, hacerlo.

e) Sobre la debida seguridad, integridad y confidencialidad de las informaciones

Observación 35:

Otro aspecto no menor referido al tratamiento de las denuncias o noticias de delito es la debida protección de las informaciones y los datos que en las denuncias se consignen o trasladen o que de las noticias de delito deriven, de modo que se garantice la seguridad, integridad y confidencialidad de las mismas, en conformidad con los cánones 471, 2° CDC.

Recomendación 22. Sobre la denuncia o puesta en conocimiento de la noticia del delito

Sobre la condición necesaria para la puesta en marcha de la acción de la Iglesia en orden a la investigación de un delito, debe adoptarse como criterio general el que baste la noticia de un delito de abuso sexual para la puesta en marcha de la acción de la Iglesia en orden a la iniciación de la investigación preliminar tendente a la averiguación y esclarecimiento de los hechos, sin que, por consiguiente, sea necesario a tal fin que se haya presentado una denuncia en sentido formal. 

Sobre el criterio establecido para la admisibilidad formal de una denuncia, a los efectos de ponderar la admisibilidad formal de una denuncia por la presunta comisión de un delito de abuso sexual y su consiguiente toma en consideración, debe adoptarse un criterio flexible y antiformalista, en cuya virtud se anteponga la posible y eventual verosimilitud de los hechos denunciados frente a la formalidad de la denuncia.

Sobre la formalidad de la denuncia, sin perjuicio de ello, debe adoptarse como pauta formal a seguir: a) que, ante la voluntad real y sincera de denunciar unos hechos que pudieran ser constitutivos de un delito de abuso sexual, la denuncia debe ser presentada por escrito, fechada y debidamente autenticada por un notario eclesiástico, procurando que resulte lo más detallada posible, de manera que conste la identidad del denunciado imputado, la naturaleza de los actos que se denuncian, el contexto de tiempo y lugar en el que se produjeron, entra otras circunstancias posibles; y b) que si la denuncia se presenta oralmente, deberá hacerse constar del modo en el que debe reflejarse una denuncia en sede canónica, esto es, por escrito, con la identificación y firma del denunciante o denunciantes y la adveración de un notario eclesiástico.

Sobre el tratamiento de la denuncia anónima:

1.- Como criterio de carácter general, el anonimato de la fuente de información, o la recepción de una denuncia en la que no conste identificada o no sea identificable la persona del denunciante, no debe llevar a suponer automáticamente que la noticia sea falsa o infundada; sin embargo, por razones lógicamente comprensibles, debe tenerse la suficiente prevención y cautela a la hora de tomar en consideración este tipo de noticias.

2.- Si de lo que se tratase no fuese del anonimato de la fuente de información o la falta de identificación del denunciante, sino del deseo del informador o denunciante de permanecer deliberadamente en el anonimato, debe adoptarse como criterio que la denuncia deba ser tomada inicialmente en consideración a los efectos de iniciar el procedimiento de investigación, sin perjuicio de que la identidad del denunciante y de la víctima habrá de manifestarse al denunciado o imputado por naturales exigencias del derecho de defensa en el caso de que se siguiera efectivamente un proceso.

3.- Si de lo que se tratase es de la apreciación de dudas acerca de la credibilidad de las fuentes de las que proviene la noticia o información, o también la vaguedad o indeterminación de los datos, no resulta aconsejable descartar a priori la noticia de posible delito, sin perjuicio de practicar las indagaciones oportunas a los efectos de dilucidar si cabría formar un juicio favorable acerca de la verosimilitud de los hechos a fin de continuar la investigación, o por el contrario descartar la noticia recibida y acordar el archivo de las actuaciones.

Sobre el deber inexcusable de formular denuncia:

1.- Deben adoptarse las medidas pertinentes para instruir debidamente a los clérigos o religiosos del deber que les incumbe de informar al Ordinario del lugar o autoridad competente análoga en su caso cuando se tenga noticia o al menos motivos fundados para creer que se ha cometido un hecho que pudiera ser considerado delito de abuso sexual, salvo que lo hayan conocido por razón del ejercicio del ministerio sagrado.

2.- También existe un deber específico por parte de Obispos, clérigos y religiosos de denunciar los hechos ante la jurisdicción civil del Estado, cuando resulte legalmente procedente.

Sobre la noticia de delito recibida en confesión

La información o noticia de delito conocido en virtud de confesión debe entenderse acogida por principio al estricto vínculo del sigilo sacramental, que es inviolable e indisponible a la luz del magisterio y la disciplina de la Iglesia, sin que sea dable exceptuar ni dispensar de tal exigencia sacramental, y en tal sentido deben ser instruidos los clérigos y religiosos; lo cual, no obsta para que el confesor que, durante la celebración del sacramento sea informado de un delito o tome conciencia de su posible comisión, procure convencer al penitente para que haga conocer la información pertinente por otros medios, para que quien tenga el deber de actuar, pueda hacerlo.

Sobre la seguridad, integridad y confidencialidad de las informaciones

Deben adoptarse las medidas pertinentes para garantizar la seguridad, integridad y confidencialidad de las informaciones derivadas de las denuncias presentadas y noticias de delito de las que se haya tomado razón y de las actuaciones posteriores.

f) Modo de proceder ante la recepción de una denuncia o ante la puesta en conocimiento de la noticia del delito

Observación 36: La trascendencia del examen inmediato de la denuncia o de la puesta en conocimiento de la noticia del delito

Una vez recibida la denuncia presentada o tomada conciencia de la noticia del delito puesta en conocimiento de la autoridad eclesiástica correspondiente, debe procederse con la debida diligencia a practicar las primeras actuaciones preliminares en orden a la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia.

Por lo que se refiere al tratamiento que debe darse a las denuncias presentadas o como proceder en caso de hechos puestos en conocimiento o de los que se tiene noticia fundada, interesa señalar la importancia de desarrollar, con carácter inmediato, las siguientes actuaciones:

El examen inmediato de la denuncia o de los hechos puestos en conocimiento o conocidos por el Obispo diocesano en su calidad de Ordinario del lugar o la autoridad eclesiástica competente.

El examen por parte del Obispo diocesano en su calidad de Ordinario del lugar o de la autoridad eclesiástica competente de su competencia para conocer del asunto.

La realización de un primer juicio de verosimilitud de los hechos denunciados o conocidos.

El encargo de las primeras diligencias (diligencias preliminares) en orden al esclarecimiento de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos.

El establecimiento de la temporalidad de los hechos denunciados o conocidos a los efectos de la investigación y también para valorar la posible prescripción o no del supuesto delito que haya podido cometerse.

El ofrecimiento a la presunta víctima o víctimas y a sus familiares la debida atención y acogida desde el primer momento, lo que implica siempre:

El ser tratadas con dignidad y respeto.

La acogida, escucha y seguimiento, incluso mediante la asistencia con servicios específicos.

El deber de prestar una asistencia y acompañamiento espiritual y pastoral adecuados.

El deber de protección de la imagen y la esfera privada del menor y las personas implicadas, así como de la confidencialidad de los datos personales.

El ofrecimiento de asistencia integral: médica, terapéutica, psicológica y social, según los casos; además de información legal y asistencia jurídica.

Observación 37: apreciación de la competencia para conocer de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos y proceder a su investigación

Una cuestión que se revela en ocasiones controvertida -pero además no exenta de indudable relevancia- es la atinente a la determinación de la competencia para conocer de la investigación sobre los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos.

Como criterio general, el Obispo diocesano que haya recibido la denuncia o noticia del delito debe proceder a transmitirla sin dilación al Obispo diocesano del lugar donde supuestamente hubieren tenido lugar los hechos.

En el caso de un religioso, el Obispo diocesano habrá de dar traslado al Superior, General o Provincial del Instituto de que se trate en particular. Y en el caso de un sacerdote diocesano, deberá darse traslado al Obispo diocesano en donde dicho sacerdote se encuentre incardinado (artículo 2, parágrafo 3, VELM), o que, sin estar formalmente incardinado, esté acogido en virtud de otro título específico o al menos de facto, como a veces, aunque sea muy ocasionalmente, ocurre, tal y como revela la información resultante de este informe.

En el caso específico de que no coincida el Obispo diocesano del lugar donde supuestamente hubieren tenido lugar los hechos y el Obispo diocesano propio no sean la misma persona, es deseable que tomen contacto entre ellos para decidir quién realizará la investigación. En el caso de que la imputación se refiera a un miembro de un Instituto de vida consagrada o de una Sociedad de vida apostólica, el Superior informará además al Superior General y, en el caso de institutos y sociedades de derecho diocesano, también al Obispo de referencia.

En tales casos, la experiencia resultante de este informe pone de manifiesto que, aun cuando sea un Obispo diocesano el que asuma la investigación, se impone un deber de colaboración e información recíprocos para el buen fin de la investigación y un deber también de seguimiento de las resultas de la investigación.

Como pauta general de actuación, se recomienda que la propia competencia para conocer de la denuncia o de los hechos puestos en conocimiento se examine por el Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga al inicio de las actuaciones, con la finalidad de evitar incidencias innecesarias de futuro.

Se recomienda, a su vez, que, cualquiera que sea el órgano que asuma finalmente la competencia para conocer del asunto, se observa la debida coordinación y la debida cuenta de las actuaciones practicadas y de sus resultas a las otras autoridades implicadas.

Por último, a la vista de las controversias que en ocasiones se producen con ocasión de la cuestión relativa a la competencia, como ha podido comprobarse a lo largo de este informe, sería altamente conveniente fijar criterios específicos, bien con carácter normativo, o bien, subsidiariamente, a modo de pauta o directriz, relativos a la determinación de la competencia para conocer de la investigación de un asunto, estableciendo la preferencia entre la pertenencia de la persona denunciada o acusada a una diócesis o demarcación de un instituto eclesial, o el lugar en que supuestamente tuvieron lugar los hechos supuestamente delictivos.

Observación 38: Importancia de formular un primer juicio de verosimilitud sobre la noticia del delito

Otro aspecto de especial trascendencia referido a las primeras actuaciones es el llamado “juicio de verosimilitud” de la noticia de delito y el desarrollo de las actuaciones subsiguientes y congruentes con el juicio formulado.

Las disposiciones canónicas que resultan de aplicación disponen que, recibida una noticia de delito, debe procederse a una “investigación previa”, siempre que la noticia de delito sea “saltem verisímiles” (artículo 16 SST, y también los cánones 1717 CDC y 1468 CCEO y Vademécum número 16).

En otros términos, con carácter previo a cualquier otra actuación, corresponde al Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga realizar un “juicio de verosimilitud”.

Ello significa, en concreto y entre otros aspectos, formar juicio sobre los siguientes extremos: a) determinar si las circunstancias mencionadas de personas, tiempos y lugares responden a la realidad; b) si el denunciante es creíble; c) si la denuncia o noticia del delito cuenta con un mínimo de fundamento y de consistencia; y d) si la denuncia o noticia del delito incurre en contradicciones o circunstancia que directa o indirectamente puedan desautorizar el testimonio del denunciante.

El Obispo puede y debe servirse del parecer de expertos para realizar la valoración de la denuncia.

A resultas de la formulación del juicio de verosimilitud, cabe adoptar una de las dos siguientes posiciones a los efectos de proceder a las actuaciones subsiguientes:

Si el Obispo o autoridad eclesiástica análoga consideran que la denuncia o noticia de delito carece absolutamente de fundamento, y por consiguiente los hechos no resultan verosímiles, no es necesario dar curso a las actuaciones, y por tanto no se inicia el procedimiento, ni se informa a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

De todo ello se da comunicación al denunciante y al acusado.

En este caso, sin embargo, se requiere conservar la documentación cuidadosamente, junto a una nota en la que se indiquen las razones de esta decisión.

Y si se demuestra que la acusación era infundada, se tomarán todas las medidas para restablecer la buena fama de la persona falsamente imputada o acusada.

Si, por el contrario, el Obispo o autoridad eclesiástica análoga considera que la denuncia o noticia del delito resulta verosímil, debe dictar un Decreto que acuerde iniciar la investigación preliminar.

Puede ocurrir también que, de resultas de las primeras actuaciones practicadas, sea dable advertir que, aun cuando no haya existido delito, se han verificado conductas impropias e imprudentes y se vea necesario proteger el bien común y evitar escándalos, aunque no haya existido un delito contra menores, compete al Ordinario o autoridad análoga hacer uso de otros procedimientos de tipo administrativo respecto a la persona denunciada —por ejemplo, limitaciones ministeriales— o imponerle los remedios penales recogidos en el can. 1339 CDC, con el fin de prevenir eventuales delitos (cfr. can. 1312, parágrafo 3 CDC), así como la reprensión pública prevista en el canon 1427 CCEO.

También en estos casos, de todas formas, es aconsejable que el Ordinario o autoridad eclesial análoga comuniquen al Dicasterio para la Doctrina de la Fe la noticia del delito y la decisión de no realizar la investigación previa por la falta manifiesta de verosimilitud.

Importa subrayar la importancia del juicio de verosimilitud, pues, si bien no prejuzga el fondo de la cuestión, ni supone una toma de posición (ni a favor ni en contra del denunciado-imputado), supone verificar un juicio razonable de verosimilitud de la denuncia, con la finalidad de excluir los posibles casos de denuncias manifiestamente infundadas o, en su caso, falsas.

Observación 39: El tratamiento de las denuncias falsas o infundadas

Otro de las cuestiones relevantes que deriva del juicio de verosimilitud es la posible apreciación de denuncias falsas o manifiestamente infundadas.

La indagación preliminar tiene también la derivada de poner eventualmente de manifiesto la falta de fundamento o, en su caso, la falsedad de la denuncia.

En el caso de que por parte del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga se aprecie que la denuncia o noticia del delito resulte manifiestamente infundada o, en su caso, falsa, se siguen importantes consecuencias en dos órdenes:

De una parte, consecuencias para el falsamente imputado o acusado, en todo lo que se refiere al deber de reparación del honor, reputación y buen nombre del supuesto victimario falsamente acusado, pues, como se dijo anteriormente, cuando la imputación no resultare fundada o se revelare falsa, debe hacerse todo lo necesario para restablecer la reputación y el buen nombre del clérigo o persona que haya sido denunciada, investigada o acusada injustamente.

Y, de otra parte, consecuencias para el curso del proceso, pues, como resulta de las disposiciones de aplicación, la apertura de la investigación canónica previa resultará procedente, salvo que el Obispo diocesano o la autoridad eclesiástica análoga aprecien que la denuncia sea manifiestamente infundada.

En tal caso, procederá el archivo de las actuaciones, a cuyo efecto se adoptará un Decreto de rechazo de la apertura de la investigación canónica previa.

Observación 40: la facultad relativa a la adopción de medidas cautelares

Sin perjuicio de todo cuanto ha quedado anteriormente expresado, cabe destacar una cuestión también de indudable importancia en lo que atañe a la investigación de hechos denunciados o puestos en conocimiento que pudieren ser constitutivos de delito de abuso sexual, como es la facultad de adoptar medidas cautelares o provisionales por parte de los órganos competentes de la Iglesia en el seno de las actuaciones practicadas con ocasión de la investigación canónica.

La información y los datos resultantes de este informe ponen de manifiesto que la praxis seguida por los Obispos diocesanos y autoridades eclesiásticas análogas en el seno de la investigación canónica es la de hacer un uso habitual y riguroso, o cuando menos con frecuencia, de esta facultad, especialmente en lo que se refiere a la limitación del ejercicio del ministerio sagrado, incluido la suspensión o apartamiento de los oficios pastorales o profesionales del supuesto victimario y la prohibición de acercamiento o de contacto con menores, entre otras medidas.

A tenor de lo dispuesto en el canon 1722 CDC, el Obispo diocesano o la autoridad eclesiástica análoga que corresponda podrá en cualquier momento de las actuaciones adoptar medidas temporales o provisionales con carácter cautelar en caso de que, sin prejuzgar el fondo de la cuestión planteada, se considere necesario para prevenir el escándalo, proteger la libertad de los testigos o garantizar la buena marcha del proceso.

En efecto, cabe que en cualquier momento puedan adoptarse -con la mesura y prudencia debidas y observando siempre el principio de proporcionalidad- restricciones o limitaciones sobre la acción del denunciado, investigado o acusado y presunto victimario, como pueden ser las consistentes en:

Limitar de modo cautelar el ejercicio del ministerio sagrado, o su posible apartamiento del ministerio y/o del propio oficio u oficios pastorales o profesionales que pueda tener encomendados.

Retirada del contacto con menores.

Imponer o prohibir la residencia en determinados lugares.

Incluso prohibirle la participación pública en la eucaristía.

O cualquier otra medida proporcional que ayuda o proteger a la víctima y al bien común, sin prejuzgar en modo alguno (ni directa, ni indirectamente) el fondo de la cuestión que ha de dilucidarse, en espera que las acusaciones sean clarificadas.

No cabe desmerecer la importancia ínsita en las medidas cautelares que pueden adoptarse durante el procedimiento de investigación en orden al esclarecimiento de los hechos cuando concurren las condiciones necesarias de verosimilitud de los hechos denunciados o conocidos; medidas que, además, cuando se forme la convicción sobre su procedencia, deben adoptarse de manera inmediata y sin dilación.

La información y datos resultantes de este estudio ha puesto de manifiesto una tendencia ciertamente generalizada por parte de los Obispos diocesanos o de las autoridades eclesiásticas análogas de adoptar con firmeza las medidas cautelares que resultaren pertinentes en cada caso durante el proceso de investigación canónica seguido en el seno de la Iglesia, habiendo podido comprobarse como tales medidas han sido adoptadas en una elevada proporción de los casos registrados, evitando así el contacto del presunto victimario con la presunta víctima o víctimas, y/o evitando el escándalo que pudiera derivarse del hecho de la continuidad en el ejercicio del ministerio sagrado o del desempeño de ciertos oficios o cargos pastorales por los denunciados o investigados, sin perjuicio, obviamente, y en todo momento, de su derecho a la presunción de inocencia.

Importa señalar que tales medidas cautelares pueden adoptarse desde el momento del inicio de la investigación canónica previa y en cualquier momento de las actuaciones, debiendo observarse en su adopción la debida mesura, prudencia y ponderación en su adopción; y, al propio tiempo, la firmeza y determinación exigibles cuando la medida resulte procedente, evitando cualquier dilación en la toma de la decisión.

Por último, no cabe dejar de señalar que, si fuera el caso, porque la imputación no resultare finalmente fundada o se revelare falsa, que las medidas cautelares pueden ser revocadas y dejadas sin efectos en cualquier momento; y que, además, en tales casos, debe hacerse todo lo necesario para restablecer la reputación y el buen nombre del clérigo, religioso o persona que haya sido denunciada, investigada o acusada injustamente.

Observación 41: Lla presunción de inocencia del denunciado o acusado

El denunciado, investigado o acusado de la posible comisión de un delito canónico de abuso sexual, como cualquier persona imputada, goza del derecho -fundamental- a la presunción de inocencia, siendo así que dicha presunción tiene -como es bien sabido- la consideración de presunción iuris tantum (esto es, es una presunción que admite prueba en contrario), y que para desvirtuar dicha presunción se exige una mínima actividad probatoria de cargo que permita formar la convicción acerca de la  culpabilidad del imputado o acusado.

Desde esta perspectiva, el denunciado, investigado o acusado de la posible comisión de un delito de abuso sexual goza de la presunción de inocencia hasta prueba en contrario, y ello constituye una garantía jurídica de observancia imperativa, que, sin embargo, no impide, como ha quedado indicado, que la autoridad eclesiástica pueda, en el curso de una investigación canónica o en el posterior proceso canónico, adoptar medidas cautelares al amparo de la disciplina canónica aplicable, cuando resulte pertinente, observando la debida mesura, prudencia y ponderación en su adopción, y sin prejuzgar nunca el fondo de la decisión o pronunciamiento que pueda adoptarse.

Observación 42: La prescripción de los delitos canónicos

La acción para investigar y enjuiciar los delitos canónicos más graves contra la moral se extingue por prescripción cuyo plazo está fijado en veinte (20) años, sin perjuicio de la prerrogativa de la Congregación para la Doctrina de la Fe de alzar dicha prescripción en los casos en que pudiera resultar procedente.

Como resulta con carácter general de los ordenamientos punitivos en la experiencia histórico-jurídica y comparada, la acción para investigar, enjuiciar y sancionar las conductas o comportamientos punibles tipificados como delitos está sujeta a plazos de prescripción por razones elementales de seguridad jurídica, salvo ciertas excepciones muy contadas en las que se ha terminado por afirmar la imprescriptibilidad de ciertos delitos.

El ordenamiento jurídico canónico no es una excepción, de tal suerte que los delitos canónicos están sujetos a prescripción, y en particular los delitos más graves contra la moral reservados al juicio de la Congregación para la Doctrina de la Fe se extinguen por prescripción cuyo plazo está fijado en veinte (20) años (canon 1362, parágrafo 1, apartado segundo, CDC, en relación con el artículo 7, parágrafo 1, SST).

Ello, no obstante, la Congregación para la Doctrina de la Fe (hoy, Dicasterio para la Doctrina de la Fe) tiene reconocida en el ordenamiento jurídico canónico la facultad de derogar o alzar la prescripción para casos singulares (artículo 7, parágrafo 1, SST).

En este sentido, aun cuando el Ordinario del lugar o autoridad eclesial análoga hubieren constatado que los plazos para la prescripción ya han transcurrido, deberán igualmente dar curso a la denuncia o la noticia del delito y si fuera el caso a la investigación canónica previa, comunicando los resultados a la Congregación de la Doctrina de la Fe, pues es a la única a la que corresponde juzgar la pertinencia de si mantener o alzar la prescripción.

En particular, cuando se de traslado de las actas de investigación a la Congregación, resulta aconsejable que el Ordinario del lugar o autoridad eclesial análoga expresen su opinión respecto a la oportunidad de la derogación, motivándola en razón de las circunstancias -por ejemplo, el estado de salud o edad del clérigo, la posibilidad del mismo de ejercitar su derecho de defensa, el daño provocado por la presunta acción criminal, el escándalo originado-.

Tal prerrogativa atribuida al Dicasterio para la Doctrina de la Fe de derogar o alzar la prescripción para casos singulares, resulta adecuada siempre que se refiera a casos singulares; pero lo cierto y verdad es que no ha sido posible conocer, a partir de los trabajos e indagaciones hechas con motivo de este estudio, los criterios específicos ponderados y aplicados por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe (ni los adoptados previamente por las autoridades eclesiásticas de la Iglesia en España) en orden a discernir sobre la procedencia o improcedencia de la derogación o alzamiento de la prescripción apreciada.

Es importante que los criterios de aplicación sean de general conocimiento, incluso que pudiese incorporarse una previsión al respecto -por sucinta que pudiera ser- a las disposiciones del Código de Derecho Canónico.

A su vez, el computo del plazo para la prescripción de esta categoría de delitos contra el sexto mandamiento del Decálogo cometido por un clérigo con un menor de dieciocho (18) años se rige por una regla especial distinta de la prevista con carácter general en el canon 1362, parágrafo 2, CDC (día de la comisión del delito,y en caso de delito continuado o habitual, a partir del día en que cesó), que consiste en que la prescripción comienza a correr desde el día en que el menor cumple dieciocho (18) años.

Sin perjuicio de todo ello, y como luego se verá, la prescripción del delito no enerva necesariamente la posibilidad de posible reparación en caso de ser los hechos ciertos y veraces, aunque no haya sido así declarado en virtud de resolución canónica o civil.

Observación 43: El deber de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado

Sobre la importancia del deber de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado y sus diferentes planos y dimensiones.

Un aspecto directamente relacionado con la investigación y enjuiciamiento de los delitos de abuso sexual al que no cabe tampoco dejar de aludir por su importancia en sí, no solo desde una perspectiva estrictamente jurídica y más concretamente procesal, sino también por su dimensión institucional, en cuanto incide sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y que ha venido a ser reafirmado en los últimos tiempos, es el relativo al deber de colaboración de la Iglesia o, más concretamente, de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado en sus diferentes planos y dimensiones, y en el contexto siempre de los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español y de la propia Constitución.

Hay un deber general de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado; al igual que del poder civil del Estado con la Iglesia, que tiene su alcance y fundamento último en la propia Constitución (artículo 16.3), al consagrar un modelo de “aconfesionalidad positivo y colaborativo”, que parte del valor positivo anudado por la Ley Fundamental a “las creencias religiosas de la sociedad española” y del deber que impone a los poderes públicos de “tener en cuenta” dichas creencias (“tendrán en cuenta”, dice el precepto constitucional) y de mantener “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica (…)”.

Las personas incluidas en el ámbito subjetivo en calidad de sujetos activos o victimarios, cualquiera  que sea su condición (presbíteros, religiosos y miembros en general de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, diáconos y laicos que desempeñen un oficio o encomienda en cuya virtud actúen por cuenta y al servicio de la Iglesia en los términos allí señalados) están sujetos a la disciplina canónica de la Iglesia que tipifica delitos y prevé penas canónicas en el ámbito específico de los sujetos activos de la Iglesia, siendo así que corresponde a la jurisdicción de la propia Iglesia la competencia en orden a la investigación, enjuiciamiento y sanción en su caso derivadas de la comisión de los delitos tipificados en el propio ordenamiento jurídico de la Iglesia; todo ello, en los términos del régimen penal y procesal que establezcan las disposiciones del Código de Derecho Canónico.

Ello resulta de la propia ordenación jurídica de la Iglesia, que, a su vez, es reconocida por el Estado en virtud de los Acuerdos suscritos entre la Santa Sede y el Estado español en vigor, que sustituyeron al Concordato de España con la Santa Sede de 27 de agosto de 1953; en particular, el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos firmado en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, cuyo artículo II dispone que “la Santa Sede podrá promulgar y publicar libremente cualquier disposición referente al gobierno de la Iglesia (…)”, y el artículo I en su apartado 1), que “el Estado español reconoce a la Iglesia Católica el derecho de ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y magisterio”.

A la vista de ello, el Estado (español) reconoce esa potestad de gobierno y ordenación jurídica de la Iglesia, que incluye el establecimiento de un régimen penal canónico, sustantivo y procesal aplicable a las conductas de las personas sujetas a la jurisdicción de la Iglesia, ya fueren presbíteros, religiosos y miembros en general de institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica, diáconos y laicos en los términos ya señalados en su momento.

De igual modo, las mismas personas incluidas en el ámbito subjetivo de aplicación de este estudio en calidad de sujetos activos o victimarios, están sujetos al régimen penal, sustantivo y procesal, del ordenamiento jurídico civil del Estado, puesto que no existe ya en el ordenamiento jurídico civil del Estado, ni tampoco en los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede ninguna previsión en forma de inmunidad de jurisdicción o de privilegio de fuero eclesiástico derivado de la aplicación de las propias leyes de la Iglesia Católica y de la que pudiera inferirse una inaplicación de las leyes civiles del Estado a las personas anteriormente referidas o alguna suerte de singularidad o especialidad.

 Por una parte, no cabe desconocer que el ordenamiento jurídico civil del Estado ha sido objeto de sucesivas reformas en el orden penal en las últimas décadas y específicamente en relación con los delitos relativos a la libertad sexual, de tal suerte que no existe ya ninguna previsión específica relativa a delitos especiales cometidos por sujetos activos específicos como sacerdotes o religiosos, como fue el caso del Código Penal de 1973 (Texto Refundido aprobado por Decreto 3096/1973, de 14 de septiembre), que tipificaba un delito especial de estupro de prevalimiento para los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. En el vigente Código Penal no existe ninguna previsión específica a este respecto, siendo de aplicación los tipos de delitos comunes previstos en el capítulo II del Título VIII del Libro II, relativo a las agresiones sexuales a menores de dieciséis años, con la redacción vigente en cada momento.

Y, por otra parte, tampoco existe ya ninguna previsión que atribuya a la Iglesia inmunidad de jurisdicción ni privilegio procesal alguno. A efectos puramente ilustrativos, cabe señalar que el llamado “privilegio del fuero” comportó históricamente la inmunidad o exención de que gozaban los clérigos y religiosos en virtud de la cual no habían de ser juzgados por tribunales civiles o laicos en ninguna causa, ni contenciosa o civil ni criminal, sino que únicamente podían ser juzgados por tribunales eclesiásticos

Consecuentemente con lo expresado anteriormente, resulta pacífico concluir que, en la actualidad, resultan aplicables a las personas incluidas en el ámbito subjetivo de este estudio en calidad de sujetos activos o victimarios los delitos comunes de abuso sexual tipificados en el Código Penal y a la investigación y enjuiciamiento de los delitos de abuso sexual cometidos en el ámbito de la Iglesia las disposiciones comunes sobre jurisdicción, competencia y procedimiento establecidas en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial y en la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 14 de septiembre de 1882.

En atención a lo expuesto, no ofrece duda que hay un deber general de cumplimiento de la legislación civil del Estado y de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado, que, además, ha sido reafirmado por la Iglesia universal (Motu Proprio “Vos estis lux mundi”, de 7 de mayo de 2019, apartado 19; Carta Circular aprobada por la  Congregación para la Doctrina de la Fe dirigida a las Conferencias Episcopales en la preparación de Líneas Guía, apartados I y III) y por la Iglesia en España (Protocolo CEE de actuación según la legislación del Estado, apartado tercero; Instrucción CEE sobre abusos sexuales, artículo 7), que se proyecta en tres ámbitos específicos:

Primero: El deber de informar, denunciar y/o dar traslado a las autoridades civiles del Estado de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos que pudieren ser constitutivos de delitos contra la libertad e indemnidad sexual cuando la víctima del delito sea una persona menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección, en los términos que resultan del artículo 261 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en la redacción dada a dicho precepto por virtud de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y a la adolescencia frente a la violencia, y quedando siempre a salvo la reserva sobre las personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio, como se ha indicado anteriormente.

Segundo: El deber de colaboración en las investigaciones que puedan llevar a cabo las autoridades civiles del Estado, sin perjuicio del proceso canónico que pueda ser incoado y tramitado en su caso con independencia del que tenga lugar en el ámbito del Estado.

Y tercero: El deber de testificar los obispos, sacerdotes y religiosos de acuerdo con las leyes procesales civiles establecidas en el ámbito del Estado para el proceso penal y el proceso civil, quedando siempre a salvo la reserva sobre las personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio.

Por último, la incoación, tramitación y resolución del proceso canónico se realizará con independencia de las actuaciones que tengan lugar en el ámbito civil del Estado, y ello sin perjuicio de que, como luego se indicará, pueda hacerse uso por parte del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga de la facultad de suspender el curso de la investigación canónica preliminar o del proceso canónico hasta tanto se resuelvan el proceso incoado en sede jurisdiccional civil del Estado.

Recomendación 23

Sobre el modo de proceder ante la recepción de una denuncia o puesta en conocimiento de la noticia del delito

Sobre la trascendencia del examen inmediato de la denuncia o de la puesta en conocimiento de la noticia del delito, se recomienda que, una vez tomada razón de la denuncia presentada o conocidos los hechos supuestamente delictivos, el Obispo diocesano en su calidad de Ordinario del lugar o la autoridad eclesiástica análoga proceda de inmediato y con la diligencia exigible a practicar las primeras actuaciones preliminares, y en particular las siguientes:

El examen inmediato de la denuncia o de los hechos puestos en conocimiento o conocidos.

El examen de su propia competencia para conocer del asunto.

La realización de un primer juicio de verosimilitud de los hechos denunciados o conocidos.

El encargo de las primeras diligencias (diligencias preliminares) en orden al esclarecimiento de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos.

El establecimiento de la temporalidad de los hechos denunciados a los efectos de valorar la posible prescripción del delito.

El ofrecimiento a la presunta víctima o víctimas y a sus familiares la debida atención y acogida desde el primer momento, en los términos indicados anteriormente.

Sobre la trascendencia del examen de la propia competencia para conocer del asunto competencia que pudieran suscitarse

1.- Se recomienda específicamente que, una vez tomada razón de la denuncia formalmente presentada o conocidos los hechos supuestamente delictivos por otro cauce, se proceda de inmediato a examinar la propia competencia del Obispo diocesano o de la autoridad eclesiástica análoga para conocer del asunto, bien porque los hechos pudieren haber ocurrido en la demarcación o territorio de otra Diócesis (en cuyo caso deben remitirse las actuaciones al Ordinario del lugar que se considere competente), bien porque el denunciado y supuesto implicado sea un religioso o miembro de un Instituto de Vida Consagrada o Sociedad de Vida Apostólica con jurisdicción propia (en cuyo caso deberán remitirse las actuaciones al Instituto correspondiente).

2.- Como pauta de actuación, se recomienda que la propia competencia para conocer de la denuncia o de los hechos puestos en conocimiento se examine por el Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga al inicio de las actuaciones, con la finalidad de evitar incidencias innecesarias de futuro.

Sobre la trascendencia del juicio de verosimilitud sobre los hechos denunciados o conocidos

1.- Se recomienda que, una vez tomada razón de la denuncia presentada o conocidos los hechos supuestamente delictivos por otro cauce, se proceda de inmediato y con la diligencia exigible a practicar las actuaciones indispensables a los efectos de formar el imprescindible juicio preliminar acerca de la verosimilitud de los hechos conocidos.

Este juicio de verosimilitud exige formar juicio, en concreto y entre otros aspectos, sobre los siguientes extremos: a) si las circunstancias de personas, tiempo y lugar responden a la realidad; b) si el denunciante es creíble; c) si la denuncia o noticia del delito cuenta con un mínimo de fundamento y de consistencia; y d) si la denuncia o noticia del delito incurre en contradicciones o circunstancia que directa o indirectamente puedan desautorizar el testimonio del denunciante.

2.- Debe recordarse que este juicio de verosimilitud de la denuncia o noticia de delito no prejuzga el fondo de la cuestión, ni supone una toma de posición (ni a favor ni en contra del denunciado-imputado), pero sí supone verificar un juicio razonable sobre la verosimilitud de los hechos con una doble finalidad, a saber:

Poner eventualmente de manifiesto la falta de fundamento o, en su caso, la falsedad de la denuncia; con las consecuencias que de ello se siguen en todo lo que se refiere al deber de reparación del honor, reputación y buen nombre del imputado o acusado falsa e injustamente.

Verificar la procedencia de la apertura e incoación de la investigación previa.

Sobre la importancia de las medidas cautelares o provisionales en el seno de las actuaciones relacionadas con los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos

1.- En trance de proceder a la investigación de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos, resulta de especial trascendencia la facultad del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica de adoptar medidas temporales o provisionales con carácter cautelar en caso de que, sin prejuzgar en modo algunos (ni directa, ni indirectamente) el fondo de la cuestión planteada, se considere necesario para prevenir el escándalo, proteger la libertad de los testigos o garantizar la buena marcha del proceso.

2.- El ejercicio de esta facultad requiere actuar con la mesura y prudencia debidas, para no prejuzgar el fondo, ni causar perjuicios de imposible o difícil reparación al acusado o a terceros

3.- Entre las medidas que pueden resultar procedentes en el curso de una investigación por la presunta comisión de un delito de abuso sexual, cabe destacar la importancia de algunas en particular que suponen restricciones o limitaciones sobre la acción del denunciado o acusado, como pueden ser las limitaciones en el ejercicio del ministerio sagrado, o su posible apartamiento del ministerio y/o del propio oficio u oficios pastorales o profesionales que pueda tener encomendados, la retirada del contacto con menores, y la prohibición de prohibir de residir en determinados lugares.

4.- Las medidas cautelares pueden adoptarse en cualquier momento de las actuaciones desde el momento de inicio de la investigación preliminar y hasta la sustanciación en su caso del proceso penal canónico, siempre que se aprecie la necesidad de su adopción.

De igual modo, las medidas cautelares pueden y deben ser revocadas y dejadas sin efecto cuando desaparezcan en su caso las causas que hubieren determinado su adopción.

Sobre la presunción de inocencia del denunciado o acusado

1.- Conviene siempre recordar que el denunciado, investigado o acusado de la posible comisión de un delito canónico de abuso sexual, como cualquier otra persona imputada de un delito o infracción jurídica, goza de la presunción de inocencia, y siendo como es una presunción iuris tantum (que, por consiguiente, admite prueba en contrario), debe exigirse una actividad probatoria de cargo suficiente que permita desvirtuar dicha presunción y formar la convicción de culpabilidad.

2.- La presunción de inocencia constituye una garantía jurídica de observancia imperativa durante el proceso de investigación y enjuiciamiento de los hechos, también a efectos de las posibles medidas cautelares cuya adopción no puede presumir ni prejuzgar la culpabilidad del denunciado, investigado o acusado.

Sobre la prescripción de los delitos canónicos

En relación con la prerrogativa atribuida a la Congregación para la Doctrina de la Fe de derogar o alzar la prescripción para casos singulares, se recomienda fijar criterios específicos y transparentes que deben ser ponderados y aplicados por la Congregación para la Doctrina de la Fe en orden a discernir sobre la procedencia o improcedencia de la derogación o alzamiento de la prescripción apreciada.

Sobre la importancia de la colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado en sus diversos planos y dimensiones

1.- Como criterio de carácter general, se recomienda que las disposiciones del Derecho Canónico se apliquen por la Iglesia sin perjuicio de los derechos y obligaciones establecidos en cada lugar y momento por las leyes civiles del Estado.

2.- No cabe desconocer -a la luz de la información y datos resultantes de este estudio- la existencia de ámbitos de cooperación mutua entre la Iglesia Católica y las autoridades civiles del Estado, como serían los siguientes:

  En relación con las denuncias presentadas, hechos puestos en conocimiento de la Iglesia o noticias de delito que pudieren ser constitutivos de delito de conformidad con el ordenamiento jurídico civil del Estado.

En relación con el desarrollo de una investigación preliminar canónica o ulterior proceso penal canónico que pudiera seguirse por hechos que pudieren ser constitutivos de delito de conformidad con el ordenamiento jurídico civil del Estado.

En relación con diligencias instruidas o procedimientos incoados y en curso por órganos de la jurisdicción civil del Estado.

En relación con las sentencias u otras resoluciones jurisdiccionales recaídas en diligencias instruidas o procedimientos incoados y sustanciados por órganos de la jurisdicción civil del Estado.

En relación con las resoluciones o pronunciamientos adoptados por la Congregación de la Doctrina de la Fe o por el órgano jurisdiccional competente en aplicación del Derecho Canónico.

3.- A la vista de lo expuesto en las observaciones precedentes, cabe afirmar un deber general de cumplimiento de la legislación civil del Estado y de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado, que, además, se ha visto reafirmado por la Iglesia universal y la Iglesia en España, que se proyecta en deberes específicos:

En primer término, un deber de informar, denunciar y/o dar traslado a las autoridades civiles del Estado de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos que pudieren ser constitutivos de delitos contra la libertad e indemnidad sexual cuando la víctima del delito sea una persona menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección, en los términos que resultan de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, quedando siempre a salvo la reserva sobre las personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio, como se ha indicado anteriormente.

Deber de colaboración en las investigaciones que puedan llevar a cabo las autoridades civiles del Estado, sin perjuicio del proceso canónico que pueda ser incoado y tramitado en su caso con independencia del que tenga lugar en el ámbito civil del Estado.

Deber de testificar los obispos, sacerdotes y religiosos de acuerdo con las leyes procesales civiles establecidas en el ámbito del Estado para el proceso penal y el proceso civil, quedando siempre a salvo la reserva sobre las personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio.

4.- Por último, debe recordarse que la incoación, tramitación y resolución del proceso canónico se realizará con independencia de las actuaciones que tengan lugar en el ámbito civil del Estado, y ello sin perjuicio de que, como luego se indicará, pueda hacerse uso por parte del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga de la facultad de suspender el curso de la investigación canónica preliminar o del proceso canónico hasta tanto se resuelvan el proceso incoado en sede jurisdiccional civil del Estado.

h) Sobre la investigación canónica previa

Observación 44: la naturaleza de la investigación previa

En el caso de que el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga tengan noticia, al menos verosímil, de la posible comisión de un delito, debe investigar con cautela, personalmente o por medio de una persona idónea, sobre los hechos y sus circunstancias, así como sobre la imputabilidad, a no ser que esta investigación parezca del todo superflua (canon 1717, parágrafo 1, CDC).

En tal caso, el Obispo diocesano o autoridad análoga habrá de proceder a la aprobación del Decreto de apertura o incoación de la investigación canónica previa, dando cumplimiento a los requisitos y formalidades exigibles.

Importa señalar que la investigación preliminar no es un proceso judicial cuya finalidad sea alcanzar la certeza moral sobre los hechos que constituyen el objeto de la denuncia, sino una actuación administrativa destinada a que el Obispo forme un juicio de probabilidad acerca de si el delito fue o no cometido.

Observación 45: El objeto y finalidad de la investigación previa

El objeto y finalidad de la investigación preliminar es:

La averiguación y esclarecimiento los hechos, recabando información y datos útiles para profundizar en la noticia del delito, acreditar la verosimilitud.

Las circunstancias determinantes de su eventual calificación jurídica.

La imputabilidad de los hechos al sujeto responsable y si hubiere sido expresamente identificado al denunciado.

No se trata, pues, de proceder a una recogida minuciosa de elementos de prueba o piezas de convicción (testimonios, pericias, etc.), que es lo propio del proceso penal que pueda tener que instruirse en su caso  posteriormente, a excepción de las necesarias para fundamentar la posible verosimilitud de la noticia del delito; sino de reconstruir, en la medida de lo posible, los hechos sobre los que se fundamenta la imputación, el número y el tiempo de las conductas delictivas, sus circunstancias, los datos personales de las presuntas víctimas, añadiendo una evaluación preliminar del eventual daño físico, psíquico y moral acarreado.

En el caso de que, durante la investigación previa, se tuviere conocimiento de otra u otras noticias de delito, estas se incluyen en la misma investigación.

Puede ocurrir que, previamente a la investigación canónica previa, se hubieren practicado diligencias de investigación por las autoridades civiles del Estado (policía gubernativa, Fiscalía o Juzgado de Instrucción), en cuyo caso disponer de los de los resultados de tales investigaciones puede contribuir cuando menos a complementar la investigación canónica y en ocasiones hacerla innecesaria.

En todo caso, es importante que quien debe realizar la investigación canónica previa deba prestar la debida atención al resultado de las investigaciones practicadas por las autoridades civiles, sobre todo en lo que concierne al esclarecimiento y veracidad de los hechos, porque los criterios a tener en cuenta en relación con otros aspectos jurídicos, como la prescripción, la tipificación del delito, o la edad de la víctima, pueden variar sensiblemente respecto a la regulación contemplada en el ordenamiento canónica. Por lo demás, tampoco cabe excluir, por principio, en tales casos, formular consulta a la Congregación de la Doctrina de la Fe.

Observación 46: El encargo de la incoación de la investigación previa, sin perjuicio de la investigación llevada a cabo en sede civil del Estado

La investigación preliminar puede ser asumida personalmente por el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga o ejercida por medio de otra persona que se considere idónea para realizar la investigación y sea nombrada a tal efecto, que tendrá los mismos poderes e idénticas obligaciones que el auditor en un proceso (canon 1717, parágrafo 3, CDC, en relación con el canon 1428, parágrafos 1-2, CDC).

El nombramiento de quien realiza la investigación se realiza mediante Decreto, si no consta en el Decreto de apertura de la investigación preliminar.

En el caso de religiosos, la investigación preliminar se realizará en el ámbito del propio Instituto de vida consagrada.

En el supuesto de que la denuncia o noticia del delito hubiere sido presentada o remitida a la Congregación de la Doctrina de la Fe sin pasar por el Obispo diocesano o autoridad análoga, cabe que la Congregación puede pedirle que realice la investigación, o realizarla ella misma (artículo 17 SST); también cabría que la Congregación, bien por iniciativa propia, bien por petición expresa o bien por necesidad, pudiera pedir también a un Ordinario o autoridad análoga distinta que realice la investigación previa.

Cabe también que se haga uso de la facultad excepcional de encomienda de la investigación previa al Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España en régimen de potestad jurisdiccional delegada, lo que se ha verificado a través de este estudio que ha ocurrido en ciertas ocasiones a instancias principalmente de algunas diócesis auditadas; y sobre lo cual, además, se formula una importante observación y recomendación al respecto y se acompaña una colaboración extraordinaria suscrita por el Decano del Tribunal de la Rota que se acompaña como parte de los apéndices documentales.

Por último, conviene señalar que la investigación canónica previa se debe realizar independientemente de la existencia de la investigación que pueda corresponder a las autoridades civiles del Estado.

Sin embargo, cuando la legislación estatal imponga la prohibición de investigaciones paralelas a las suyas, la autoridad eclesiástica competente absténgase de dar inicio a la investigación previa e informe a la CDF de la denuncia, adjuntando el material útil que se posea.

A su vez, cuando parezca oportuno esperar que concluya la investigación civil para asumir eventualmente los resultados o por otros motivos, es oportuno que el Ordinario o autoridad análoga consulten antes a la CDF sobre este extremo y en función de ello así pueda disponerlo.

Por su parte, la labor de investigación deberá realizarse respetando las leyes civiles del Estado (artículo 19 VELM).

Observación 47: Criterios de competencia aplicables en orden a la adopción del acuerdo de apertura de la investigación canónica previa

En los términos ya expresados anteriormente, cabe que se plantee como cuestión previa la competencia para conocer de la investigación canónica previa.

En caso de suscitarse dudas acerca de la competencia para llevar a cabo la investigación previa, y sin perjuicio de lo ya señalado anteriormente, cabría plantear la cuestión ante la Congregación de la Doctrina de la Fe para recabar su consulta.

Observación 48: el desarrollo del procedimiento de investigación canónica previa

La investigación canónica previa debe realizarse ateniéndose a los criterios prescritos en el canon 1717 CDC.

Observación 49: las facultades del investigador durante la instrucción del procedimiento de investigación previa

Por lo que se refiere a las actuaciones que pueden practicarse durante la investigación canónica previa, cabe reseñar las siguientes:

Recabar información relevante sobre los hechos.

Acceder a la información y a los documentos necesarios para la investigación guardados en los archivos de las oficinas eclesiásticas.

Pedir la colaboración de otros Ordinarios cuando sea necesario.

Solicitar información a las personas y a las instituciones, incluso civiles, que puedan proporcionar elementos útiles para la investigación.

Escuchar a la víctima o víctimas (menores o personas vulnerables), en los términos y bajo la modalidad que resulte más adecuada a su estado y circunstancias.

En el caso de que existan motivos fundados para considerar que información o documentos relativos a la investigación puedan ser sustraídos o destruidos, el Ordinario o autoridad análoga adoptará las medidas necesarias para su custodia.

A su vez, debe informar a la persona acerca de la investigación en su contra, escucharla sobre los hechos e invitarla a presentar un memorándum de defensa.

Observación 50: Facultad de adoptar medidas cautelares durante el procedimiento de investigación previa

Durante el procedimiento de investigación canónica previa, cabe la adopción de medidas cautelares o, en su caso, el mantenimiento de las adoptadas con carácter preliminar, debiendo siempre tomarse la decisión en interés y para la protección de la víctima y del bien común y ser conformes al principio de proporcionalidad.

Las medidas cautelares que cabe adoptar durante el procedimiento de investigación son la previstas en el canon 1722 CDC, que constituyen una enunciación taxativa a modo de numerus clausus, debiendo por una o varias de entre las expresamente previstas; todo ello, sin perjuicio de que el Ordinario del lugar o autoridad análoga pueda imponer, en virtud de su autoridad, otras medidas disciplinares que, sin embargo, no pueden ser tenidas como “medidas cautelares” en sentido estricto.

Además, ha de reiterarse que una medida cautelar no es una pena -las penas se imponen solo al final de un proceso penal-, sino un acto administrativo de carácter provisional y cautelar, y cuyos fines se describen en el canon 1722 CDC.

Se debe evidenciar que las medidas cautelares se deben revocar si decae la causa que las aconsejó y cesan cuando termine el eventual proceso penal. Además, estas pueden ser modificadas —agravándolas o aliviándolas— si las circunstancias lo requiriesen.

Se recomienda de todas formas una particular prudencia y discernimiento cuando se debe juzgar si ha desaparecido la causa que aconsejó las medidas; no se excluye, además, que, una vez revocadas, estas puedan ser adoptadas de nuevo.

Dado que resulta frente el uso de la antigua terminología de la suspensión a divinis para indicar la prohibición del ejercicio del ministerio impuesto como medida cautelar a un clérigo, se debe evitar esta denominación, como también la de suspensión ad cautelam, porque en la vigente legislación la suspensión es una pena y en esta fase no puede ser impuesta todavía. La denominación correcta de la disposición será, por ejemplo, prohibición o limitación del ejercicio del ministerio.

Se debe evitar la opción e trasladar simplemente al clérigo implicado a otro oficio, jurisdicción o casa religiosa, considerando que su alejamiento del lugar del presunto delito o de las presuntas víctimas constituya una solución satisfactoria del caso.

Recuérdese que, si se decidiera modificar o revocar las medidas cautelares, sería necesario realizarlo con el correspondiente decreto legítimamente notificado. No será necesario hacerlo, sin embargo, al final del eventual proceso, ya que entonces cesan en virtud del propio derecho.

Por último, conviene recordar que el Obispo o autoridad análoga pueden adoptar desde el inicio de la investigación previa las medidas cautelares enunciadas en los cánones 1722 CDC y 1473 CCEO con la finalidad de tutelar la buena fama de las personas implicadas y el bien público, así como para evitar otros hechos —por ejemplo, la difusión del escándalo, el riesgo de que se oculten pruebas futuras, amenazas u otras conductas dirigidas a disuadir a la presunta víctima de ejercitar sus derechos, la tutela de otras posibles víctima.

Observación 51: la escucha, atención y acompañamiento de las supuestas víctimas

En todo momento, y en particular durante la investigación canónica previa, las autoridades eclesiásticas (Obispos diocesanos y autoridades eclesiales análogas) deben emplear sus mejores esfuerzos para que la presunta víctima y su familia sean tratados con dignidad y respeto, y, en todo caso, deben ser acogidos y ofrecerles escuchados y acompañamiento en cualquier momento de la investigación si no lo hubieren sido ya desde la recepción de la denuncia, incluso a través del ofrecimiento de servicios asistenciales específicos.

Se trata, pues, de subrayar la importancia de dispensar un tratamiento adecuado a la presunta víctima y a su entorno familiar, que debe procurar un acompañamiento que lleve consigo:

La escucha a la presunta víctima y a los familiares en su caso.

El ofrecimiento de una asistencia y acompañamiento espiritual adecuados.

La protección de la imagen de los menores o personas vulnerables y de la confidencialidad de los datos de carácter personal.

Y, en fin, el ofrecimiento de una asistencia integral: médica, psicológica y social; además de procurarle información legal y asistencia jurídica, según las necesidades de cada caso concreto (cf. art. 5 VELM).

Se debe respetar la voluntad de la presunta víctima, siempre que esta no esté en contradicción con la legislación civil y en ningún modo se le debe disuadir de ejercer sus deberes y derechos ante las autoridades civiles del Estado, más aún se le aliente a ello conservando cuidadosamente testimonio documental de esa sugerencia.

A su vez, debe ofrecerse a la víctima y a su familia la orientación y el asesoramiento legal necesario sobre cómo proceder en el ejercicio de sus derechos ante la Iglesia y también ante las autoridades civiles del Estado.

Observación 52: la intervención y el tratamiento de la persona investigada durante el procedimiento de investigación previa

Por lo que se refiere a la delicada y trascendente cuestión acerca de la intervención de la persona investigada en la fase de investigación previa, se considera que el Obispo o autoridad análoga deberá informar al investigado (y, normalmente, denunciado) sobre la imputación que se le formula, garantizando, a su vez, que durante la investigación preliminar pueda ser oído con la finalidad de contribuir al esclarecimiento de los hechos; si bien corresponde al Obispo o autoridad análoga determinar cuándo hacerlo y en qué términos.

A su vez, deben observarse, por principio, todas las garantías jurídicas que le son propias, y en particular garantizarse los siguientes derechos:

El derecho del investigado de ser informado de los hechos denunciados y que supuestamente se le imputan, y el deber de los órganos competentes de garantizar ese derecho.

El derecho del investigado a la presunción de inocencia y el deber de los órganos competentes de garantizar dicha presunción de inocencia del presunto victimario.

Debe evitarse, por principio, realizar actuaciones que puedan interpretarse como una anticipación de los resultados del proceso.

Por lo demás, hay unos deberes específicos que resultan de obligda observancia en relación con la tutela de la buena fama de la persona o personas implicadas en la investigación canónica preliminar (presuntas víctimas, denunciados o acusados, testigos, etc.) de modo que no se generen prejuicios, represalias o discriminaciones, y en particular a los efectos ahora considerados con la persona del investigado o denunciado, como son:

El deber de evitar que, por causa de la investigación canónica preliminar, se ponga en peligro la reputación o buen nombre de la persona investigada (arg. ex. cánones 1717, parágrafo 2, CDC y 1468, parágrafo 2, CCEO y artículos 4, parágrafo 2, y 5, parágrafo 2, VELM).

El deber de restaurar o rehabilitar la imagen, fama y reputación de la persona investigada o acusada injustamente o cuando la denuncia se revela falsa o infundada.

Desde esta perspectiva, es importante observar un especial cuidado y diligencia cuando se deban emitir comunicados públicos sobre el caso, debiendo tomar  las precauciones necesarias para informar sobre los hechos, por ejemplo, usando un modo esencial y conciso, evitando anuncios clamorosos, absteniéndose de todo juicio anticipado sobre la culpabilidad o inocencia de la persona  denunciada—que será establecida por el proceso penal si este llega a realizarse, siendo el único al que corresponde verificar el fundamento de hechos denunciados—, respetando la voluntad de confidencialidad eventualmente manifestada por las presuntas víctimas.

A su vez, y puesto que, como se ha dicho, en esta fase no cabe incidir sobre la culpabilidad de la persona denunciada, debe evitarse con el máximo cuidado introducir en los comunicados públicos o en las comunicaciones privadas cualquier aseveración en nombre de la Iglesia o a título personal, que pudiera constituir una anticipación del juicio sobre los hechos que son objeto de investigación.

Por último, debe aconsejarse al investigado que disponga de la debida asistencia jurídica, canónica y civil, si procede.

Observación 53: Los plazos para acometer la investigación previa

Es importante que, sin menoscabo del rigor y diligencia exigibles, y a fin de preservar las exigencias de la equidad y de un ejercicio razonable de la justicia, la duración de la investigación previa se adecue a la finalidad de la investigación misma, que no es otra que la de determinar si la noticia del delito es verosímil, y si existe fumus delicti.

Desde esta perspectiva, el procedimiento relativo a la investigación canónica preliminar ha de sustanciarse en los plazos establecidos, sin perjuicio de las prórrogas que pudieren resultar procedentes en su caso, y en todo caso sin incurrir en dilaciones indebidas o injustificadas.

La dilación indebida o injustificada de la investigación previa puede constituir una tacha de negligencia atribuible al proceder de la autoridad eclesiástica.

Observación 54: la facultad de suspender el curso de la investigación canónica preliminar hasta tanto se dicte resolución firme en sede jurisdiccional civil del Estado.

Las autoridades eclesiásticas tienen la facultad de suspender el curso de la investigación canónica preliminar en el caso de que se encuentre en curso un proceso ante la jurisdicción civil del Estado y hasta tanto recaiga resolución jurisdiccional firme en sede civil.

Una vez recaída dicha resolución, procederá decretar el alzamiento la suspensión y disponer la reanudación del procedimiento, resolviendo el órgano competente de la Iglesia lo que estime procedente.

A los efectos de tramitar y resolver el procedimiento canónico, resultan de indudable importancia los hechos declarados en sede jurisdiccional civil.

Observación 55: el deber de colaboración con las autoridades civiles del Estado

Por lo que se refiere al deber de colaboración con las autoridades civiles del Estado durante el desarrollo del procedimiento de investigación canónica previa, nos remitimos a lo ya señalado anteriormente.

Observación 56: la conclusión del procedimiento de investigación canónica previa

La investigación preliminar concluye cuando el Obispo o autoridad análoga declara, mediante Decreto, que se han reunido elementos suficientes para determinar la probabilidad de comisión del delito (cánones 1718, parágrafo 1, y 1719 CDC y 1470 CCEO). Si la investigación ha sido realizada por él mismo, el Obispo o autoridad análoga habrá formular su propia opinión acerca de la probabilidad o no de la comisión del delito.

En el caso de que la investigación hubiere sido realizada por una persona idónea nombrada por el Obispo o autoridad análoga, la persona en cuestión habrá de remitir al Obispo o autoridad análoga las actas de investigación junto con el informe de su propia valoración de los resultados de la misma, en el que indicará la conclusión a la que ha llegado acerca de la probabilidad o no de la comisión del delito y cómo ha procedido en el curso de la investigación.

El Obispo o autoridad análoga, tomando en consideración el informe presentado y valiéndose, si lo estima oportuno, del asesoramiento de expertos, formulará su propia opinión acerca de la probabilidad o no de la comisión del delito.

Debe subrayarse la importancia de las actas de la investigación en la que se deja constancia de los hechos resultantes y posible calificación y valoración; así como del escrito de conclusiones del investigador y el informe de valoración del Obispo o autoridad eclesial análoga.

La conclusión de la investigación por el Ordinario del lugar o autoridad competente análoga obliga a la adopción en su caso del acuerdo que pone fin y declara conclusa la investigación previa.

En los términos señalados anteriormente, las actas de la investigación y los decretos del Obispo o autoridad análoga con los que se inicia o concluye la investigación, así como todo aquello que precede a la investigación deben guardarse en el archivo secreto de la curia (cfr. canon 1719 CDC).

Observación 57: opciones posibles ante la conclusión de la investigación canónica previa

Ante la conclusión de la investigación canónica previa, el artículo 16 SST prevé que, “cualquiera que haya sido su resultado”, la autoridad eclesiástica proceda a dar traslado a la Congregación de la Doctrina de la Fe, aunque cabría plantearse, en principio, las siguientes opciones:

Archivo de las actuaciones, únicamente si la imputación resultare inconsistente y en los términos que se indican seguidamente.

Ampliación de la investigación antes de resolver, para practicar alguna diligencia o actuación complementaria para mejor proveer y así estar en disposición de resolver con más fundamento.

Remisión de lo actuado a la Congregación de Doctrina de la Fe (Hoy, Dicasterio de Doctrina de la Fe), junto con las actas y documentación relativa a la investigación previa, si los hechos son verosímiles y la responsabilidad imputable al denunciado.

Cabe también que, a resultas de la conclusión de la investigación canónica previa, deba procederse a informar al Ministerio Fiscal si los hechos investigados pudieran resultar constitutivos de delito de conformidad con el ordenamiento jurídico civil del Estado.

De igual modo, cabría también decretar la suspensión del procedimiento canónico hasta tanto resuelva la jurisdicción civil del Estado en caso de existir un procedimiento en curso por los mismos hechos objeto de denuncia en sede canónica.

Observación 58: el supuesto específico de que la imputación formulada resulte manifiestamente inconsistente

Una vez concluida la investigación previa, cabe que el Obispo o autoridad eclesial análoga aprecie que la imputación formulada resulta manifiestamente inconsistente, en cuyo caso no se acordará la apertura del proceso penal, debiendo procederse al archivo de las actuaciones.

Debe hacerse una interpretación estricta del supuesto indicado, pues, de no apreciarse la “inconsistencia manifiesta” no cabría proceder al archivo sin remitir las actuaciones a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Observación 59: la remisión de las actuaciones a la Congregación para la Doctrina de la Fe

Concluida la investigación preliminar, y en principio cualquiera que haya sido el resultado, el Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga notifica a la Congregación para la Doctrina de la Fe el resultado de la investigación (artículo 16 SST), de modo que será la Congregación la que determine cómo proceder en el asunto.

La remisión a la Congregación para la Doctrina de la Fe debe incluir las siguientes actuaciones:

Las “actas de investigación”, debiendo enviar copia autenticada por notario eclesiástico y disponiendo que los originales permanezcan en el archivo de la curia (cánones 1719 CDC y 1470 CCEO).

El “votum” del Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga, esto es, la propia valoración de los resultados de la investigación, que es objeto de consideración atenta por parte de la Congregación y tiene gran relevancia en la decisión que finalmente adopte acerca de la procedencia o no de la acción canónica y, en ese caso, de qué tipo.

A este respecto, cabe que en el “votum” puedan formularse eventuales sugerencias sobre la manera de proceder -por ejemplo, si considera oportuno iniciar el procedimiento penal, y de qué tipo; si se considerara suficiente la pena impuesta por las autoridades civiles del Estado; si es preferible la aplicación de medidas administrativas por parte del Ordinario o del Jerarca; si se debe invocar la prescripción del delito o si esta debe derogarse-.

Una vez remitidas las actas de la investigación previa a la Congregación de la Doctrina de la Fe, el Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga deberán esperar las comunicaciones o instrucciones que a este propósito transmita la Congregación.

Importa señalar que también en este concreto momento de remitir lo actuado a la Congregación de la Doctrina de la Fe, el Obispo diocesano puede imponer medidas cautelares de carácter administrativo mediante decreto si no ha juzgado necesario hacerlo con anterioridad, según lo previsto en el ya citado canon 1722 CDC.

Observación 60: el pronunciamiento de la Congregación para la Doctrina de la Fe

Una vez recibidas las actuaciones relativas a la investigación previa, la Congregación para la Doctrina de la Fe debe acusar recibo de forma inmediata al Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga, y, una vez revisadas las actas y considerará el votum del Obispo diocesano, la Congregación adoptará la decisión más conveniente al caso, que puede contemplar las siguientes opciones posibles:

Acordar el archivo de las actuaciones por no apreciar fundamento suficiente para iniciar un proceso canónico o haber prescrito el delito y no apreciar razones que justifiquen hacer uso de la prerrogativa de derogar o alzar la prescripción. El archivo se acuerda mediante Decreto motivado.

A pesar del archivo del procedimiento en sede canónica, cabe la “amonestación cautelar” al implicado, y cabría también, en los términos ya señalados anteriormente, dar cuenta a las autoridades civiles del Estado en el caso de que los hechos pudieran ser constitutivos de delito conforme al ordenamiento civil del Estado.

Acordar la devolución de las actuaciones al Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga, con determinadas directrices, eventualmente, acerca del modo de actuar, o con petición de practicar una investigación complementaria para mejor proveer.

Imponer medidas disciplinares no penales, ordinariamente mediante un precepto penal (cánones 1319, parágrafo 1 CDC y 1406, parágrafo 1, CCEO), como pueden ser limitaciones para el ejercicio del ministerio, más o menos amplias según el caso, como también alguna vez, la obligación de residir en un determinado lugar. No se trata de penas, sino de actos administrativos de gobierno destinados a garantizar y proteger el bien común y la disciplina eclesial, y a evitar el escándalo de los fieles.

Imponer remedios penales o penitencias o también amonestaciones o reprensiones u otras vías de solicitud pastoral.

Confirmación de la verosimilitud de los hechos y orden de iniciar un proceso canónico (extrajudicial o judicial) y prosecución del proceso hasta la resolución, en cuyo caso caben, a su vez, tres opciones:

Reservar la causa al propio tribunal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, para resolver mediante proceso judicial.

Decidir lo que proceda mediante decreto extrajudicial.

Presentar directamente casos gravísimos a la decisión del Sumo Pontífice para proceder a la dimisión del estado clerical junto con la dispensa de la ley del celibato, siempre que conste de modo manifiesto la comisión del delito y después de que se haya dado al reo la facultad de defenderse.

En tal caso habrá de estarse a las resultas del proceso penal canónico (judicial o extrajudicial) o a la decisión del Sumo Pontífice.

La decisión tomada por la Congregación para la Doctrina de la Fe se ha de comunicar al Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga, con las adecuadas instrucciones para su puesta en práctica.

Recomendación 24

Sobre la apertura de la investigación canónica previa

1.- Se recomienda asumir, como criterio de carácter general, que la investigación canónica previa deberá iniciarse por principio siempre que el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga tengan noticia, al menos verosímil, de la posible comisión de un delito.

2.- Por otro lado, debe recordarse que la investigación previa no es un proceso judicial cuya finalidad sea alcanzar la certeza moral sobre los hechos que constituyen el objeto de la denuncia, sino una actuación meramente administrativa destinada a que el Obispo forme un juicio de probabilidad acerca de si el delito fue o no cometido. El objeto y finalidad de la investigación es: a) la averiguación y esclarecimiento los hechos, recabando información y datos útiles para profundizar en la noticia del delito, y acreditar la verosimilitud; b) las circunstancias determinantes de su eventual calificación jurídica; y c) la imputabilidad de los hechos al sujeto responsable y si hubiere sido expresamente identificado al denunciado.

No se trata, pues, de proceder a una recogida minuciosa de elementos de prueba o piezas de convicción (testimonios, pericias, etc.), que es lo propio del proceso penal canónico que pueda tener que instruirse en su caso  posteriormente, a excepción de las necesarias para fundamentar la posible verosimilitud de la noticia del delito; sino de reconstruir, en la medida de lo posible, los hechos sobre los que se fundamenta la imputación, el número y el tiempo de las conductas delictivas, sus circunstancias, los datos personales de las presuntas víctimas, añadiendo una evaluación preliminar del eventual daño físico, psíquico y moral acarreado.

3.- A su vez, se recomienda que quien debe realizar la investigación canónica previa preste la debida atención al resultado de las investigaciones practicadas por las autoridades civiles, sobre todo en lo que concierne al esclarecimiento y veracidad de los hechos, porque los criterios a tener en cuenta en relación con otros aspectos jurídicos, como la prescripción, la tipificación del delito, o la edad de la víctima, pueden variar sensiblemente respecto a la regulación contemplada en el ordenamiento canónica. Por lo demás, tampoco cabe excluir, por principio, en tales casos, formular consulta a la Congregación de la Doctrina de la Fe.

4.- En el supuesto de que la denuncia o noticia del delito hubiere sido presentada o remitida directamente a la Congregación de la Doctrina de la Fe sin pasar por el Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga, se recomienda, como criterio de carácter general, que se informe inmediatamente a la Diócesis o institución eclesial correspondiente, sin perjuicio de la facultad que asiste a la Congregación de encomendar  la investigación previa a otro Obispo o autoridad análoga, o realizarla ella misma (artículo 17 SST).

5. En relación con el uso de la facultad excepcional de encomienda de la investigación previa al Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España en régimen de potestad jurisdiccional delegada, nos remitimos a las observaciones y recomendaciones que se formulan en el apartado VIII.

6.- Por otro lado, se recomienda acometer la investigación canónica previa independientemente de la existencia de una investigación que pueda corresponder a las autoridades civiles del Estado, salvo que pueda eventualmente existir en la legislación civil del Estado una prohibición de investigación al margen de la suya, en cuyo caso la autoridad eclesiástica competente deberá consultar a la Congregación para la Doctrina de la Fe; o cuando parezca oportuno esperar que concluya la investigación civil para asumir eventualmente los resultados de dicha investigación.

7.- Por lo que se refiere en último término a la cuestión relativa a la competencia para conocer de la investigación canónica previa, nos remitimos a lo ya señalado en las observaciones precedentes y a la posibilidad de plantear la cuestión ante la Congregación de la Doctrina de la Fe para recabar su consulta.

Sobre el desarrollo de la investigación canónica previa

1.- Se recomienda que la investigación canónica previa sea lo más rigurosa posible y se ciña a lo que constituye su objeto.

2.- Es importante tener presente las facultades y prerrogativas que asisten al encargado de la investigación durante el desarrollo de la investigación canónica previa:

a. Recabar información relevante sobre los hechos, tanto de personas, órganos e instituciones de la Iglesia, como también de las instituciones civiles del Estado en ese contexto de colaboración y cooperación mutuas.

Esa información puede provenir de documentos y también de testimonios recabados durante la investigación.

Acceder a la información y a los documentos necesarios para la investigación guardados en los archivos de las oficinas eclesiásticas.

Recabar la colaboración de otras autoridades eclesiásticas.

Escuchar a la víctima o víctimas (menores o personas vulnerables), en los términos y bajo la modalidad que resulte más adecuada a su estado y circunstancias.

Y, en fin, informar a la persona denunciada o acusada acerca de la investigación en su contra, escucharla sobre los hechos e invitarla a presentar alegaciones en su defensa.

3.- Por lo que se refiere específicamente a la labor de escucha, atención y acompañamiento a las supuestas víctimas, debe subrayarse la importancia de que, en todo momento, y muy en particular durante la investigación canónica previa, las autoridades eclesiásticas (Obispos diocesanos y autoridades eclesiales análogas) provean con sus mejores esfuerzos para que la presunta víctima y su familia sean tratados con dignidad y respeto, y, en todo caso, sean acogidos y ofrecerles escuchados y acompañamiento en cualquier momento de la investigación si no lo hubieren sido ya desde la recepción de la denuncia, incluso a través del ofrecimiento de servicios asistenciales específicos, además de procurándoles orientación y asesoramiento legal sobre como ejercer sus derechos y cumplir con los deberes que les corresponden, ya fuere ante la Iglesia o ante las autoridades civiles del Estado.

4.- En lo tocante a la delicada y trascendente cuestión acerca de la intervención de la persona investigada en la fase de investigación previa, ha de recordarse como consideración previa y fundamental la importancia de observar, por principio, todas las garantías jurídicas que les son propias, y en particular el deber de garantizar el derecho del investigado (y, normalmente, denunciado) a ser informado de los hechos denunciados y que supuestamente se le imputan, así como el derecho a la presunción de inocencia, debiendo evitarse, por principio, realizar actuaciones que puedan interpretarse como una anticipación de los resultados del proceso.

Debe garantizarse, a su vez, que durante la investigación previa la persona investigada pueda ser oída con la finalidad de contribuir al esclarecimiento de los hechos; si bien corresponde al Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga determinar cuándo hacerlo y en qué términos.

Por lo demás, no cabe dejar de señalar unos deberes específicos que resultan de obligada observancia en relación con la tutela de la buena fama de la persona o personas implicadas en la investigación canónica preliminar (presuntas víctimas, denunciados o acusados, testigos, etc.) de modo que no se generen prejuicios, represalias o discriminaciones, y en particular a los efectos ahora considerados con la persona del investigado o denunciado, como son:

El deber de evitar que, por causa de la investigación canónica preliminar, se ponga en peligro la reputación o buen nombre de la persona investigada.

El deber de restaurar o rehabilitar la imagen, fama y reputación de la persona investigada o acusada injustamente o cuando la denuncia se revela falsa o infundada.

Por último, debe aconsejarse al investigado que disponga de la debida asistencia jurídica, canónica y civil, si procede.

5.- En cuanto a los plazos relativos a la investigación canónica, se recomienda que, sin menoscabo del rigor y de la diligencia exigibles, y a fin de preservar las exigencias de la equidad y de un ejercicio razonable de la justicia, la duración de la investigación previa se adecue a la finalidad de la investigación misma, que no es otra que la de determinar si la noticia del delito es verosímil, y si existe o no apariencia de delito.

Es por ello que el procedimiento relativo a la investigación canónica preliminar ha de sustanciarse en los plazos establecidos, sin perjuicio de las prórrogas que pudieren resultar procedentes en su caso, y en todo caso sin incurrir en dilaciones indebidas o injustificadas.

La dilación indebida o injustificada de la investigación previa puede constituir una tacha de negligencia atribuible al proceder de la autoridad eclesiástica.

6.- Conviene recordar en último término que las autoridades eclesiásticas tienen la facultad de suspender el curso de la investigación canónica previa en el caso de que se encuentre en curso un proceso ante la jurisdicción civil del Estado y hasta tanto recaiga resolución jurisdiccional firme en sede civil. En tal caso, una vez recaída dicha resolución y adquirida firmeza, procede alzar la suspensión y reanudar el procedimiento, resolviendo lo que resulte procedente.

A los efectos de tramitar y resolver el procedimiento canónico, resultan de indudable importancia los hechos declarados en sede jurisdiccional civil.

Por último, debe subrayarse que no se trata de un acto debido, sino de una facultad, que ha de ejercitarse por parte de la Iglesia atendiendo a las circunstancias concurrentes de cada caso.

Sobre la conclusión del procedimiento de investigación canónica previa

1.- Se recomienda dar por concluida la investigación canónica en cuanto sea dable apreciar que se han reunido elementos suficientes para determinar la probabilidad de comisión del delito, sin incurrir en dilaciones innecesarias o en la reiteración de trámites o diligencias.

A su vez, debe subrayarse la importancia de cuidar la preparación de las actas de la investigación en las que se deja constancia de los hechos resultantes y posible calificación y valoración; así como del escrito de conclusiones del investigador y el informe de valoración del Obispo o autoridad eclesial análoga, que, juntos, todos ellos, conforman las actuaciones de las que debe darse traslado a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Ante la conclusión de la investigación canónica previa, deberá dar traslado a la Congregación de la Doctrina de la Fe, junto con la valoración y sugerencias del propio Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga

Cabe también que, a resultas de la conclusión de la investigación canónica previa, deba procederse a informar al Ministerio Fiscal si los hechos investigados pudieran resultar constitutivos de delito de conformidad con el ordenamiento jurídico civil del Estado.

2.- De igual modo, debe tenerse presente la posibilidad de decretar la suspensión del procedimiento canónico hasta tanto resuelva la jurisdicción civil del Estado en caso de existir un procedimiento en curso por los mismos hechos objeto de denuncia en sede canónica.3.- En el caso de que, una vez concluida la investigación previa, el Obispo o autoridad eclesial análoga aprecie que la imputación formulada resulta manifiestamente inconsistente, no se acordará la apertura del proceso penal, debiendo procederse al archivo de las actuaciones

En tal sentido, se recomienda hacer una interpretación estricta del supuesto indicado, pues, de no apreciarse la “inconsistencia manifiesta” no cabría proceder al archivo sin remitir las actuaciones a la Congregación para la Doctrina de la Fe.

i) Sobre la sustanciación del proceso penal canónico (extrajudicial o judicial)

Observación 61: Los procesos penales canónicos posibles pueden ser tres, a saber: a) el proceso penal judicial; b) el proceso penal extrajudicial; y c) el procedimiento excepcional previsto en el artículo 21, parágrafo 2, 2º SST.

Por lo que respecta al proceso penal judicial, se trata de un verdadero proceso judicial que se puede sustanciar, bien por el tribunal de la Congregación de la Doctrina de la Fe, bien por un tribunal inferior (artículos 16 y 17 SST).

Por su parte, el proceso penal extrajudicial, también llamado “proceso administrativo”, constituye una forma de proceso penal que reduce las formalidades previstas para el proceso judicial, con el fin de acelerar el curso de la justicia, sin eliminar con ello las garantías procesales que se prevén en un proceso justo (cf. cánones 221 CDC y 24 CCEO).

Por último, el procedimiento previsto en el artículo 21, parágrafo 2, 2° SST se reserva a los casos gravísimos y concluye con una decisión directa del Sumo Pontífice y prevé, de todos modos, que se garantice al acusado el ejercicio del derecho de defensa, aun cuando sea evidente que cometió el delito.

Sobre el juicio que merecen ciertos aspectos de la disciplina de la Iglesia en materia procesal canónica nos remitimos a las observaciones y recomendaciones que se formulan en el apartado subsiguiente.

También durante la realización del proceso penal canónico, judicial o extrajudicial, se pueden imponer al acusado las medidas cautelares.

Al finalizar el proceso penal, sea este judicial o extrajudicial, el pronunciamiento que cabe adoptar puede ser triple, a saber:

Condenatorio (“constat”), si consta con certeza moral la culpabilidad del acusado con respecto al delito que se le imputa. En este caso se deberá indicar específicamente el tipo de sanción canónica impuesta.

Absolutorio (“constat de non”), si consta con certeza moral la no culpabilidad del acusado, en cuanto a que los hechos no estén acreditados o no merezcan la consideración de delito, o se aprecie que, siendo los hechos delictivos, se concluye que el imputado no los ha cometido.

Dimisoria (“non constat”), si no ha sido posible alcanzar la certeza moral respecto a la culpabilidad del acusado, por ausencia de pruebas, porque las pruebas sean insuficientes o contradictorias, o porque no haya sido posible determinar si el imputado es quien ha cometido el ilícito o por la imposibilidad de saber si el delito haya sido cometido por una persona no imputable.

Existe la posibilidad de proveer al bien público y al bien del acusado con oportunas amonestaciones, remedios penales y otras vías dictadas por la solicitud pastoral (cf. canon 1348 CDC).

Se trata ésta de una fórmula que este informe ha puesto de manifiesto que su utilización por los órganos eclesiásticos competentes no es en modo alguno insólita o inusual, especialmente en aquellos casos en los que no habiendo certeza moral sobre los hechos imputados, y por consiguiente no apreciándose fundamento jurídico suficiente para emitir un pronunciamiento condenatorio que lleve consigo la imposición de la pena o penas correspondientes, sin embargo pueda apreciarse una conducta o comportamiento inapropiado.

La posibilidad de proveer al bien de la Iglesia y al bien del acusado mediante el recurso a estas amonestaciones o remedios (penales) cuando los hechos imputados no puedan ser calificados jurídicamente como delito canónico y no proceda por consiguiente la imposición de una y sin embargo se aprecie la concurrencia de un comportamiento o conducta que, careciendo de relevancia penal, resulte inadecuado o inapropiado, constituye un medio valioso de reproche y reprensión hacia quien no puede jamás proceder de esa manera. Y, como se decía, este informe ha puesto de manifiesto diversos testimonios de casos en los que se ha hecho uso de esta facultad.

La decisión —por sentencia o por decreto— deberá indicar cual es el pronunciamiento adoptado, para que sea claro si “consta”, o si “consta que no”, o si “no consta”.

Contra el pronunciamiento del tribunal cabe interponer recurso por quien ha sido parte en el proceso, excepto en el caso del procedimiento previsto en el artículo 21, parágrafo 2, 2° SST, en cuyo caso tratándose de un acto dictado por el Romano Pontífice es inapelable (cf. cánones 333, parágrafo 3, CDC y 45, parágrafo 3 CCEO).

Recomendación 25

Sobre el proceso penal canónico (extrajudicial o judicial)

Sobre la valoración de los procesos canónicos y la idoneidad de la disciplina canónica, nos remitimos a las observaciones y recomendaciones que, a continuación, se formulan en el apartado VIII.

j) Sobre algunas cuestiones específicas relativas al estado del clérigo o religioso acusado

Observación 62:

Desde que se toma razón de la denuncia o se tiene noticia del delito, el acusado tiene derecho a solicitar la dispensa de todas las obligaciones inherentes al estado clerical, incluido del celibato, y, si fuera el caso, de los eventuales votos religiosos.

El Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga debe informarle claramente de este derecho. Si el clérigo o religioso decidiera acogerse a esta opción, deberá dirigir la correspondiente solicitud al Santo Padre, presentándose e indicando brevemente las motivaciones por las que la pide.

Resulta de la información y datos de este estudio que, en una muy elevada proporción de casos, la noticia del delito se refiere a un clérigo o religioso ya fallecido y, en otras ocasiones, en una edad tan avanzada y con un estado de salud tan frágil que su fallecimiento es inminente o sobreviene en un lapso de tiempo muy breve; lo que, obviamente, se justifica por razón de la fecha a que se remontan los hechos denunciados o conocidos, aunque la denuncia o noticia del delito sobreviniere décadas después. En este caso específico, no cabe incoar proceso penal alguno. Pero ello no obsta, como luego se indicará, para que, en caso de tener certeza de los hechos o formar la convicción acerca de su verosimilitud, se puedan arbitrar medios de reparación del mal causado a la víctima.

En el caso de que el clérigo o religioso fallezca durante la investigación previa, no será posible incoar un proceso penal sucesivamente. Sin embargo, se recomienda en cualquier caso que el Obispo diocesano o autoridad análoga informen igualmente al Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

 Si el clérigo o religioso acusado fallece durante el proceso penal, deberá comunicarse tal circunstancia al Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

Si, en la fase de la investigación previa, el clérigo o religioso acusado hubiere perdido su estado canónico al haber recibido la dispensa o una pena impuesta por otro procedimiento, el Obispo diocesano o autoridad análoga habrán de valorar si es oportuno llevar a término la investigación previa, por motivos de caridad pastoral y por exigencias de justicia respecto a las víctimas.

Si eso sucede durante el proceso penal ya comenzado, este se podrá llevar a término, aunque sólo sea para definir la responsabilidad del eventual delito y para imponer las eventuales penas. Se debe recordar que, en la definición de delictum gravius, es necesario que el acusado fuera clérigo en el momento del eventual delito, no al momento del proceso.

Finalmente, si el sacerdote o diácono no es expulsado del estado clerical, debe atenderse a su adecuado sostenimiento, si no se le puede confiar un oficio (canon 1350, parágrafo 1, CDC). Además, el Obispo diocesano debe ayudar al clérigo que ha sido expulsado, si se encuentra en verdadera necesidad como consecuencia de la pena impuesta (canon 1350, parágrafo 2, CDC).

Ello cabe predicarse igualmente de quien ostenta la condición de religioso.

5.3.7 La trascendencia de iniciar una reflexión en el seno de la Iglesia acerca del sistema de investigación y enjuiciamiento de delitos en sede canónica y sobre una eventual nueva disciplina de los procesos canónicos.

Observación 63: El sistema de investigación y enjuiciamiento de delitos de abuso sexual en sede canónica y la disciplina de los procesos canónicos.

Es indudable que la cuestión atinente a los abusos sexuales en el seno de la Iglesia tiene múltiples dimensiones, desde luego dimensiones extrajurídicas, que demandan un tratamiento no jurídico, y, entre otros aspectos, una asistencia a quienes han padecido un mal por tal motivo, entre otras una asistencia espiritual y pastoral que debe dispensar y atender la propia Iglesia en su sentido más pleno y profundo; además de otros posibles servicios específicos que puedan resultar pertinentes a resultas del proceso de escucha y acompañamiento de la víctima seguido en cada caso.

Ello, sin embargo, no puede ni debe ocultar ni eclipsar la dimensión o perspectiva esencial, de cariz inequívocamente jurídico, cual es la de orientar la acción de la Iglesia a la “búsqueda de la verdad” y la “realización de la justicia”.

Y es lo cierto que esta doble finalidad de “búsqueda de la verdad” y “realización de la justicia” tiene lugar inexorablemente a través de la aplicación del Derecho (penal o punitivo), y aplicación además en el seno de un proceso justo y sustanciado con plena observancia de todas las garantías jurídicas.

Hasta el punto es así, que cabe afirmar que no es posible abordar la cuestión relativa a los abusos sexuales en el seno de la Iglesia sin el derecho; no se trata de una opción más, sino que se trata de un instrumento imprescindible, pues sin esta perspectiva de lo jurídico, no es posible afrontar la problemática de los abusos en la Iglesia.

Desde esta perspectiva, el proceso canónico constituye un instrumento primordial al servicio de la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia, cuya consecución debe ser un fin irrenunciable para la Iglesia.

Siendo ello así, y analizado el sistema procesal canónico, cabe advertir que la disciplina de los procesos canónicos participa aún de unos principios y criterios que pudieran no compadecerse en los términos exigibles con las exigencias y garantías jurídicas del justo proceso; lo cual, suscita no pocas cuestiones de fondo desde la perspectiva del sistema de investigación y enjuiciamiento de los delitos o ilícitos penales en sede canónica, pero plantea abiertamente la necesidad de reconsiderar ciertas bases del sistema penal y procesal canónico en su configuración actual, así como la necesidad de contar con un cuerpo normativo canónico en materia penal con mayor rigor técnico y debidamente armonizado en sus aspectos jurídicos sustantivos y procesales.

No cabe desconocer que se trata de una observación trascendente, que además requiere una voluntad y un asentimiento que trasciende a la Iglesia en España, pero cabría aprovechar la oportunidad que brinda el actual estado de circunstancias de revisión paulatina y progresiva del sistema penal y procesal para ofrecer una respuesta jurídica y, por derivación, institucional, a los restos y desafíos del momento, que pasan también por abordar una revisión del sistema procesal canónico a las exigencias y garantías del justo proceso.

A estos efectos, no cabe dejar de subrayar la singular importancia e interés que, por su rigor, prestigio y solvencia técnica y profesional, tienen los estudios y análisis elaborados en España en el seno del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica.

Observación 64: Las orientaciones posibles para futuras reformas del Código de Derecho Canónico en aspectos o cuestiones de índole procesal

Una de las principales ideas fuerza que habrían de inspirar la reflexión sobre eventuales reformas del ordenamiento jurídico canónico en aspectos o cuestiones de índole procesal, sería la de reconducir la disciplina de los procesos canónicos en el seno de la Iglesia a los criterios del justo proceso, y la definitiva “judicialización” de los procesos canónicos.

Ello requiere enunciar los principios y garantías jurídicas básicas que habrían de inspirar la reflexión sugerida, a saber:

La plena judicialización del proceso canónico, y, por consiguiente, la concepción de un proceso no administrativo (o extrajudicial) y articulado con todas las garantías jurídicas.

La garantía de independencia e imparcialidad del órgano jurisdiccional responsable del enjuiciamiento de los hechos y resolución del proceso, lo que comprende un régimen de exclusividad e inamovilidad (o, cuando menos, estabilidad) de los jueces encargados del desempeño de esa función judicial canónica y un sistema de abstenciones y recusaciones equiparable a cualquier sistema procesal.

La garantía de la preparación y aptitudes personales, profesionales y espirituales de quienes van a asumir la condición de jueces llamados a desempeñar esa función judicial en el seno de la Iglesia.

La necesaria distinción entre los órganos encargados de la investigación (instrucción del proceso penal canónico) y los órganos responsables del enjuiciamiento (enjuiciamiento y resolución del proceso penal canónico).

El replanteamiento de la posición jurídica de la víctima y su participación y consideración procesal en el proceso canónico.

El derecho a la presunción de inocencia del denunciado, imputado o acusado.

La garantía jurídica de los derechos fundamentales de índole procesal de cualquier investigado, imputado o acusado, entre ellos:

El derecho de defensa y a la asistencia de letrado.

El derecho a ser informado de la acusación formulada.

El derecho a un proceso sin dilaciones indebidas y con todas las garantías.

El derecho a la contradicción y a utilizar todos los medios de prueba pertinentes para su defensa.

El derecho a no confesarse culpable y a no declarar contra sí mismo.

La necesidad de la certeza moral y la libre valoración de las pruebas practicadas en el proceso canónico.

El derecho a la revisión de las resoluciones y pronunciamientos dictados.

El derecho al doble grado de jurisdicción.

El reconocimiento del valor de la cosa juzgada material y procesal a las resoluciones dictadas en sede canónica.

Observación 65: La importancia del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España

En este mismo orden de consideraciones, no cabe dejar de resaltar el privilegio que supone para España y para la Iglesia Católica en España contar con el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica, por lo que supuso su creación y por el reconocido prestigio y solvencia ganados desde entonces y hasta el momento presente.

Conviene recordar la honda raigambre histórica del Tribunal de la Nunciatura Apostólica, que tiene su precedente en el antiguo Tribunal del Nuncio, del que se tiene constancia documental en las facultades concedidas el 16 de abril de 1529 al Nuncio Girolamo da Schio, en respuesta a las peticiones formuladas por las Cortes de Toledo de 1525, y que permaneció en funcionamiento hasta la creación ya en la segunda mitad del siglo XVIII del “Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España” en virtud del Motu Proprio del Papa Clemente XIV, “Administrandae iustitiae zelus”, de 26 de marzo de 1771.

Desde entonces, el Tribunal de la Nunciatura Apostólica desempeñó su misión ininterrumpidamente hasta su supresión por la Santa Sede el 21 de junio de 1932, siendo restaurado por el Papa Pío XII, mediante Motu Proprio “Apostolico Hispaniarum Nuntio”, de 7 de abril de 1947.

Por lo que se refiere a su organización, competencias y régimen de funcionamiento, fue el Papa San Juan Pablo II quien, en virtud del Motu Proprio “Nuntiaturae Apostolicae in Hispania”, de 2 de octubre de 1999, aprobó las normas orgánicas y procesales a que debía sujetarse el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en el desempeño de su función jurisdiccional.

Según estas normas, el Tribunal de la Rota se constituye en Madrid bajo la autoridad del Nuncio Apostólico, configurándose como un órgano jurisdiccional “colegiado” cuya principal competencia reside en conocer de las “apelaciones contra las sentencias eclesiásticas pronunciadas en el territorio de España”.

El Tribunal se compone de siete jueces, a los que preside su Decano bajo la superior autoridad del Nuncio; a lo que se añade un Fiscal-Promotor de la Justicia para promover la defensa del bien público y un Defensor del Vínculo Matrimonial y de la Sagrada Ordenación.

En cuanto a las competencias del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica, tiene atribuidas las siguientes:

En segunda y ulteriores instancias, conoce sobre las siguientes causas:

En segunda instancia, las causas que fueron juzgadas en primera instancia por cualesquiera tribunales de España, metropolitanos o de arzobispado no metropolitano inmediatamente sujeto a la Sede Apostólica, quedando suprimidos los tribunales que de una vez para siempre se designaron para recibir las apelaciones.

En tercera instancia, las causas que fueron juzgadas en segunda instancia por los tribunales metropolitanos del territorio de España, o por los tribunales interdiocesanos de segunda instancia, o por la misma Rota.

En una instancia ulterior, las causas que requieran una nueva proposición de ellas, si proceden de la mis Rota; también si proceden de tribunales metropolitanos o de tribunales interdiocesanos de segunda instancia erigidos con la aprobación de la Santa Sede.

Además, juzga en primera instancia las causas que el Nuncio Apostólico, a petición de algún obispo que en España sea competente en la causa confiare al mismo tribunal por graves razones y, por razones asimismo graves y convincentes, podrá el Nuncio Apostólico, según su prudente juicio y conciencia, a petición de ambas partes, y con el consentimiento del Metropolitano, enviar a la Rota de la Nunciatura Apostólica, para que sean juzgadas en segunda instancia, las causa de nulidad de matrimonio  que en primera instancia hayan sido juzgadas por cualquier tribunal sufragáneo de España.

A su vez, el Tribunal de la Rota de la Nunciatura es también tribunal de primera, o ulterior instancia, del arzobispado castrense.

La importancia del Tribunal de la Rota a los efectos ahora considerados estriba, no ya en su extraordinario prestigio y en el de los jueces que lo integran y la confianza que en él se deposita, que va de suyo y sin duda es factor determinante, sino por la circunstancia también de tratarse de un órgano jurisdiccional de la Iglesia en España no constreñido en cuanto a sus competencias territoriales, y que, como ha quedado comprobado a partir de los trabajos de este informe, su protagonismo actual es creciente, asumiendo por delegación -cada vez más y a pesar de la dificultad derivada de la limitación de sus medios- funciones jurisdiccionales propias de las Diócesis y de sus respectivos Tribunales Eclesiásticos en materia de investigación y enjuiciamiento de delitos de abuso sexual.

Desde esta perspectiva, se estima que cabría ponderar la conveniencia de iniciar un proceso de reflexión sobre el sistema de investigación y enjuiciamiento de los delitos canónicos de abuso sexual y que permitiera atribuir al Tribunal de la Rota competencias propias en materia de investigación y enjuiciamiento, o solo de enjuiciamiento, de los delitos canónicos relacionados con abusos sexuales.

Ello, sin embargo, requiere de una necesaria e ineludible potenciación y reforzamiento del Tribunal de la Rota, tanto desde la perspectiva de la delimitación de sus competencias, como desde la perspectiva de los medios y recursos con los que cuenta, sin las cuales no cabría plantearse esta opción, y que habría de comprender:

La que dicho Tribunal cabría asumir delimitación clara y precisa desde una perspectiva jurídico procesal de las competencias en materia de investigación y enjuiciamiento, o solo enjuiciamiento, de los delitos canónicos en materia de abuso sexual.

El reforzamiento de la plantilla de jueces-auditores que integran el Tribunal mediante la urgente provisión de las plazas vacantes existentes y acumuladas desde largo tiempo atrás y hasta la fecha, y probablemente mediante una adecuada y progresiva programación de la ampliación de esta plantilla en función de las circunstancias y de las decisiones que puedan adoptarse en la línea sugerida.

La dotación de recursos auxiliares y materiales en una mayor proporción de aquellos con los que cuenta actualmente, que se revelan notoriamente insuficientes; siendo así que dicha insuficiencia resulta desproporcionada con respecto a la importancia histórica de la institución del Tribunal de La Rota y a la relevancia adquirida por la creciente asunción de competencias en materia de investigación y enjuiciamiento de asuntos relacionados con delitos de abusos sexual.

Recomendación 26

1.- Que debe ponderarse la conveniencia de iniciar una reflexión sobre la necesidad de madurar y en su caso impulsar un proceso de reforma de la disciplina de los procesos canónicos en el seno de la Iglesia en el sentido de adoptar los principios y criterios del justo proceso, para lo cual resulta de indudable trascendencia e interés tomar en consideración, por su rigor, prestigio y solvencia técnica y profesional, los estudios y análisis elaborados en el seno del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica.

2.- Que una de las principales ideas fuerza que habrían de inspirar una reflexión sobre eventuales reformas del ordenamiento jurídico canónico en aspectos o cuestiones de índole procesal, sería reconducir la disciplina de los procesos canónicos en el seno de la Iglesia a los criterios del justo proceso, que cabría concretar, a título puramente enunciativa, en los siguientes aspectos:

La plena judicialización del proceso canónico.

La garantía de independencia e imparcialidad del órgano jurisdiccional decisor.

La necesaria distinción en el proceso canónico entre los órganos encargados de la investigación y los órganos responsables del enjuiciamiento.

La reconsideración de la posición jurídica de la víctima y su participación y consideración procesal en el proceso canónico.

El derecho a la presunción de inocencia del investigado, imputado o acusado.

La garantía jurídica de los derechos fundamentales de índole procesal de cualquier investigado, imputado o acusado, entre ellos los relativos a la defensa y asistencia de letrado, a ser informado de la acusación formulada, a un proceso sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a la contradicción y a utilizar todos los medios de prueba pertinentes para su defensa, y a no confesarse culpable y no declarar contra sí mismo.

La necesidad de la certeza moral y la libre valoración de las pruebas.

La exigencia de doble grado de jurisdicción y el derecho a la revisión de las resoluciones y pronunciamientos dictados.

 3.- Que, en esa misma línea argumental, debe ponderarse en los términos que merece el privilegio que supone para la Iglesia Católica en España contar con el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica, por su reconocido prestigio histórico y desde luego presente, y ponderar debidamente la opción de atribuirle competencias propias en materia de investigación y enjuiciamiento de los delitos canónicos relacionados con abusos sexuales.

4.- Que, a los efectos señalados en el apartado anterior, debieran previamente adoptarse las medidas pertinentes en orden a una necesaria potenciación y reforzamiento del Tribunal de la Rota, sin la cual no cabría plantearse esta opción, y que habría de comprender:

La delimitación clara y precisa de sus competencias sobre la materia.

La provisión de vacantes y probablemente la ampliación del número de jueces auditores y personal auxiliar.

La dotación de los recursos materiales y presupuestarios en una mayor proporción de aquellos con los que cuenta actualmente.

5.- Que, a este respecto, se recomienda ponderar la conveniencia de que por parte de la CEE se pueda trasladar a la Nunciatura Apostólica la necesidad de precisar las competencias del Tribunal de la Rota sobre la materia relativa a la investigación y enjuiciamiento de los delitos canónicos relacionados con abusos sexuales, al tiempo que adoptar las medidas conducentes a procurarle los medios adecuados para cumplir eficazmente con la tarea que ya desempeña actualmente sobre la materia objeto de consideración y la que pudieren eventualmente serle atribuida en un futuro

5.3.8 La actitud y modos de proceder de la Iglesia en relación con la detección, investigación, enjuiciamiento, sanción y ejecución de las resoluciones adoptadas en sede jurisdiccional civil del Estado.

Observación 66: El deber de denunciar la noticia del delito ante las autoridades civiles del Estado

En la línea argumental ya expuesta con anterioridad, cabe afirmar un deber general de cumplimiento de la legislación civil del Estado y de colaboración de las autoridades eclesiásticas con las autoridades civiles del Estado.

De ello resulta un deber específico de denunciar los hechos conocidos y que supuestamente pudieren ser constitutivos de delitos contra la libertad e indemnidad sexual cuando la víctima del delito sea una persona menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección, en los términos que resultan del artículo 261 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en la redacción dada a dicho precepto por virtud de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y a la adolescencia frente a la violencia.

La denuncia de los hechos supuestamente delictivos ante las autoridades civiles del Estado puede residenciarse ante la policía gubernativa (Policía Nacional o Guardia Civil en su caso), la Fiscalía, o directamente ante el Juzgado de Instrucción (o, en su caso, Juzgado Central de Instrucción si la competencia correspondiere eventualmente a la Audiencia Nacional).

Queda siempre a salvo la reserva sobre las personas o materias de que hayan tenido conocimiento de los hechos supuestamente delictivos por razón de su ministerio, como se ha indicado anteriormente.

Recomendación 27

1.- Debe cumplirse con el deber de denunciar ante las autoridades civiles del Estado los hechos que hubieren sido conocidos y que supuestamente pudieren ser constitutivos de delito contra la libertad sexual conforme a la legislación civil del Estado.

2.. Quedan exceptuados de este deber los sacerdotes o religiosos ordenados que hubieren tenido conocimiento de los hechos por razón del ejercicio de su ministerio, sujeto al deber de sigilo sacramental.

a) El proceso penal

Observación 67: La investigación y enjuiciamiento de los delitos tipificados en la legislación civil del Estado a través del proceso penal

La investigación y enjuiciamiento de los delitos de abuso sexual tipificados en la legislación civil del Estado tiene lugar a través del proceso penal sustanciado ante los juzgados y tribunales del orden jurisdiccional penal del Estado.

Debe recordarse, a este respecto, que la investigación y enjuiciamiento de los delitos que tenga lugar en el ámbito civil del Estado se realizará con independencia de las actuaciones que resulten procedentes en sede canónica; y ello sin perjuicio de que, como ya quedó indicado, pueda hacerse uso por parte del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga de la facultad de suspender el curso de la investigación canónica previa o del proceso canónico subsiguiente hasta tanto se resuelvan el proceso incoado en sede jurisdiccional civil del Estado.

El investigado o acusado goza de la presunción de inocencia y se requiere la exigencia de una mínima actividad probatoria de cargo para desvirtuar dicha presunción.

Durante la instrucción del proceso penal cabe que se adopten medidas cautelares dirigidas a la protección de las víctimas o, en su caso, también, para el aseguramiento de otros bienes derivados del proceso.

Recomendación 28

1.- Debe recordarse que la investigación y enjuiciamiento de los delitos de abuso sexual que tenga lugar en el ámbito civil del Estado se realizará con independencia de las actuaciones que resulten procedentes en sede canónica en el caso de que los hechos puedan ser constitutivos de delito canónico.

 2.- Ello no obsta para que, como ya quedó indicado, ponderadas las circunstancias concurrentes en cada caso, pueda hacerse uso por parte del Obispo diocesano o autoridad eclesiástica análoga de la facultad de suspender el curso de la investigación canónica previa o del proceso canónico subsiguiente hasta tanto se resuelvan el proceso incoado en sede jurisdiccional civil del Estado.

b) La participación y posición jurídica de las víctimas en el proceso penal sustanciado ante la jurisdicción del Estado

Observación 68: La investigación y enjuiciamiento de los delitos tipificados en la legislación civil del Estado a través del proceso penal

En la línea argumental ya expresada anteriormente, la persona que afirma haber sido víctima de un abuso tiene derecho a recibir en el seno de la Iglesia una atención adecuada, que comprende el derecho de la presunta víctimas y de su familia a ser recibidos, escuchados y acompañados, pero también  a recibir asistencia y asesoramiento legal en general y, muy especialmente -a los efectos ahora considerados-, orientación y consejo sobre las vías de investigación y enjuiciamiento de los hechos denunciados o simplemente puestos en conocimiento de la Iglesia y la consiguiente tramitación procesal, tanto en vía canónica, como en vía civil.

En relación con la jurisdicción civil del Estado, la presunta víctima tiene los siguientes derechos:

Derecho a recibir información y orientación en general y en particular sobre los derechos y acciones que le asisten.

Derecho a denunciar a los hechos ante la autoridad civil competente.

Derecho a la personación en el proceso penal y ser parte procesal, para lo cual deberán ser informados en los términos previstos en los artículos 109 y 110 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, instruyéndoles de su derecho a designar asistencia letrada o instar su nombramiento de oficio en caso de ser titulares del derecho a la asistencia jurídica gratuita.

Asimismo, les informará de que, de no personarse en el expediente y no hacer renuncia ni reserva de acciones civiles, el Ministerio Fiscal las ejercitará si correspondiere.

Quienes se personaren podrán desde entonces tomar conocimiento de lo actuado e instar la práctica de diligencias y cuanto a su derecho convenga.

Así, desde la perspectiva de su intervención en el proceso penal, la víctima puede adoptar dos posiciones, a saber: a) la de denunciante, en el caso de limitarse a formular denuncia y dejar la acusación a formular en su caso en manos del Ministerio Fiscal; y b) la de constituirse como acusación particular y ser parte en el proceso penal a todos los efectos.

El Ministerio Fiscal y los Juzgados y Tribunales de la jurisdicción civil del Estado deben velar en todo momento por la protección de los derechos de las víctimas y de las personas perjudicadas por los delitos que pudieran haber sido eventualmente cometidos.

Recomendación 26

1.- La persona que afirma haber sido víctima de un abuso tiene derecho a recibir en el seno de la Iglesia una atención adecuada, que comprende el derecho de la presunta víctimas y de su familia a ser escuchados y acompañados, pero también a recibir asistencia y asesoramiento legal y muy especialmente orientación sobre las vías de investigación y enjuiciamiento de los hechos denunciados o simplemente puestos en conocimiento de la Iglesia y la consiguiente tramitación procesal, tanto en vía canónica como en vía civil.

2.- En relación con la jurisdicción civil del Estado, la presunta víctima tiene los siguientes derechos:

Derecho a recibir información en general y en particular sobre los derechos y acciones que le asisten.

Derecho a denunciar a los hechos ante la autoridad civil competente.

Derecho a la personación en el proceso penal y ser parte procesal, para lo cual deberán ser informados en los términos previstos en los artículos 109 y 110 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, instruyéndoles de su derecho a designar asistencia letrada o instar su nombramiento de oficio en caso de ser titulares del derecho a la asistencia jurídica gratuita. Asimismo, les informará de que, de no personarse en el expediente y no hacer renuncia ni reserva de acciones civiles, el Ministerio Fiscal las ejercitará si correspondiere.

Quienes se personaren podrán desde entonces tomar conocimiento de lo actuado e instar la práctica de diligencias y cuanto a su derecho convenga.

3.- Desde la perspectiva expuesta, la posición jurídica de la víctima en el proceso penal puede ser como mero denunciante, en el caso de limitarse a formular denuncia y dejar la acusación a formular en su caso en manos del Ministerio Fiscal, o constituirse como acusación particular y ser parte a todos los efectos en el seno del proceso penal.

c) Sobre el valor jurídico de las sentencias o autos de sobreseimiento recaídos en el seno del proceso penal seguido ante la jurisdicción civil del estado

Observación 68: El valor jurídico de las sentencias (condenatorias o absolutorias) o autos de sobreseimiento recaídos en el seno del proceso penal seguido ante la jurisdicción civil del Estado

Dado que, como se ha dejado constancia, la investigación y enjuiciamiento de los delitos de abuso sexual que tenga lugar en sede canónica se realizará con independencia de las actuaciones que resulten procedentes en sede civil del Estado en el caso de que los hechos pudieran ser constitutivos de delito desde una perspectiva civil, no debe minusvalorarse en modo alguno la importancia de las resoluciones jurisdiccionales recaídas en los procesos penales que puedan seguirse ante la jurisdicción civil del Estado, y ello, tanto se trate de sentencias que pongan fin al proceso, ya fueren condenatorias o absolutorias, como de autos de sobreseimiento, ya se tratare de sobreseimiento libre y definitivo o, en su caso, de sobreseimiento provisional, que, como es bien sabido, no es lo mismo desde un punto de vista penal y procesal.

Ello adquiere una especial importancia -a los efectos ahora considerados- en un doble sentido.

Por un lado, desde el momento en que, como ha quedado reiterado en consideraciones precedentes, el Obispo diocesano o la autoridad eclesiástica análoga -una vez ponderadas las circunstancias concurrentes en cada caso- pueden hacer uso de la facultad de “suspender” el curso de la investigación canónica previa o del proceso canónico subsiguiente hasta tanto se resuelvan las diligencias incoadas o, en su caso, el proceso incoado y que se sustancie en sede jurisdiccional civil del Estado.

Por otro lado, resulta igualmente relevante desde la perspectiva del valor jurídico que despliegan las resoluciones jurisdiccionales firmes recaídas en procesos seguidos ante la jurisdicción civil del Estado con respecto a las actuaciones que se sigan en el ámbito canónico, pues la existencia de una resolución jurisdiccional dictada por un juez o tribunal civil, siempre que haya devenido firme y por consiguiente irrevocable, tiene una valor jurídico inequívoco que deriva del propio pronunciamiento, ya fuere para decretar el sobreseimiento de la causa penal y el consiguiente archivo de las actuaciones incoadas, o para poner fin al proceso mediante un pronunciamiento que puede ser condenatorio o absolutorio. Y, muy en particular y especialmente, desde el punto de vista del valor jurídico que deriva de los hechos declarados probados por resolución judicial firme en el orden civil del Estado.

Recomendación 27

Se recomienda que los Obispos diocesanos o autoridades eclesiásticas análogas responsables de una investigación canónica previa o proceso canónico subsiguiente ponderen adecuadamente las circunstancias concurrentes en cada caso para conferir la importancia que puedan merecer las actuaciones jurisdiccionales que por los mismos hechos se sigan ante la jurisdicción civil del Estado, y en particular conferir la importancia que merecen a las resoluciones jurisdiccionales que, bien en forma de sentencia (absolutoria o condenatoria), bien en forma de auto de sobreseimiento (libre y definitivo o provisional), puedan dictarse por el órgano jurisdiccional competente, a los efectos de su repercusión en el ámbito de las actuaciones que se sigan en sede canónica.

Ello adquiere una especial importancia en un doble sentido, a saber: a) la posibilidad de hacer uso de la facultad de suspender el curso de la investigación canónica previa o del proceso canónico subsiguiente hasta tanto se resuelvan el proceso incoado en sede jurisdiccional civil del Estado mediante resolución jurisdiccional firme; y b) el valor jurídico de los pronunciamientos recaídos en sede jurisdiccional civil y en particular los hechos declarados probados.

d) La exigencia de responsabilidad penal por la comisión de delitos contra la libertad sexual

Observación 69: La exigencia de responsabilidad penal por la comisión de delitos contra la libertad sexual

Sin perjuicio de las observaciones que se formulen en el capítulo subsiguiente en donde se incardina el tratamiento del sistema de reparaciones, importa ahora señalar que las conductas de abuso sexual tipificadas como delito en la legislación civil del Estado dan lugar a la consiguiente responsabilidad penal.

Desde la perspectiva del ordenamiento civil del Estado, cabe, en primer término y principalmente, la exigencia de responsabilidad penal a las personas naturales o físicas incluidas dentro del ámbito subjetivo de este informe (clérigos, religiosos y laicos) que cometieren los abusos en su condición de autores de los delitos de abuso sexual bajo cualquiera de sus expresiones o manifestaciones como se recordará (esto es, autor material o directo, inductor, cómplice, coautor o autor mediato), o también a quienes encubriesen esos hechos en los términos establecidos por el Código Penal (ya no como encubridores a título de partícipes, sino como autores responsables de un delito específico de encubrimiento).

También cabría en hipótesis la posible responsabilidad penal en su caso de la Iglesia como persona jurídica en los supuestos y en los términos en que resultase procedente a la luz del Código Penal.

Importa señalar que la responsabilidad penal de carácter personal se extingue (y con ella la acción para exigirla) por el fallecimiento del victimario o sujeto activo del delito (artículo 130.1, apartado 1º del Código Penal), o por prescripción del delito (artículo 130.1, apartado 6º del Código Penal); circunstancias ambas que cabe apreciar, a la vista de la información y datos resultantes de este informe, que se han dado con frecuencia en este contexto de delitos de abuso sexual por razón del lapso de tiempo que, no sin frecuencia, ha transcurrido entre el momento en que tienen lugar los hechos y cabe entender cometido el delito y la fecha de sus denuncia ante las autoridades civiles del estado.

El cuanto al perdón de la víctima o persona ofendida (artículo 130.1, apartado 5º del Código Penal), únicamente extinguirá la acción penal “cuando se trate de delitos leves perseguibles a instancias de la persona agraviada o la ley así lo prevea” y siempre que el perdón sea “otorgado de forma expresa antes de que se haya dictado sentencia, a cuyo efecto la autoridad judicial sentenciadora deberá oír a la persona ofendida por el delito antes de dictarla”; no así “en los delitos cometidos contra personas menores de edad o personas con discapacidad necesitadas de especial protección que afecten a bienes jurídicos eminentemente personales”, respecto de los cuales “el perdón de la persona ofendida no extingue la responsabilidad criminal”.

Recomendación 28

1.- Debe recordarse que, desde la perspectiva del ordenamiento civil del Estado, cabe la exigencia de responsabilidad penal a las personas naturales o físicas incluidas dentro del ámbito subjetivo de este informe (clérigos, religiosos y laicos) que cometieren los abusos (autores de los delitos de abuso sexual en cualquiera de sus expresiones o manifestaciones) o quienes los encubriesen (autores de delito de encubrimiento), sin perjuicio de la posible responsabilidad penal en su caso de la Iglesia como persona jurídica en los supuestos y en los términos en que resultasen procedentes.

2.- Esa responsabilidad penal de carácter personal se extingue por el fallecimiento del victimario o sujeto activo del delito, o por prescripción del delito (artículo 130.1, apartado 6º del Código Penal); no así por el perdón de la víctima o persona a ofendida en los delitos cometidos contra personas menores de edad o personas con discapacidad necesitadas de especial protección que afecten a bienes jurídicos eminentemente personales.

e) Consideración especial sobre el régimen de la prescripción de los delitos relacionados con la materia de abusos sexuales

Observación 70: La prescriptibilidad de los delitos de abuso sexual en el ordenamiento jurídico civil del Estado

Una cuestión de especial trascendencia que se plantea a propósito de la exigencia de responsabilidad penal ante las autoridades civiles del Estado es el debate suscitado acerca del régimen de prescripción y la imprescriptibilidad de los delitos relacionados con la materia de abusos sexuales en el ordenamiento jurídico civil del Estado.

Tal cuestión se plantea desde la perspectiva del ordenamiento jurídico civil del Estado; no así en el ordenamiento jurídico canónico, en donde -como es bien sabido y así ha quedado expuesto previamente- cabe la dispensa o alzamiento de la regla general de la prescripción en casos singulares.

El debate suscitado desde ciertos sectores parte de la regla establecida de la prescripción de los delitos en el ordenamiento penal del Estado para postular la imprescriptibilidad como garantía en favor de las presuntas víctimas de abusos sexuales que tendrían así acción para perseguir los delitos sin sujeción a límite temporal alguno.

Como consideración preliminar debe señalarse que el fundamento último de la prescripción como institución en cuya virtud se adquieren derechos, potestades o acciones, o se extinguen las poseídas, (y por la que se extingue la responsabilidad penal), reside en la seguridad jurídica.

De ahí que el examen de la cuestión ha de analizarse desde la perspectiva de los derechos de las víctimas, pero también desde la perspectiva de las exigencias derivadas de la seguridad jurídica, que, no cabe olvidar, constituye un principio general del Derecho (y, por consiguiente, fuente aplicable en defecto de ley y costumbre, “sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico”, según previene el artículo 1.1 y 4 del Código Civil), a lo que, además, debe añadirse su carácter de principio elevado a rango de principio constitucional (artículo 9.3 de la Constitución); por lo que la formulación de su proyección sobre el ius puniendi del Estado y su repercusión específica en materia penal no resulta en absoluto baladí.

Con carácter general, la jurisprudencia y la doctrina científica se decantan mayoritariamente desde BECCARIA y su Tratado de los delitos y las penas, por apreciar la importancia de la institución de la prescripción por razones de seguridad jurídica, al considerar que la pena tardía, por ser ya innecesaria, es injusta.

En el sistema jurídico patrio, el Tribunal Constitucional en su Sentencia 63/2005, de 14 de marzo, afirmó que “la prescripción penal, institución de larga tradición histórica y generalmente aceptada, supone una autolimitación o renuncia del Estado al ius puniendi por el transcurso del tiempo, que encuentra también fundamento en principios y valores constitucionales, pues toma en consideración la función de la pena y la situación del presunto inculpado, su derecho a que no se dilate indebidamente la situación que supone la virtual amenaza de una sanción penal”.

En esta misma línea, para RODRÍGUEZ DEVESA, la prescripción de la infracción penal es sencillamente la extinción por transcurso del tiempo del derecho del Estado a imponer la pena o hacer ejecutar la pena ya impuesta. Desde una perspectiva procesalista, BANACLOCHE PALAO se ha referido a la prescripción penal en sus dos modalidades (del delito y de la pena) como el efecto producido por el transcurso del tiempo y la inactividad procesal, que se concreta en la imposibilidad de exigir una responsabilidad penal ya declarada o todavía por declarar.

Así las cosas, cuando opera la prescripción, se quiebra el vínculo que sujeta al autor del delito a la potestad punitiva del Estado, que, en consecuencia, no puede ya perseguirlo ni castigarlo. Lo cual no significa que los hechos como acontecimiento histórico dejen de entenderse producidos, ni por consiguiente su eventual antijuridicidad, ni que tampoco se vea afectada la culpabilidad, como luego se verá.

Ahora bien, lo que la prescripción extingue es la posibilidad de que el Estado pueda perseguir y castigar ese delito; es decir, lo que extingue la prescripción es la punibilidad del delito.

No cabe desconocer que tal principio general de prescripción de los delitos se ha venido exceptuado -aunque siempre limitadamente-, tanto en el ámbito del derecho internacional, como en los ordenamientos jurídicos internos de los Estados.

De hecho, los juicios de Núremberg constituyen el origen histórico de la actual noción de imprescriptibilidad como reacción frente a la impunidad y la construcción doctrinal de los llamados “crímenes contra la humanidad” en el ámbito internacional tras la Segunda Guerra Mundial ; luego codificado en convenios internacionales relativos a los “delitos de genocidio” (Convenio para la prevención y la sanción del delito de genocidio, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1948), así como a los “crímenes de guerra” y “crímenes contra la humanidad” (Convenio sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 26 de noviembre de 1968), para después culminar en el Estatuto de Roma de 17 de julio de 1998, por el que se crea el Tribunal  Penal Internacional.

También el ordenamiento jurídico patrio contempla excepcionalmente la imprescriptibilidad de determinados delitos reconocida de forma expresa en la legislación.

En particular, el Código Penal español vigente establece expresamente en su artículo 131.4, en virtud de la reforma operada en virtud de la Ley Orgánica 5/2010, de 20 de junio, la imprescriptibilidad de unos delitos que revisten una gravedad extrema y en los que se cercena la vida como bien supremo, como es el caso de “delitos de lesa humanidad y de genocidio y los delitos contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado”, así como “los delitos de terrorismo, si hubieren causado la muerte de una persona”, que “no prescribirán en ningún caso”. Pero -insistimos-, tales excepciones son contadas y tienen como premisa la muerte de una persona.

A la vista de lo anteriormente expresado, y con todo el respeto que puedan suscitar otras opciones, se estima pertinente mantener el criterio de la prescripción de los delitos por razones de seguridad jurídica, considerando contraindicada la opción de reconsiderar el régimen de prescriptibilidad de los delitos contra la libertad sexual tipificados en el Código Penal vigente.

No cabe olvidar, en este sentido, que éste ha sido el propio criterio adoptado recientemente por el propio legislador del Estado en virtud de la reciente Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que, habiendo obrado una importante reforma del Código Penal en esta materia, no modifica sin embargo este extremo.

Cuestión distinta al establecimiento de la imprescriptibilidad es la adopción de otras medidas que, sin eliminar el principio general de prescripción de los delitos, puedan suponer o supongan una cierta flexibilización o atenuación del régimen de prescripción aplicable, como son, de una parte, la ampliación del plazo o plazos de prescripción anudado a los delitos contra la libertad e indemnidad sexual, y de otra, la flexibilización del régimen de cómputo del plazo de prescripción de los delitos.

Así ha sucedido con la citada Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia, que modificó el artículo 132.1 del Código Penal, en el sentido de flexibilizar los criterios de cómputo del plazo de prescripción, de manera que, frente al criterio general de que el plazo se compute “desde el día en que se haya cometido la infracción punible”, se contemplan dos supuestos específicos, a saber:

En los casos de delito continuado, delito permanente, así como en las infracciones que exijan habitualidad, tales términos “se computarán, respectivamente, desde el día en que se realizó la última infracción, desde que se eliminó la situación ilícita o desde que cesó la conducta”.

En los delitos contra la libertad e indemnidad sexual, “cuando la víctima fuere una persona menor de dieciocho años, los términos se computarán desde que la víctima cumpla los treinta y cinco años de edad, y si falleciere antes de alcanzar esa edad, a partir de la fecha del fallecimiento”.

Resta por añadir una última consideración, y es que, no cabe dejar de recordar que la trascendencia del debate sobre la prescriptibilidad o imprescriptibilidad de estos delitos tiene un alcance ciertamente limitado, puesto que la prescripción afectaría únicamente a la exigencia de la responsabilidad de índole penal, no así a la exigencia de responsabilidad civil, ni a la posibilidad de alcanzar acuerdos transaccionales que tuvieran por finalidad la compensación económica por los daños padecidos por las víctimas.

Recomendación 29

1.- En lo tocante al debate suscitado en el ámbito del derecho civil del Estado en torno a la prescriptibilidad o imprescriptibilidad de los delitos contra la libertad e indemnidad sexual, se estima que no resulta procedente eliminar la condición de la prescriptibilidad de los delitos por razones elementales de seguridad jurídica, siendo suficiente a estos efectos la ampliación de los plazos de prescripción y la flexibilidad de los criterios de cómputo de los mismos en los términos que ya contempla la legislación vigente en el ordenamiento jurídico civil del Estado.

2.- Por lo demás, no resulta ocioso señalar que el debate sobre la prescriptibilidad o imprescriptibilidad de estos delitos tiene un alcance ciertamente limitado, puesto que la prescripción afectaría únicamente a la exigencia de responsabilidad penal, no así a la exigencia de responsabilidad civil, ni a la posibilidad de alcanzar acuerdos transaccionales que tengan por finalidad la compensación económica por los daños padecidos por las víctimas.

f) Sobre la exigencia de la responsabilidad civil derivada del delito

Observación 71: La extensión y alcance de la responsabilidad civil derivada del delito

Como es bien sabido, la ejecución de un hecho tipificada como delito da lugar a la consiguiente responsabilidad penal, pero también lleva consigo la responsabilidad civil derivada del delito, siempre que del hecho se derivaren daños o perjuicios (artículos 109.1 y 116.1 del Código Penal).

La responsabilidad civil derivada del delito comprende: a) la restitución (en su caso); b) la reparación del daño; y c) la indemnización de los perjuicios materiales y morales (artículo 110 del Código Penal, en relación con los artículos 111-115 del mismo cuerpo legal).

En cuanto a la exigencia de responsabilidad civil derivada del delito, cabe que el perjudicado pueda optar por exigir la responsabilidad civil en el mismo seno del proceso penal mediante el ejercicio conjunto de la acción penal y la acción civil derivada de delito, o cabe también que pueda reservarse la acción y exigirla ante los Juzgados y Tribunales del orden jurisdicción civil (artículos 109.2 del Código Penal).

La responsabilidad civil será, en primer término, del responsable penal y, por tanto, responde de manera directa de la responsabilidad civil que pueda derivar de sus actos.

Y, en su defecto, hay un responsable civil subsidiario, siempre que concurra alguno de los supuestos legalmente previstos en el artículo 120 del Código Penal y en los términos sentados por la jurisprudencia civil.

Recomendación 30

1.- Debe recordarse que, desde la perspectiva del ordenamiento civil del Estado, cabe también la exigencia de la responsabilidad civil derivada del delito, que comprende la reparación del daño y la indemnización de perjuicios materiales y morales, y aunque cabe reservarse la acción y exigirla ante la jurisdicción civil, lo habitual es que el perjudicado pueda optar exigir la responsabilidad civil en el seno del proceso penal mediante el ejercicio de la acción civil derivada de delito conjunta con la penal.

2.- También deber recordarse la importancia que para la Iglesia tiene la declaración de responsable civil subsidiario al amparo de los supuestos legalmente previstos en el artículo 120 del Código Penal y en los términos sentados por la jurisprudencia civil.

5.3.9 Las medidas específicas relacionadas con la escucha y reconocimiento de los hechos, la asistencia a las víctimas, la petición de perdón y la adopción de medidas de reparación del mal causado.

Observación 72: Las medidas específicas relacionadas con el reconocimiento de los abusos, la asistencia a las víctimas y la reparación del mal causado

Un capítulo de especial trascendencia es el relativo al reconocimiento de los abusos, la asistencia de las víctimas y en particular todo lo que atañe al sistema de reparaciones del mal causado, visto desde una perspectiva integral y en todas sus dimensiones (material e inmaterial).

Desde esta perspectiva, hay tres consideraciones que han de formularse con carácter preliminar:

La primera consideración requiere distinguir entre los deberes de tratamiento, atención y escucha a quienes afirman haber sido víctimas de abusos (presuntas víctimas) y los deberes que surgen de la responsabilidad entendida en sentido jurídico.

La segunda consideración preliminar se refiere a la naturaleza de la responsabilidad exigible a las personas e instituciones específicas de la Iglesia que puedan verse afectadas por imputaciones de comportamientos que pudieren ser calificados de delitos de abuso sexual.

Ello requiere formular una doble consideración: a) de una parte, que la responsabilidad exigible es “subjetiva”, y nunca objetiva; y b) de otra, que la responsabilidad puede serlo de la “persona”, entendida como persona natural o física; y puede serlo también de la “Iglesia-institución”, o dicho de otro modo cabe la responsabilidad de la “Iglesia como persona jurídica”.

La tercera y última consideración previa requiere distinguir entre la responsabilidad en sentido jurídico y la responsabilidad moral derivada del reconocimiento de los abusos.

a) La distinción entre los deberes de tratamiento y atención a las presuntas víctimas y la responsabilidad en sentido jurídico

Observación 73: La necesaria distinción entre los deberes de tratamiento y atención a las presuntas víctimas y la responsabilidad en sentido jurídico

Con carácter previo a cualquier otra consideración, y sin perjuicio de las observaciones y recomendaciones que luego se formulen, cabe apuntar algunos criterios de carácter general que han de inspirar el alcance de la responsabilidad de las instituciones y personas de la Iglesia por actos o comportamientos constitutivos de delito abuso sexual.

La primera consideración se refiere a la necesidad de distinguir entre el tratamiento y atención que merecen en todo caso quienes afirman haber sido víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia (aunque sea por la mera denuncia o posible noticia de delito), de una parte, y la responsabilidad por hechos delictivos constatados y probados a una persona o institución de la Iglesia, en principio en virtud de una resolución firme (ya fuere una resolución canónica o una resolución jurisdiccional) recaída en un proceso canónico seguido en el seno de la Iglesia o un proceso penal o también civil seguido ante la jurisdicción civil del Estado con todas las garantías jurídicas.

Un principio general que debe inspirar la acción de la Iglesia en esta materia -y que tiene una profunda dimensión moral-, es el tratamiento y atención que merecen quienes afirman haber sido víctimas, así como a sus familias.

En efecto, al margen de la responsabilidad que fuere imputable a las personas o instituciones de la Iglesia y que debe dilucidarse caso por caso, debe reconocerse -siempre y por principio- a quienes afirman haber sido víctimas, así como a sus familiares, el derecho a ser recibidos, escuchados y acompañados.

Ello implica, a su vez, una serie de compromisos indeclinables en favor de las personas:

El compromiso para que quienes puedan haber sido afectados y sus familias sean tratados siempre con dignidad, respeto y consideración.

El compromiso de acogida, escucha y seguimiento, ofreciendo una atención espiritual y pastoral adecuadas, incluso, si es el caso, la asistencia médica, terapéutica y psicológica que resulte conveniente.

El compromiso dar el cauce adecuado a sus informaciones o denuncias, prestándole la orientación y asistencia legal precisa, a fin de que pueda ejercer convenientemente sus derechos, ofreciendo incluso la posibilidad de denuncia y acciones ante las autoridades civiles del Estado.

Y, por último, el compromiso de iniciar y practicar sin dilación cuantas actuaciones fueran necesarias en orden a la averiguación y esclarecimiento de los hechos denunciados o puestos en conocimiento de las autoridades eclesiásticas.

En este mismo orden de cosas, también formar parte de los deberes y compromisos asumidos por la Iglesia los de proteger la imagen, la privacidad y la confidencialidad de los datos de las personas implicadas.

En todo ello, hay una responsabilidad específica de los Obispos diocesanos y de las autoridades eclesiales análogas de velar por el cumplimiento real y efectivo de estos deberes y compromisos.

Cuestión distinta al cumplimiento de los deberes expresados de escucha y asistencia a las presuntas víctimas de abusos sexuales es la responsabilidad en sentido jurídico que pueda tener la Iglesia (entendida como la responsabilidad de las personas y, en su caso, de la Iglesia como institución) como consecuencia de hechos constatados y probados de abusos sexuales acontecidos en su propio seno que revistan carácter de delito canónico o civil.

En tales casos, la prueba del abuso cometido y del consiguiente daño inferido a la persona o personas afectadas hace surgir una responsabilidad en los términos que seguidamente serán formulados y, como consecuencia de ello, el consiguiente deber de reparación como principio y fundamento básico de la convivencia civil.

Recomendación 31

1.- Se recomienda, en primer término y con carácter general, extremar el celo en la atención a las víctimas y a sus familiares, reconociendo a quienes afirman haber sido víctimas, así como a sus familias, el derecho a ser recibidos, escuchados y acompañados, ofreciéndoles una atención espiritual y pastoral adecuadas, incluso, si es el caso, asistencia médica, terapéutica y psicológica que resulte conveniente y adecuada a las circunstancias.

2.- Se recomienda también poner un especial celo en dar el cauce adecuado a las denuncias presentadas o informaciones que puedan ser puestas en conocimiento del Obispo diocesano o autoridad eclesial análoga, prestando a la presunta víctima y a sus familiares la orientación y asistencia legal precisa, a fin de que pueda ejercer convenientemente sus derechos, ofreciendo incluso la posibilidad de formular denuncia y ejercitar los derechos y acciones pertinentes ante las autoridades civiles del Estado.

3.- Particular relevancia tiene el compromiso que debe asumir el Obispo diocesano y autoridad eclesial análoga de iniciar y practicar sin dilación cuantas actuaciones fueran necesarias en orden a la averiguación y esclarecimiento de los hechos denunciados o puestos en conocimiento de las autoridades eclesiásticas.

4.- Cuestión distinta al cumplimiento de los deberes expresados de escucha y asistencia a las presuntas víctimas de abusos sexuales es la responsabilidad en sentido jurídico que pueda tener la Iglesia (entendida como la responsabilidad de las personas y, en su caso, de la Iglesia como institución) como consecuencia de hechos constatados y probados de abusos sexuales acontecidos en su propio seno que revistan carácter de delito canónico o civil, pues, en tales casos, la prueba del abuso cometido y del consiguiente daño inferido a la persona o personas afectadas hace surgir una responsabilidad en los términos que seguidamente serán formulados y, como consecuencia de ello, el consiguiente deber de reparación como principio y fundamento básico de la convivencia civil.

b) Sobre la naturaleza de la responsabilidad exigible a las personas e instituciones específicas de la Iglesia

Observación 74: La naturaleza de la responsabilidad exigible a las personas e instituciones específicas de la Iglesia

La segunda consideración preliminar se refiere más concretamente a la naturaleza de la responsabilidad exigible a las personas e instituciones específicas de la Iglesia que puedan verse afectadas por imputaciones de comportamientos que pudieren ser calificados de delitos de abuso sexual.

Ello requiere formular una doble consideración: a) de una parte, que la responsabilidad exigible es “subjetiva”, y nunca objetiva; y b) de otra, que la responsabilidad puede serlo de la “persona” y puede serlo también de la “Iglesia-institución”, o, como se decía, de la “Iglesia-persona jurídica”.

Lo primero que debe señalarse es que la responsabilidad entendida en sentido jurídico, no entendida en sentido político o institucional, es una responsabilidad eminentemente “subjetiva”, tanto desde la perspectiva de la responsabilidad penal, como de la responsabilidad civil que lleva consigo, y por ello vinculada de manera inexcusable al principio de “culpabilidad”, cuya formulación encuentra su expresión en la vieja máxima “no hay pena sin culpabilidad”.

Ello supone la superación en un plano histórico-jurídico del viejo dogma “qui versatur in re illicta respondit etiam pro casu” (comúnmente conocido como principio “versari in re illicita”), esto es, el que realiza un acto ilícito responde de todas las consecuencias de dicho acto, aunque no fueran queridas, ni previstas, ni previsibles por él, y que tiene su origen en el Derecho penal de la Edad Media, inspirado fundamentalmente en el criterio de la responsabilidad objetiva, y que vino a atenuar el rigor y la exigencia de la responsabilidad objetiva consagrada en el Derecho penal germánico.

Lo cierto es, sin embargo, que el “versari in re illicta” es incompatible con el principio de “culpabilidad” erigido como fundamento de la exigencia de responsabilidad, tanto de índole penal, como también civil.

Así resulta del vigente Código Penal, aprobado por virtud de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, cuyo artículo 5 reproduce lo ya expresado en Códigos precedentes, al proclamar:

“No hay pena sin dolo o imprudencia”.

Por su parte, el Código Civil patrio, en su artículo 1902, declara igualmente:

“El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a repara el daño causado”.

Y esta obligación es exigible, como reza el artículo 1903 del mismo cuerpo legal, “no sólo por los actos u omisiones propios, sino por los de aquellas personas de quienes se debe responder”.

Por tanto, la exigencia de responsabilidad exigible a la Iglesia en abstracto es una responsabilidad subjetiva, basada en el principio de “culpabilidad”, siendo, por consiguiente, exigibles el concurso del “dolo” o de la “negligencia”.  

Por otra parte, la exigencia de responsabilidad por imputaciones de comportamientos que pudieren ser calificados de delitos de abuso sexual, puede serlo a la “persona” o también a la Iglesia-institución como persona jurídica, pero sobre la base del mismo dogma de la responsabilidad subjetiva.

En efecto, como se verá seguidamente, la responsabilidad derivada de abusos sexuales habidos en el seno de la Iglesia puede ser una responsabilidad personal de quienes han cometido los abusos (responsabilidad penal como autores responsables de un delito contra la libertad e indemnidad sexual y la civil derivada del delito) y de quienes con su actuación o comportamiento pudieren haber encubierto los hechos delictivos  o como encubridores (la responsabilidad penal como autores responsables de un delito de encubrimiento y la civil derivada del delito).

Pero, además, cono se verá, la exigencia de responsabilidad personal no impide la posibilidad de exigir a la Iglesia como institución (esto es, como persona jurídica), responsabilidad por los daños causados por personas a su cargo o sometidas a su vigilancia a título de responsable civil subsidiario del delito (siendo en tal caso una responsabilidad de la institución específica de la Iglesia de que se trate por actos de una persona sobre la que hay un deber de vigilancia o que tuvieron lugar en el entorno específico de la Iglesia), o la exigencia de una responsabilidad penal directa de la Iglesia-persona jurídica en los caso en que pudiere resultar procedente a la luz del Código Penal.

Recomendación 32

1.- Debe tenerse presente que la responsabilidad entendida en un sentido jurídico es una responsabilidad eminentemente “subjetiva” exigible a las personas e instituciones de la Iglesia es una responsabilidad “subjetiva”, y no objetiva, tanto desde la perspectiva de la responsabilidad penal, como de la responsabilidad civil consigo, y por ello vinculada de manera inexcusable al principio de “culpabilidad”, siendo así que la exigencia de responsabilidad en el seno de la Iglesia participa de esta naturaleza.

2.- También ha de tenerse presente que la responsabilidad derivada de abusos sexuales habidos en el seno de la Iglesia puede ser una responsabilidad personal de quienes han cometido los abusos (responsabilidad penal como autores responsables de un delito contra la libertad e indemnidad sexual y la civil derivada del delito) y de quienes con su actuación o comportamiento pudieren haber encubierto los hechos delictivos  o como encubridores (la responsabilidad penal como autores responsables de un delito de encubrimiento y la civil derivada del delito).

Pero, además, la exigencia de responsabilidad personal no impide la posibilidad de exigir a la Iglesia como institución (esto es, como persona jurídica), responsabilidad por los daños causados por personas a su cargo o sometidas a su vigilancia a título de responsable civil subsidiario del delito (siendo en tal caso una responsabilidad de la institución específica de la Iglesia de que se trate por actos de una persona sobre la que hay un deber de vigilancia o que tuvieron lugar en el entorno específico de la Iglesia), o la exigencia de una responsabilidad penal directa de la Iglesia-persona jurídica en los casos en que pudiere resultar procedente a la luz del Código Penal.

c) Sobre la distinción entre la responsabilidad en sentido jurídico y responsabilidad moral

Observación 75: La distinción entre la responsabilidad en sentido jurídico y la responsabilidad moral derivada del reconocimiento de los abusos

Una última consideración preliminar no exenta de importancia es la relativa a la distinción que debe efectuarse entre la responsabilidad en sentido jurídico y la responsabilidad moral derivada del reconocimiento de los abusos.

Con carácter general, la noción de “responsabilidad” a estos efectos considerados, y más aún la exigencia de responsabilidad a instituciones y personas de la Iglesia tiene -y debe tener- un sentido jurídico incuestionable en el sentido expresado en el apartado precedente. Ello enlaza con el enfoque eminentemente jurídico anunciado con carácter preliminar, pero también con la necesidad de servirse del “Derecho” y de “lo jurídico” como instrumento al servicio de la búsqueda de la verdad y la realización de la justicia, sin incurrir en arbitrariedad y con todas las garantías jurídicas; lo cual constituye -como no se oculta- un deber jurídico y, al propio tiempo, un deber moral.

Ello supone que la responsabilidad de la Iglesia (incluyendo la responsabilidad personal de quienes actúan en su nombre y por su cuenta y también la responsabilidad de la institución concebida como persona jurídica) por los casos de abusos sexuales habidos en su seno tiene un carácter eminentemente jurídico entendido en el sentido de que la exigencia de responsabilidad encuentra su fundamento en el principio de “culpabilidad”, y por consiguiente en la exigencia de verificar la concurrencia de esa culpabilidad en los casos planteados, ya lo fuere a título de dolo o a título de culpa o negligencia, y ya fuere la exigencia de esta culpabilidad referida a la “persona natural o física” en calidad de sujeto activo personalmente responsable de los abusos (como “autor”, ya fuere autor material o inmediato, coautor, inductor, cómplice o autor intelectual o mediato; o como “encubridor”), o a la “institución de la Iglesia” (como persona jurídica penalmente responsable que podría serlo y por consiguiente también civilmente, o como responsable civil a título subsidiario en defecto de la persona condenada penalmente y directamente responsable).

Con el planteamiento expresado se pretende excluir una forma de entender y concebir la responsabilidad en términos extrajurídicos como una responsabilidad “institucional”, y por derivación predicando una concepción de la responsabilidad eminentemente “objetiva” o “cuasi-objetiva” concebida al margen por completo de la exigencia del principio de “culpabilidad”, desterrada del sistema jurídico y en particular del ordenamiento penal como una conquista de la civilización jurídica enraizada en el advenimiento histórico del Estado Constitucional.

Cuestión claramente distinta a la expuesta sería la conveniencia -y hasta la necesidad- de observar una necesaria distinción entre la responsabilidad entendida en sentido jurídico y la responsabilidad moral, que existe y puede darse en el seno de la Iglesia en casos de abusos sexuales registrados y constatados en los que no sea dable una exigencia de responsabilidad en términos jurídicos, y sin embargo se den las circunstancias propias para que la Iglesia deba responder ante supuestos concretos y específicos. En tal caso, no hay obligación jurídica, pero si hay una obligación moral.

En efecto, este informe ha puesto claramente de manifiesto que no son pocos los casos en los que el lapso de tiempo transcurrido entre los hechos supuestamente delictivos acontecidos y la denuncia presentada o la puesta en conocimiento o noticia que de los mismos se tenga ulteriormente, puede ser largo, hasta el punto de que no es algo en modo alguno insólito –y así lo ha puesto de manifiesto este informe- que el presunto victimario haya fallecido, o que el delito (canónico o civil) que supuestamente le fuera imputable o pudiere serle imputable hubiere prescrito. Y como es bien sabido, el fallecimiento del presunto autor responsable de un delito extingue la acción penal, lo cual implica que no se dé una condición objetiva para su perseguibilidad. De igual modo, la apreciación de la prescripción de un delito por causa del tiempo transcurrido desde que los hechos supuestamente ocurrieron, obsta igualmente la acción conducente a la exigencia de responsabilidad.

En tales casos, tanto la verificación del fallecimiento del presunto autor responsable, como la apreciación de la prescripción del delito, hacen que no sea posible un reconocimiento formal de la responsabilidad entendida en sentido jurídico, ni en el ámbito civil del Estado, ni tampoco en el orden canónico de la Iglesia. Y, sin embargo, puede ocurrir que, bien por los términos en que se formuló la denuncia y se practicaron las primeras indagaciones, bien porque las diligencias de investigación instruidas en los procedimientos inicialmente incoados (ora en sede canónica, ora en sede civil) cabe apreciar elementos de prueba suficientes para formar la convicción acerca de la verosimilitud o, en su caso, la certeza de los hechos acaecidos. 

Así las cosas, no resultaría admisible en modo alguno pretender limitar el alcance de la responsabilidad y de la consiguiente obligación de reparación a la viabilidad jurídica de las acciones que puedan ejercitar las víctimas, cuando por las circunstancias concurrente no es posible. Y, por consiguiente, resulta adecuado distinguir entre una responsabilidad en sentido jurídico (que no sería viable de acuerdo con el planteamiento expresado) y una responsabilidad moral (que resultaría exigible ante unos hechos ciertos y contrastados, o cuando menos cuya verosimilitud hubiera sido apreciada), a fin de poder extender el deber de reparación y procurar así a las víctimas el debido resarcimiento aunque no haya un pronunciamiento ni de un órgano jurisdiccional del Estado ni tampoco del órgano competente de la Iglesia que declare probados unos hechos, se les califica como delito de abuso sexual  y se determina uno o varios responsables (penales y, en su caso, civiles), imponiendo la pena consiguiente y la responsabilidad civil derivada del delito.

Es por todo ello que, en casos como los considerados, la asunción de responsabilidad y el consiguiente deber de reparación de la Iglesia ha de ser consecuente con el daño causado y debe alcanzar a hechos constados o cuando menos verosímiles cometidos bajo su responsabilidad, aunque no exista en términos jurídicos acción para exigir y obtener en su caso dicha reparación. 

Recomendación 33

1.- Aunque no sea la forma habitualmente demandada por quienes han sido víctimas y padecido abusos sexuales, la reparación entendida en un sentido material puede producirse en forma de indemnización de los daños y perjuicios derivados de unos hechos probados y constitutivos de delito (ya fuere civil o canónico) y así declarado formalmente en virtud de una resolución dictada por la autoridad competente en el seno de un proceso tramitado y resuelto, bien en sede canónica por el Dicasterio de la Doctrina de la Fe, bien en sede civil del Estado por el Juzgado o Tribunal del orden jurisdiccional penal que resulte competente.

En tales casos, la resolución dictada por el Dicasterio de la Doctrina de la Fe o la sentencia judicial recaída en los autos de un proceso penal sustanciado ante los Juzgados y Tribunales de la jurisdicción civil del Estado, constituye el fundamento jurídico -y también moral- del reconocimiento oficial de los hechos, y constituye, al propio tiempo, el título jurídico que sirve de fundamento al resarcimiento material de los daños ciertos y reales padecidos.

Ello no obstante, cabe apreciar también supuestos en los que, a resultas de las indagaciones practicadas con motivo de la investigación preliminar, pueda formarse razonablemente la convicción sobre la verosimilitud y hasta la certeza de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos, y sin embargo no sea posible la exigencia de responsabilidad en términos jurídicos, ni en sede canónica, ni tampoco en sede jurisdiccional civil del Estado, bien por haberse producido el fallecimiento del supuesto autor responsable de los hechos (y con su muerte haber quedado extinguida la eventual responsabilidad penal), bien por haberse producido la prescripción del delito supuestamente cometido.

2.- Se recomienda, a estos efectos, distinguir entre la responsabilidad entendida en sentido rigurosamente jurídico y la responsabilidad entendida en un sentido moral, a fin de estar en condiciones de poder propiciar el reconocimiento de unos hechos y la consiguiente reparación que pudiere resultar procedente cuando habiendo formado la propia Iglesia la convicción sobre la certeza y verosimilitud de los hechos denunciados, puestos en conocimiento o conocidos, no sea posible la exigencia formal de responsabilidad en términos jurídicos, ni en sede canónica, ni tampoco en sede jurisdiccional civil del Estado.

En tales casos, deben arbitrarse los medios para que la institución de la Iglesia supuestamente afectada pueda propiciar un resarcimiento de los daños ciertos y reales padecidos por las víctimas, bien de forma unilateral, bien de forma concurrente a través de acuerdos o convenios de naturaleza transaccional. 

d) Sobre la responsabilidad penal a título personal de las personas física incluidas en el ámbito subjetivo de este informe, como autores responsables de un delito sexual

Observación 76: La responsabilidad penal a título personal de los autores responsables de la comisión de un delito de abuso sexual

Es oportuno recordar, de acuerdo con lo expuesto en apartados precedentes, que las personas que han cometido los actos o comportamientos tipificados como delitos de abuso sexual son los primeros responsables y, por consiguiente, las personas a las que les es imputable directamente el daño causado y en consecuencia también los obligados a su reparación.

De acuerdo con ello,

la responsabilidad penal -y la consiguiente responsabilidad civil derivada del delito que lleva consigo la doble exigencia de reparación del daño y de indemnización del perjuicio- puede ser aquella en la que incurren las “personas físicas” como consecuencia de la comisión de un delito tipificado en el Código Penal o leyes penales especiales y así se aprecie en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente, de acuerdo con las leyes procesales (arg. ex. artículos 1 y 3 del Código Penal).

Además, esa responsabilidad penal puede ser exigida a las personas físicas en calidad de: a) “autores”, responsables de la comisión de un delito, bien porque lo ejecutan por sí solos individualmente (autor material) o conjuntamente (coautores), o sirviéndose de otros como instrumento (autor mediato o intelectual), bien porque inducen directamente a otro u otros a ejecutarlos (inductor), o bien porque cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado (cooperador necesario) (arg. ex. artículos 27 y 28 del Código Penal); y b) “cómplices”, cuando no hallándose en ninguna de las circunstancias anteriores, cooperan a la ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos (arg. ex. artículos 27 y 29 del Código Penal).

En resumen: Serán responsables penalmente de los delitos de abuso sexual -a título personal- las personas físicas (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos) que incluidas dentro del ámbito subjetivo de este informe hubieren sido “autores” o “cómplices” en los términos anteriormente señalados y así lo haya declarado el Juez o Tribunal competente en virtud de sentencia judicial firme.

Desde esta perspectiva, los clérigos, religiosos u otros miembros de la Iglesia incluidos dentro del ámbito subjetivo de este informe que hayan cometido abusos sexuales son directamente responsables de sus actos, y si tales actos o comportamiento son constitutivos de delito, los autores serán penal y civilmente responsables a título personal, sin que esa responsabilidad pueda derivarse o hacerse extensiva sin más a la Iglesia entendida como institución o, más correctamente desde un punto de vista técnico, como persona jurídica.

Tal responsabilidad derivada a la Iglesia como institución será posible exclusivamente en los términos que se indicarán más adelante; sin perjuicio, obviamente, de la opción que tiene la Iglesia como institución de asumir voluntariamente, en el caso de la responsabilidad civil personal derivada del delito, y con cargo a su patrimonio y recursos el coste derivado de las indemnizaciones a que hubiera sido condenado un presbítero, religioso, diácono o laico; de lo cual este informe ha procurado algunos ejemplos.

Recomendación 34

1.- Las personas que han cometido los actos o comportamientos tipificados como delitos de abuso sexual son los primeros responsables y, por consiguiente, las personas a las que les es imputable directamente el daño causado y en consecuencia también los obligados a su reparación.

2.- La responsabilidad penal -y la consiguiente responsabilidad civil derivada del delito que lleva consigo la doble exigencia de reparación del daño y de indemnización del perjuicio- puede ser aquella en la que incurren las “personas físicas” como consecuencia de la comisión de un delito tipificado en el Código Penal o leyes penales especiales y así se aprecie en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente, de acuerdo con las leyes procesales.

3.- A su vez, la responsabilidad penal puede ser exigida a las personas físicas en calidad de “autores”, responsables de la comisión de un delito, bien porque lo ejecutan por sí solos individualmente (autor material) o conjuntamente (coautores), o sirviéndose de otros como instrumento (autor mediato o intelectual), bien porque inducen directamente a otro u otros a ejecutarlos (inductor), o bien porque cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado (cooperador necesario); y también de “cómplices”, cuando no hallándose en ninguna de las circunstancias anteriores, cooperan a la ejecución del hecho con anteriores o simultáneos.

4.- De esta suerte, serán responsables penalmente de los delitos de abuso sexual -a título personal- las personas físicas (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos) que incluidas dentro del ámbito subjetivo de este informe hubiere sido “autores” o “cómplices” en los términos señalados y así lo haya declarado en virtud de sentencia firme un Juez o Tribunal competente.

5.- Desde esta perspectiva, los clérigos, religiosos u otros miembros de la Iglesia incluidos dentro del ámbito subjetivo de este informe que hayan cometido abusos sexuales son directamente responsables de sus actos, y si tales actos o comportamiento son constitutivos de delito, los autores serán penal y civilmente responsables a título personal, sin que esa responsabilidad pueda derivarse o hacerse extensiva sin más a la Iglesia entendida como institución o, más correctamente desde un punto de vista técnico, como persona jurídica. Ello será posible exclusivamente en los términos que se indicarán más adelante.

e) Sobre la responsabilidad penal a título personal de las personas físicas por acciones u omisiones constitutivas de otros delitos específicos

Observación 77: La responsabilidad penal a título personal de las personas físicas incluidas en el ámbito subjetivo por acciones u omisiones constitutivas de otros delitos específicos

La posibilidad de exigir responsabilidad penal a las personas físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este estudio que, no siendo autores ni cómplices, puedan incurrir en acciones u omisiones constitutivas de otros delitos específicos relacionados con los deber de vigilancia y control, puede darse en los tres siguientes supuestos:

Responsabilidad penal por la omisión del deber de impedir determinados delitos o de promover su persecución.

Responsabilidad penal por la omisión del deber de denunciar a la autoridad competente su inminente comisión.

Responsabilidad penal por el encubrimiento del delito cometido.

Observación 78: La responsabilidad penal por la omisión del deber de impedir delitos o de promover su persecución

En primer término, cabe exigir responsabilidad penal por la omisión del deber de impedir un determinado delito o de promover su persecución.

En efecto, el artículo 450.1 del Código Penal tipifica como delito la conducta de no impedir, pudiendo hacerlo con su intervención inmediata y sin riesgo propio o ajeno, la comisión de un delito relacionado con la libertad sexual. Según prevé dicho precepto:

“1. El que, pudiendo hacerlo con su intervención inmediata y sin riesgo propio o ajeno, no impidiere la comisión de un delito que afecte a las personas en su vida, integridad o salud, libertad o libertad sexual, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años si el delito fuera contra la vida, y la de multa de seis a veinticuatro meses en los demás casos, salvo que al delito no impedido le correspondiera igual o menor pena, en cuyo caso se impondrá la pena inferior en grado a la de aquél”.

Observación 79: La responsabilidad penal por la omisión del deber de denunciar o poner en conocimiento de la autoridad competente la inminente comisión de un delito

 Por otra parte, cabe exigir responsabilidad penal por la omisión del deber de denunciar o poner en conocimiento de la autoridad competente la inminente comisión de un delito.

En efecto, el apartado 2 del mismo artículo 450 del Código Penal tipifica como delito la conducta de no acudir, pudiendo hacerlo, a la autoridad competente o a sus agentes para que impidan la comisión de un delito relacionado con la libertad sexual. Según prevé dicho precepto:

“2. En las mismas penas incurrirá quien, pudiendo hacerlo, no acuda a la autoridad o a sus agentes para que impidan un delito de los previstos en el apartado anterior y de cuya próxima o actual comisión tenga noticia”.

Observación 80: La responsabilidad penal a título personal de los encubridores de la comisión de un delito de abuso sexual

Por último, cabe también la responsabilidad penal a título personal de las personas físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este estudio en virtud de otro título jurídico específico, que serían en este caso el de la responsabilidad personal de un tercero por encubrimiento del delito de abuso sexual en su doble posible consideración, esto es, encubrimiento activo (ayudando a los autores o cómplices a eludir la investigación o sustraerse de la responsabilidad) o encubrimiento pasivo (silenciando u ocultando los hechos y los daños producidos).

Se trata del supuesto previsto en el artículo 451 del Código Penal:

“Será castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años el que, con conocimiento de la comisión de un delito y sin haber intervenido en el mismo como autor o cómplice, interviniere con posterioridad a su ejecución, de alguno de los modos siguientes:

1.º Auxiliando a los autores o cómplices para que se beneficien del provecho, producto o precio del delito, sin ánimo de lucro propio.

2.º Ocultando, alterando o inutilizando el cuerpo, los efectos o los instrumentos de un delito, para impedir su descubrimiento.

3.º Ayudando a los presuntos responsables de un delito a eludir la investigación de la autoridad o de sus agentes, o a sustraerse a su busca o captura, siempre que concurra alguna de las circunstancias siguientes:

a) Que el hecho encubierto sea constitutivo de traición, homicidio del Rey o de la Reina o de cualquiera de sus ascendientes o descendientes, de la Reina consorte o del consorte de la Reina, del Regente o de algún miembro de la Regencia, o del Príncipe o de la Princesa de Asturias, genocidio, delito de lesa humanidad, delito contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, rebelión, terrorismo, homicidio, piratería, trata de seres humanos o tráfico ilegal de órganos.

b) Que el favorecedor haya obrado con abuso de funciones públicas. En este caso se impondrá, además de la pena de privación de libertad, la de inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de dos a cuatro años si el delito encubierto fuere menos grave, y la de inhabilitación absoluta por tiempo de seis a doce años si aquel fuera grave”.

A la vista de todo ello, pueden también incurrir en responsabilidad personal de índole penal quienes, no siendo autores ni cómplices, hayan podido incurrir en “encubrimiento” del delito.

Al respecto, debe tenerse presente que actualmente el encubrimiento ya no está concebido en términos jurídico penales como una “forma de participación” en el delito, sino como un “delito autónomo”, siendo el elemento objetivo primordial del tipo penal el ocultamiento de un determinado hecho delictivo.

De esta forma, el encubrimiento exige haber tenido conocimiento de un delito en cuya ejecución el encubridor no hubiere intervenido participación, haciéndolo, no obstante, con posterioridad siempre que se lleve a cabo de la siguiente forma:

Auxiliando a los autores o cómplices para que se beneficien del provecho, producto o precio del delito, sin ánimo de lucro propio.

Ocultando, alterando o inutilizando el cuerpo, los efectos o los instrumentos de un delito, para impedir su descubrimiento.

Ayudando a los presuntos responsables de un delito a eludir la investigación de la autoridad o de sus agentes, o a sustraerse a su busca o captura, siempre que: a´) o bien, los hechos constituyan una serie de delitos que se enumeran explícitamente; y b´) o bien, el favorecedor haya obrado con abuso de funciones públicas.

Se trata ésta de una forma específica de responsabilidad en la que podrían eventualmente incurrir clérigos, religiosos u otros miembros de la Iglesia distintos de los considerados autores o cómplices -o incluso también terceras personas ajenas a la Iglesia-, así como los superiores jerárquicos de los clérigos, religiosos u otros miembros de la Iglesia, como sería el caso en hipótesis de los Obispos diocesanos, los Superiores, Generales o Provinciales de Institutos de Vida Consagrada y los responsables del gobierno de otras instituciones específicas de la Iglesia, siempre que concurran los elementos específicos del tipo delictivo en particular.

De ahí la importancia de que las autoridades eclesiásticas obren con el celo y la diligencia exigibles a la hora de dar el cauce adecuado a las denuncias y a las informaciones de las que se pueda tener conocimiento y desde el primer momento, evitando así cualquier vestigio de sospecha de un eventual encubrimiento de los hechos.

Cabe concluir las presentes observaciones resaltando la importancia de la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral de la infancia y adolescencia frente a la violencia, que incorpora, entre otras previsiones, el deber general de comunicar inmediatamente a la autoridad competente la existencia de indicios de una situación violenta sobre un niño, niña o adolescente; sin perjuicio del deber de prestar atención debida que la víctima necesite; un deber que se considera cualificado para aquellas personas que, por razón de su cargo, profesión, oficio o actividad, han asumido o les han encomendado la asistencia, el cuidado, la enseñanza o la protección de estas personas y, en el ejercicio de estas funciones, sean conocedores de cualquier situación de violencia ejercida sobre los mismos. Asimismo, la obligación de generar un entorno seguro libre de violencias para niños, niñas y adolescentes.

Recomendación 35

Cabe también la posibilidad de exigir responsabilidad penal a las personas físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este estudio que, no siendo autores ni cómplices, puedan incurrir en acciones u omisiones constitutivas de otros delitos específicos relacionados con los deber de vigilancia y control, en los siguientes casos:

Responsabilidad penal por la omisión del deber de impedir determinados delitos o de promover su persecución.

Responsabilidad penal por la omisión del deber de denunciar a la autoridad competente su inminente comisión.

Responsabilidad penal por el encubrimiento del delito cometido.

f) La responsabilidad personal de quienes sirven en la Iglesia no impide necesariamente la responsabilidad de las instituciones de la Iglesia como personas jurídicas

Observación 81: La responsabilidad civil subsidiaria de las instituciones de la Iglesia como personas jurídicas

Como ya se indicó en un apartado precedente, la responsabilidad penal y civil de las personas físicas individualmente consideradas, no impide que pueda existir una responsabilidad civil subsidiaria del delito cometido por autores o encubridores, o una responsabilidad penal -y también civil-directa, de las personas jurídicas (en este caso, de las instituciones específicas de la Iglesia).

Una forma específica de responsabilidad (no personal) que merece una especial consideración es la responsabilidad civil subsidiaria de la Iglesia como persona jurídica.

Como es bien sabido, toda persona criminalmente responsable de un delito lo es también civilmente si del hecho se derivaren daños o perjuicios (artículo 116.1 del Código Penal).

La acción para exigir la responsabilidad civil derivada del delito se puede ejercitar de manera conjunta con la acción penal, que constituye la opción usual, a no ser que el perjudicado haga reserva expresa de la acción civil para reclamarla específicamente ante la Jurisdicción civil.

La responsabilidad civil será, en primer término, del responsable penal, el cual, por tanto, responde de manera directa de la responsabilidad civil que pueda derivar de sus actos. Y, en su defecto, hay un responsable civil subsidiario, siempre que concurra alguno de los supuestos legalmente establecidos.

En efecto, el artículo 120 del Código Penal prevé la existencia de una “responsabilidad civil subsidiaria” al establecer que serán también responsables civilmente, en defecto de los que lo sean criminalmente, “las personas naturales o jurídicas”, entre otros, en los siguientes supuestos:

En los casos de delitos cometidos en los establecimientos de los que sean titulares, “cuando por parte de los que los dirijan o administren, o de sus dependientes o empleados, se hayan infringido los reglamentos de policía o las disposiciones de la autoridad que estén relacionados con el hecho punible cometido, de modo que éste no se hubiera producido sin dicha infracción” (artículo 120.3).

En cualquier género de industria o comercio, “por los delitos que hayan cometido sus empleados o dependientes, representantes o gestores en el desempeño de sus obligaciones o servicios” (artículo 120.4).

Así, pues, los requisitos que deben concurrir para que sea exigible la responsabilidad civil subsidiaria derivada del delito en los términos establecidos por la jurisprudencia del Tribunal Supremo (por todas, cabe citar la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Penal) número 140/2004, de 9 de febrero de 2004), son los siguientes:

Que las personas jurídicas “sean titulares de los establecimientos en los que los delitos o las faltas se cometan” por los que la persona física es condenada penalmente.

Que las personas físicas condenadas “que las dirijan o administren o sus dependientes o empleados hayan infringido reglamentos de policía o disposiciones de autoridad”.

Que exista una relación entre “esos reglamentos de policía o disposiciones de la autoridad” infringidas y el “hecho punible” cometido por el condenado, de modo que “sin su infracción, el hecho no se hubiere producido”.

Que exista una clara infracción de los deberes de vigilancia que le correspondían en el caso concreto a la persona jurídica, con especial incidencia a la “culpa in vigilando”.

Particular consideración merece el último de los requisitos exigidos por la doctrina jurisprudencial relativo a la infracción de los deberes de vigilancia y supervisión. Tal requisito está íntimamente ligado a lo que se conoce como “posición de garante”, cuya noción se define genéricamente por referencia a la relación que se establece entre una persona y un bien jurídico por la cual esa persona es la responsable de la salvaguarda de ese bien jurídico. De tal relación surge para el sujeto, por ello, un deber jurídico específico de impedir el resultado que la dañe, de ahí que su no evitación por el garante sería una responsabilidad por omisión equiparable a su realización mediante una conducta activa.

Esta perspectiva es aplicable en el plano de la responsabilidad civil derivada del delito, si bien debe ser complementada con la doctrina de la llamada “culpa in vigilando”. Según esta doctrina, la responsabilidad civil sería exigible no sólo en los casos en los que ha habido un daño derivado de un incumplimiento contractual o de cualquier otro título obligacional, sino que también se derivaría responsabilidad en los casos en los que ha habido una negligencia en un deber de vigilancia o cuidado, lo que tiene una especial relevancia respecto a la responsabilidad de los superiores en cualquier organización o estructura en el desempeño de esa vigilancia  cuidado respecto a quienes están bajo su dependencia.

En esta línea argumental, la doctrina jurisprudencial ha establecido dos ejes fundamentales sobre los cuales cabe atribuir la responsabilidad civil subsidiaria a las personas jurídicas, a saber:

De una parte, el lugar de comisión del delito. Este elemento está íntimamente relacionado con la “posición de garante”, pues en los lugares en los cuales la Iglesia ejerce su misión y las actividades que le son propias, en sus más diversas manifestaciones, es en donde tiene auctoritas y en donde, por tanto, debe garantizar la protección de bienes jurídicos y el cumplimiento de las normas.

Y de otra, la infracción de normas anteriormente mencionadas con la exigencia de haber sido la causa por la que se hubiera cometido el ilícito penal.

Analizando el historial de resoluciones jurisdiccionales a partir de la indagación en las bases de datos judiciales, cabe apreciar la existencia de sesenta y siete (67) sentencias que han podido ser analizadas, tal como ya se expuso en el Título IV del informe, de entre las cuales únicamente en diecisiete (17) se ha condenado a la Iglesia como persona jurídica a título de responsable civil subsidiario, ya fuere una diócesis, una entidad religiosa o un establecimiento (por ejemplo, centro docente); en el resto de pronunciamientos se considera que únicamente el sacerdote, religioso o laico autor responsable del delito resulta civilmente responsable, aparte de algún caso excepcional  en el que la víctima se reserva el ejercicio de la acción civil en un procedimiento diferente.

El único patrón común que se advierte en el razonamiento de los jueces y magistrados a la hora de determinar que la Iglesia o entidad de Derecho eclesiástico debe ser considerada como responsable civil subsidiaria es el hecho de que, en muchos de ellos, la conducta criminal se ha llevado a cabo en un ámbito organizativo muy concreto (no simplemente un sacerdote en una parroquia) sino en contextos como, por ejemplo, un sacerdote que es profesor en un colegio, que participa (como capellán o formador) en campamentos de verano, en las actividades específicas de una orden religiosa, etc.

En concreto, los diecisiete (17) casos en los que se declara la responsabilidad civil subsidiaria, son los siguientes:

Siete (7) condenas de responsabilidad civil subsidiaria a la titularidad del centro docente en el que el autor responsable del delito ejercía como profesor.

Dos (2) condenas de responsabilidad civil subsidiaria en el marco de campamentos de verano (en uno (1) de los casos condenan a la orden o congregación religiosa que organizaba el campamento y en otra a la parroquia que hacía lo mismo).

Dos (2) condenas de responsabilidad civil subsidiaria a la Iglesia Católica.

Dos (2) condenas de responsabilidad civil subsidiaria a la Diócesis (ambos casos relacionados con monaguillos de la parroquia).

Tres (3) condenas de responsabilidad civil subsidiaria a una Archidiócesis.

Una (1) condena de responsabilidad civil subsidiaria a la orden religiosa a la que pertenecía el religioso condenado (el autor del delito era profesor y entrenador de fútbol de las víctimas).

En su Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Segunda) de 9 de febrero de 2004 (Sentencia nº 140/2004), el Alto Tribunal condena como responsable civil subsidiario al Obispado de la Diócesis de Tui-Vigo al amparo de lo dispuesto en el artículo 120.3 del Código Penal por un delito de abusos sexuales cometido con varios menores por un sacerdote diocesano y a su vez párroco titular de una parroquia de esta Diócesis; el cual, además, compaginaba su oficio pastoral con la enseñanza como profesor de religión. Importa subrayar que los hechos delictivos fueron cometidos con menores que, o bien eran sus alumnos, o bien ejercieron de monaguillos durante las celebraciones litúrgicas en la parroquia.

De esta suerte, el pronunciamiento judicial, al margen de condenar al sacerdote como criminalmente responsable de un delito, con la consiguiente responsabilidad civil directa, declara al Obispado de la Diócesis de Tuy-Vigo como responsable civil subsidiario por apreciar un incumplimiento de los deberes de vigilancia que le eran propios. En sus fundamentos jurídicos el Tribunal Supremo se apoya, entre otros, en las normas del Derecho canónico, que atribuyen al Obispo diocesano la condición de máxima autoridad en su Diócesis, de tal suerte que, pese a que también el párroco está obligado “a guardar la debida prudencia en su actuar para no ser causa de «escándalo» entre sus fieles (canon 277, 2)”, -teniendo especial deber de salvaguarda frente a los menores de acuerdo con el canon 528 CDC-, en última instancia el Obispado es el máximo responsable, al corresponderle a éste el nombramiento y remoción de los párrocos (cánones 523, 538 y 539 CDC).

Por su parte, el Auto del Tribunal Supremo (Sala de lo Penal, Sección 1ª) de 7 junio de 2007 (Auto nº 1065/2007) viene a ratificar la condena impuesta por el  Tribunal de instancia al Arzobispado de Madrid como responsable civil subsidiario, en virtud del artículo 120.3 del Código Penal, debido a la condena, a su vez, del Secretario de la Vicaría de la Parroquia de Santo Domingo Guzmán por haber quedado probado que el recurrente, en la fecha en que ocurrieron los tocamientos al menor, ejercía su ministerio sacerdotal en su condición de Secretario de la Vicaría, como apoyo y auxiliar, entre otras, en parroquia de Santo Domingo Guzmán. En tal situación entró en relación con la familia del menor, acudiendo a su vivienda con asiduidad para su formación religiosa y refuerzo de los deberes escolares, y en varias ocasiones, primero en casa y luego en la vicaría, realizó tocamientos en el pene del menor y le obligó a que éste le tocara, a su vez, sus órganos genitales. En sus fundamentos jurídicos, el Alto Tribunal entiende que no ha lugar a la infracción alegada por el recurrente porque se dan los requisitos necesarios para considerar responsable civil subsidiario al Arzobispado de Madrid: a) El Arzobispado de Madrid se constituye como una persona jurídica; b) El acusado era Secretario de la Vicaría de una Parroquia dependiente del Arzobispado; c) Los tocamientos sobre el menor se sucedieron en la propia vicaría; y d) Se habían infringido disposiciones de la autoridad que están relacionadas con el hecho punible, ya que existen diversos cánones del Código de Derecho Canónico obligan a labores de vigilancia y control sobre los párrocos de la diócesis (cánones 392, 515, 376, 386, 523 y 524 CDC).

En la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid (Sección 4ª) de 2 marzo de 2016 (Sentencia nº 55/2016) se condena como responsable civil subsidiario, en virtud del artículo 120.3 del Código Penal, a la Iglesia Evangélica Apostólica del Nombre de Jesús debido a haber quedado probado que el acusado, quien fue director espiritual de la comunidad, cometió abusos sobre la perjudicada y su familia, abusando de su condición para crear las condiciones necesarias para conseguir realizar los abusos, a lo que se añade, en este caso, “una clara infracción de los deberes de vigilancia que le correspondían a esta institución religiosa para proteger a los fieles, previniendo y evitando en particular los abusos a los niños y a las niñas”.

Y, es más, uno de los elementos determinantes para apoyar esa tesis fue la inexistencia de un protocolo de actuación en el ámbito del compliance: “La falta de un protocolo claro de actuación para detectar y evitar situaciones de abuso constituye, a juicio de este Tribunal, la más clara expresión del incumplimiento de estas obligaciones preventivas (“culpa in vigilando”), que es el título de imputación en el que se funda la declaración de responsabilidad de la institución religiosa”.

Por último, en cuanto a las compensaciones pecuniarias reconocidas a las víctimas de abusos sexuales en las sentencias dictadas por Juzgados y Tribunales de la jurisdicción civil del Estado, cabe observar una oscilación desde las sentencias que no imponen ningún tipo de compensación pecuniaria (como es el caso de la Sentencia de la Audiencia Provincial de Murcia nº 136, de 3 de mayo de 2022) a aquellas donde la compensación pecuniaria es elevada (como es el caso de la Sentencia del Tribunal Supremo nº 809 de 7 de octubre de 2022) donde se impone al condenado la cantidad más alta de indemnización, en total 120.000 euros (60.000 a una víctima, 40.000 a otra víctima y 10.000 a otras dos víctimas) siendo responsable civil directo Generali España, S.A.; o como es el caso del sacerdote de la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha de 24 de febrero de 2022, donde, por abusar de una menor, se le condena a pagar por daños morales, la cuantía de 100.000 euros. Pero la indemnización más alta se encuentra en la Sentencia del Tribunal Supremo nº 298 de 7 de junio de 2019, donde se condena a un profesor por abuso sexual a doce alumnos y con una responsabilidad civil de 142.000 euros, conjunta y solidariamente con las compañías Mapfre, Plus Ultra Seguros Generales de Vida y Generali Seguros (responsables civiles directos). Por otro lado, cabe apreciar que el juzgador impone en no pocas ocasiones como compensación pecuniaria la cuantía de 2.000 euros. En concreto, en la Sentencia del Tribunal Supremo nº 741 de 20 de julio de 2022, donde un sacerdote abusa de seminaristas, cada uno en unas circunstancias concretas (es decir, le condenan por 4 delitos de abuso sexual por prevalimiento de un menor y por 1 delito de abuso sexual por la misma circunstancia a otro menor).

Sin embargo, en los siete casos, se indemniza a los representantes legales del menor con la suma de dos mil euros (2.000 euros), que tendrá que pagar el condenado a cada uno de los menores, con independencia de las circunstancias particulares de cada delito cometido. Dicha cantidad de 2.000 euros se mantiene como criterio por el juzgador en la Sentencia del Tribunal Supremo nº 825, de 28 de octubre de 2021, así como en la Sentencia del Tribunal Supremo nº 396, de 21 de abril de 2022 y, por último, en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Orense nº 125, de 18 de mayo de 2022, que eleva la cuantía por responsabilidad civil a 2.700 euros.

No obstante, este criterio de aplicar 2.000 euros no funciona como regla general, debido a que, en otras sentencias, el juzgador emplea otros criterios. Es el caso de la Sentencia del Tribunal Supremo nº 432, de 9 de septiembre de 2020, donde se aplican cantidades que oscilan entre 1.000 euros y los 7.000 euros. Asimismo, en la Sentencia del Tribunal Supremo nº 483, de 23 de julio de 2015, que, por un delito de abusos sexuales continuados, impone indemnizar a la víctima por un total de 40.000 euros.

En la Sentencia del Tribunal Supremo nº 705, de 14 de septiembre de 2016, se emplea otro criterio y se condena al pago de 12.000 euros por un delito de abuso sexual y 6.000 euros por otro delito de abuso sexual.

Por su parte, en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Córdoba nº 263, de 13 de junio de 2017, consta una indemnización por la cantidad de 6.000 euros. En la Sentencia de la Audiencia Provincial de Toledo nº 148, de 26 de junio de 2021, se impone la indemnización de 50.000 euros en concepto de responsabilidad civil. Y, por último, en la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid nº 221, de 6 de mayo de 2003, se condena al autor de un delito continuado de abusos sexuales al pago de una indemnización de 70.000 euros, en concepto de daños morales.

En conclusión, fuera del criterio expresado de reconocer la cantidad de 2.000 euros en concepto de compensación económica, la mayoría de los Tribunales no emplean un tipo de baremo u otros criterios más o menos objetivos y se decantan por imponer la cantidad económica que resulte pertinente atendiendo a criterios en cierto modo subjetivos.

Observación 82: La responsabilidad penal de la Iglesia como persona jurídica

La otra forma de responsabilidad de las instituciones específicas de la Iglesia sería la responsabilidad penal y civil de las de las personas jurídicas.

El artículo 31 bis del Código Penal constituye la piedra angular sobre la que se articula el sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas conforme al cual:

“1. En los supuestos previstos en este Código, las personas jurídicas serán penalmente responsables:

a) De los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas, y en su beneficio directo o indirecto, por sus representantes legales o por aquellos que actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro de la misma.

b) De los delitos cometidos, en el ejercicio de actividades sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de las mismas, por quienes, estando sometidos a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el párrafo anterior, han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente por aquéllos los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad atendidas las concretas circunstancias del caso.

2. Si el delito fuere cometido por las personas indicadas en la letra a) del apartado anterior, la persona jurídica quedará exenta de responsabilidad si se cumplen las siguientes condiciones:

1.ª el órgano de administración ha adoptado y ejecutado con eficacia, antes de la comisión del delito, modelos de organización y gestión que incluyen las medidas de vigilancia y control idóneas para prevenir delitos de la misma naturaleza o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión;

2.ª la supervisión del funcionamiento y del cumplimiento del modelo de prevención implantado ha sido confiada a un órgano de la persona jurídica con poderes autónomos de iniciativa y de control o que tenga encomendada legalmente la función de supervisar la eficacia de los controles internos de la persona jurídica;

3.ª los autores individuales han cometido el delito eludiendo fraudulentamente los modelos de organización y de prevención y

4.ª no se ha producido una omisión o un ejercicio insuficiente de sus funciones de supervisión, vigilancia y control por parte del órgano al que se refiere la condición 2.

En los casos en los que las anteriores circunstancias solamente puedan ser objeto de acreditación parcial, esta circunstancia será valorada a los efectos de atenuación de la pena.

3. En las personas jurídicas de pequeñas dimensiones, las funciones de supervisión a que se refiere la condición 2.ª del apartado 2 podrán ser asumidas directamente por el órgano de administración. A estos efectos, son personas jurídicas de pequeñas dimensiones aquéllas que, según la legislación aplicable, estén autorizadas a presentar cuenta de pérdidas y ganancias abreviada.

4. Si el delito fuera cometido por las personas indicadas en la letra b) del apartado 1, la persona jurídica quedará exenta de responsabilidad si, antes de la comisión del delito, ha adoptado y ejecutado eficazmente un modelo de organización y gestión que resulte adecuado para prevenir delitos de la naturaleza del que fue cometido o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión.

En este caso resultará igualmente aplicable la atenuación prevista en el párrafo segundo del apartado 2 de este artículo.

5. Los modelos de organización y gestión a que se refieren la condición 1.ª del apartado 2 y el apartado anterior deberán cumplir los siguientes requisitos: (…)”.

Presupuestos determinantes de la responsabilidad

El apartado primero del artículo 31 bis del Código Penal establece que la responsabilidad de las personas jurídicas deriva de los delitos cometidos “en nombre o por cuenta”, y “en su beneficio, directo o indirecto”, siempre que concurran los siguientes requisitos:

En los delitos cometidos por sus “representantes legales” o personas “autorizadas para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control”:

Que sean cometidos “en nombre o por cuenta” de la persona jurídica.

Que sean cometidos “en su beneficio directo o indirecto”.

En los delitos cometidos por personas “sometidas a la autoridad de las personas físicas” anteriormente mencionadas:

Que sean cometidos “en el ejercicio de actividades sociales”.

Que sean cometidos “por cuenta y en beneficio directo o indirecto” de la persona jurídica.

Que la persona jurídica haya “incumplido gravemente (…) los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad, atendidas las concretas circunstancias del caso”.

Exención de responsabilidad

Por su parte, el apartado segundo del mencionado artículo 31 bis del Código Penal, en la redacción dada a dicha previsión por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, establece las condiciones necesarias para que la persona jurídica pueda quedar exenta de responsabilidad penal en el supuesto enunciado en el apartado 1, letra a) del meritado precepto, a saber:

Que el órgano de administración haya adoptado y ejecutado con eficacia, antes de la comisión del delito, modelos de organización y gestión que incluyen las medidas de vigilancia y control idóneas para prevenir delitos de la misma naturaleza o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión.

Que la supervisión del funcionamiento y del cumplimiento del modelo de prevención implantado haya sido confiada a un órgano de la persona jurídica con poderes autónomos de iniciativa y de control o que tenga encomendada legalmente la función de supervisar la eficacia de los controles internos de la persona jurídica.

Que los autores individuales hayan cometido el delito eludiendo fraudulentamente los modelos de organización y de prevención.

Que no se haya producido una omisión o un ejercicio insuficiente de sus funciones de supervisión, vigilancia y control por parte del órgano de la persona jurídica designada al efecto.

Sobre los delitos contra libertad y la indemnidad sexual por los que cabe la responsabilidad penal y/o civil de las personas jurídicas

Como consideración de carácter preliminar, debe señalarse que, si bien el Código Penal tipifica diversos delitos contra la libertad y la indemnidad sexual de las personas, a los efectos de este informe se analizan únicamente aquellos que pudieren resultar relevantes a los efectos de su posible imputación a la persona jurídica responsable, bien a título de responsabilidad penal, bien a título de responsabilidad civil subsidiaria de la persona jurídica.

Al respecto, no cabe ocultar las dificultades objetivas que entraña incardinar la responsabilidad penal de la persona jurídica cuando se trata de delitos de naturaleza sexual, pues, como se ha indicado, la responsabilidad penal de la persona jurídica tiene como presupuesto que el delito sea cometido en nombre y representación de la compañía, en el ejercicio de sus actividades y en su beneficio directo o indirecto.

En esta materia se han de tener presente las modificaciones introducidas en el Código Penal por virtud de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual, publicado en el Boletín Oficial del Estado el 7 de septiembre de 2022, que entró en vigor el día 7 de octubre de 2022.

Ahora bien, no cabe desconocer la deficiente técnica normativa utilizada por esta Ley Orgánica, que ha propiciado, por un lado, que se amplíen los delitos que pueden ser cometidos por la persona jurídica, pero que, al propio tiempo, no se hayan verificado las consiguientes adaptaciones en el texto del artículo 31 bis para que dicha responsabilidad pueda ser imputada en los términos jurídicamente exigibles.

Así las cosas, importa distinguir -a los efectos ahora considerados- entre los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales que, aunque no puedan ser cometidos por las personas jurídicas a título de autor penalmente responsable, sí que pueden ser atribuibles a las personas jurídicas como responsables civiles subsidiarios, de acuerdo con el artículo 120.3º y 4º del Código Penal previamente mencionados, por una parte, y los delitos sexuales que sin embargo si pueden ser cometidos por las personas jurídicas a título de autores, por otra.

Delitos contra la libertad e indemnidad sexual que pueden cometer las personas físicas y ser imputables a las personas jurídicas como responsables civiles subsidiarios

Actos de carácter sexual con menores de dieciséis (16) años

El artículo 181 del Código Penal castiga como responsable de agresión sexual al que realizare actos de carácter sexual con un menor de dieciséis (16) años, o los que realizase el menor con un tercero o sobre sí mismo a instancias del autor.

Presencia de actos de carácter sexual con menores de dieciséis (16) años

El artículo 182 del Código Penal castiga al que, con fines sexuales, haga presenciar a un menor de dieciséis (16) años actos de carácter sexual, aunque el autor no participe en ellos; resultando agravado la pena prevista en el caso de que los actos de carácter sexual que se hacen presenciar al menor de dieciséis (16) años constituyeran un delito contra la libertad.

Delitos de carácter sexual con menores de dieciséis (16) años a través de internet

El artículo 183 del Código Penal castiga los delitos de naturaleza sexual sobre un menor de dieciséis (16) años a través de internet, del teléfono o de cualquier otra tecnología de información y comunicación.

Excusa absolutoria

El artículo 183 bis del Código Penal contempla una “excusa absolutoria” para todos los delitos descritos en los apartados anteriores, que supone la exención de responsabilidad penal para el autor si hubiere mediado el consentimiento libre del menor de dieciséis (16) años, siempre que el autor fuera una persona próxima al menor por su edad y grado de desarrollo o madurez física y psicológica.

Delitos contra la libertad e indemnidad sexual que pueden cometer las personas jurídicas como autores

Delito de acoso sexual

El artículo 184 del Código Penal castiga como reo de acoso sexual al que solicitare favores de naturaleza sexual, para sí o para un tercero, en el ámbito de una relación laboral continuada, provocando, de esta manera, una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante para la víctima; resultando agravadas las penas: a) cuando el autor se hubiera prevalido de una situación de superioridad laboral; b) cuando hubiera amenazado al trabajador con causarle un mal dentro de la empresa, la víctima fuera especialmente vulnerable por razón de su edad, discapacidad o enfermedad; y c) cuando los hechos se hubieren cometido en centros de protección o reforma de menores, centros de internamiento de extranjeros, o cualquier otro centro de custodia, detención o acogida.

Delitos relativos a la prostitución del menor de edad o persona con discapacidad

El artículo 188 del Código Penal castiga la inducción o el favorecimiento de la prostitución de un menor de edad o persona con discapacidad, incluyendo, asimismo, los casos en los que el autor se lucrare con estas actividades.

Se castiga también al que solicite, acepte u obtenga, a cambio de una remuneración o promesa, una relación sexual con una persona menor de edad o persona con discapacidad necesitada de especial protección, imponiéndose una pena superior si la víctima fuera menor de dieciséis (16) años.

Delitos relativos a la captación de menores

El artículo 189 del Código Penal tipifica como delito la captación de menores para fines o en espectáculos exhibicionistas o pornográficos, o para elaborar cualquier clase de material pornográfico, e igualmente pena los casos en los que el autor financiare o se lucrare con esas actividades.

Del mismo modo, se castiga:

La venta, distribución, o exhibición de pornografía infantil o en cuya elaboración hayan participado las personas con discapacidad.

El favorecimiento de la venta o distribución de pornografía infantil o en cuya elaboración hayan participado personas discapacitadas.

La posesión de pornografía infantil o en cuya elaboración hayan participado personas discapacitadas para los fines anteriormente citados, con independencia de si el material tuviera un origen en el extranjero o fuere desconocido.

También son castigadas conductas tales como la asistencia a espectáculos, exhibicionistas o pornográficos, en el que participen menores de edad o personas con discapacidad; así como la adquisición o posesión de pornografía infantil o en cuya elaboración se hubieran utilizado personas con discapacidad necesitadas de especial protección, incluyendo si se accede a través de tecnologías de la información y comunicación; o, finalmente, el no cese de la situación de corrupción de un menor o persona discapacitada por quien lo tuviere a su cargo.

Utilización de tecnologías de la información y la comunicación para facilitar la comisión de varios delitos

El artículo 189 bis del Código Penal castiga la difusión pública a través de internet, teléfono u otras tecnologías de contenidos específicamente destinados a promover la comisión de los delitos previstos en este mismo capítulo y en los capítulos II bis y IV del mismo título y en particular en el ámbito de la corrupción y prostitución de menores, artículos 188 y 189 del Código Penal.

Recomendación 36

La exigencia de responsabilidad personal a las personas de la Iglesia en los términos anteriormente indicados no impide la responsabilidad civil de la Iglesia como persona jurídica por los siguientes conceptos:

La responsabilidad civil subsidiaria por la comisión de un delito de abuso sexual por las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos), siempre que se cumplan los requisitos legal y jurisprudencialmente establecidos y así lo hubiere declarado una sentencia judicial firme.

La responsabilidad civil de la Iglesia como persona jurídica en concepto de responsabilidad civil por culpa “in vigilando” o culpa “in eligendo” por los actos de las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos).

La responsabilidad penal de la Iglesia como persona jurídica por la comisión de delitos de abuso sexual que puedan ser cometidos por una persona jurídica.

h) Recapitulación

Observación 83: A modo de recapitulación

Han quedado expuestas en las observaciones que anteceden las posibles formas de responsabilidad que pueden darse en el seno de la Iglesia con ocasión o por consecuencia de la comisión de un delito de abuso sexual.

La responsabilidad personal (penal y civil derivada del delito) en las que pueden incurrir las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos) que han sido autores o cómplices de un delito de abuso sexual.

La responsabilidad personal (penal y civil derivada del delito) en las que pueden incurrir las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos) que, sin haber sido autores o cómplices, no han cumplido con el deber de impedir el delito o de promover su persecución, o denunciarlo y poner en conocimiento de la autoridad competente para evitar su comisión inminente, o por encubrimiento del delito de abuso sexual en su doble posible consideración, esto es, encubrimiento activo (ayudando a los autores o cómplices a eludir la investigación o sustraerse de la responsabilidad) o encubrimiento pasivo (silenciando u ocultando los hechos y los daños producidos).

La responsabilidad civil de la Iglesia como persona jurídica en concepto de responsabilidad civil subsidiaria por la comisión de un delito de abuso sexual por las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos), siempre que se cumplan los requisitos legal y jurisprudencialmente establecidos y así lo hubiere declarado una sentencia judicial firme.

La responsabilidad civil de la Iglesia como persona jurídica en concepto de responsabilidad civil por culpa “in vigilando” o culpa “in eligendo” por los actos de las personas naturales o físicas incluidas en el ámbito subjetivo de este informe (presbíteros, religiosos, diáconos y laicos).

La responsabilidad penal de la Iglesia como persona jurídica por la comisión de delitos de abuso sexual que puedan ser cometidos por una persona jurídica.

i) Otros posibles sujetos responsables en virtud de títulos de imputación específicos, en particular la responsabilidad de los poderes públicos

Observación 84: Otros posibles sujetos responsables en virtud de títulos de imputación específicos; en particular la responsabilidad de los poderes públicos

Para concluir con las presentes observaciones, cabría señalar que los títulos específicos de imputación de responsabilidad no agotan -al menos en hipótesis- otras posibles formas de responsabilidad imputable a terceros sujetos -ajenos a la Iglesia-, que, por circunstancias concretas y específicas y en virtud de otros títulos jurídicos específicos, pudieran encontrarse en la tesitura de convertirse en sujetos eventualmente responsables.

Este sería el caso específico de la responsabilidad de los poderes públicos que consagra como principio general de carácter constitucional el artículo 9.3 de la Constitución.

Tal responsabilidad podría revestir, a los efectos ahora considerados, dos formas claramente diferenciadas, a saber:

La comúnmente conocida como “responsabilidad patrimonial de la Administración”; esto es, la responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento normal o anormal de las Administraciones Públicas.

La “responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia o por error judicial”, comúnmente conocida como “responsabilidad del Estado-Juez”.

Por lo que se refiere a la responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento normal o anormal de las Administraciones Públicas, cabría plantearse en hipótesis su eventual exigencia cuando, bien por acción, bien por omisión, los particulares (en este caso, la víctima o persona afectada por los abusos sexuales) hubiere sufrido un daño en sus bienes y derechos que pudiere considerarse imputable al “funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos”(en este caso, de carácter no jurisdiccional).

Como es bien sabido, la institución de la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública tiene su fundamento constitucional en el artículo 106.2 de la Constitución Española, de acuerdo con el cual:

“Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”.

En cumplimiento del expresado mandato constitucional, el régimen jurídico de la responsabilidad patrimonial de la Administración se encuentra regulado actualmente en los artículos 32 a 37 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, en sus aspectos sustantivos; y ello, en relación con los artículos 65, 67, 81, 91 y 92 y disposiciones concordantes de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, que regula el régimen de dicha responsabilidad en sus aspectos procedimentales.

Tales previsiones legales establecen los términos para el ejercicio y la admisibilidad de la acción de responsabilidad patrimonial o la iniciación de oficio, así como los requisitos para su eventual reconocimiento y el procedimiento establecido para hacer efectiva la exigencia de dicha responsabilidad. 

En concreto, el artículo 32.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público prescribe que:

“Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”.

Conforme a dicho precepto legal, para que nazca la responsabilidad patrimonial de la Administración, deben concurrir los siguientes requisitos:

La existencia de un daño; esto es, una lesión sufrida por el particular en sus bienes y derechos (artículo 32.1). En todo caso, el daño alegado habrá de ser “efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas” (artículo 32.2), y que el perjudicado “no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la ley” (artículo 32.1).

La imputación del daño a una Administración Pública; esto es, que la lesión sea imputable al “funcionamiento normal o anormal de un servicio público” (artículo 32.1), entendiendo por tal una actuación de la Administración realizada en el ejercicio del giro o tráfico de la Administración a la que se exige la indemnización por el daño causado.

La existencia de una relación de causalidad entre el funcionamiento del servicio público y el daño; esto es, que “la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos” (artículo 32.1.) en una relación de causa a efecto, que no ha de ser absoluta, sino relativa, pues cabe apreciar la concurrencia de concausas en la producción del daño con el propio perjudicado o con terceros.

Y, en fin, que no concurra causa de “fuerza mayor” (artículo 32.1), entendiendo por tal aquellos supuestos que fueren imprevisibles o que previstos fueren inevitables.

Dicho régimen de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas configura en el ordenamiento jurídico patrio un sistema de responsabilidad caracterizado por los siguientes rasgos: 

En primer lugar, se trata de un sistema de “responsabilidad de Derecho público”, distinto por consiguiente del sistema de responsabilidad civil en todos sus aspectos y dimensiones, esto es, en cuanto al régimen sustantivo aplicable (en particular, los requisitos y presupuestos determinantes del nacimiento de la responsabilidad), el procedimiento para su exigencia y el fuero procesal competente (artículos 32 a 37 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público y artículos 65, 67, 81, 91 y 92 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, en relación con el artículo 2, apartado e), de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa).

En segundo lugar, configura un sistema de “responsabilidad directa” de la Administración como persona jurídica y titular del servicio causante de los daños, de tal suerte que “para hacer efectiva la responsabilidad patrimonial a que se refiere esta Ley, los particulares exigirán directamente a la Administración Pública correspondiente las indemnizaciones por los daños y perjuicios causados por las autoridades y personal a su servicio” (artículo 36.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre); así, sobre la Administración recae el deber de indemnizar, pero ésta, una vez satisfecha la indemnización, dispondrá de la acción de regreso contra las autoridades y demás personal a su servicio a los que se les imputa la producción del daño; siempre que en su conducta concurriere dolo, culpa o negligencia graves (artículo 36.1 y 2); todo ello sin perjuicio de las responsabilidades de orden disciplinario y penal en que hubieren podido incurrir (artículos 36.6 y 37).

 En tercer lugar, se trata de una responsabilidad “objetiva” y no subjetiva, desvinculada por consiguiente de la idea de culpa o negligencia, de tal suerte que “los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos salvo en los casos de fuerza mayor o de daños que el particular tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley” (artículo 32.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre). Dicho de otro modo, la responsabilidad patrimonial se exige con independencia de qué la actividad dañosa se hubiera realizado mediando culpa o negligencia.

Tal régimen jurídico es de aplicación al “sector público” entendido en el sentido delimitado por el artículo 2 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público; esto es, las “Administraciones Públicas”, que incluye la Administración General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas y las entidades que integran la Administración Local; además del “sector público institucional”, que comprende los organismos públicos y entidades de derecho público cuando ejerzan potestades administrativas.

También cabría plantearse en hipótesis la eventual exigencia de la responsabilidad patrimonial del Estado por el “funcionamiento anormal de la Administración de Justicia” o por “error judicial”, cuando el justiciable (en este caso, la víctima o persona afectada por los abusos sexuales) pueda entender que ha sufrido un daño en cualquiera de sus bienes y derechos, bien por causa de un “error judicial”, en cuyo caso se requiere como condición previa para el ejercicio de la acción de resarcimiento que así lo reconozca previamente una decisión judicial, o bien por causa de un funcionamiento “anormal” de la Administración de Justicia (artículo 292 y siguientes de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial).

Recomendación 37

1.- La responsabilidad personal de las personas de la Iglesia y la responsabilidad de la Iglesia como institución en los términos indicados anteriormente, no excluye -necesariamente y por principio- que puedan existir hipotéticamente otros sujetos responsables, que lo serían en su caso en virtud de títulos de imputación específicos.

2.- Sería el caso, por ejemplo, de la responsabilidad de los poderes públicos siempre que el hecho causante del supuesto daño resulte imputable a los poderes públicos en virtud de un título específico de imputación. 

3.- La exigencia de responsabilidad a los poderes públicos admite dos modalidades, a saber: a) la responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento normal o anormal de las Administraciones Públicas; y b) la responsabilidad patrimonial del Estado por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia o por error judicial.

j) Sobre los derechos de las víctimas y el bien moral como enfoque del sistema el reconocimiento, asistencia integral y reparación

Observación 85: El tratamiento y atención a quienes afirman haber sido víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia

Un principio general que debe inspirar la acción de la Iglesia en esta materia -y que tiene una profunda dimensión moral-, es el tratamiento y atención que merecen quienes afirman haber sido víctimas de abusos, así como a sus familias.

En efecto, al margen de la responsabilidad que pudiere ser o fuere imputable a la Iglesia y que debe dilucidarse caso por caso en los términos establecidos, debe reconocerse por principio a quienes afirman haber sido víctimas, así como a sus familias, el derecho a ser recibidos, escuchados y acompañados.

Ello implica:

El compromiso para que quienes puedan haber sido afectados y sus familias sean tratados siempre con dignidad y respeto.

La acogida, escucha y seguimiento, ofreciendo una atención espiritual y pastoral adecuada, incluso, si es el caso, la asistencia médica, terapéutica y psicológica que resulte conveniente.

Dar el cauce adecuado a sus informaciones o denuncias, prestándole la orientación y asistencia legal precisas, a fin de que pueda ejercer convenientemente sus derechos, ofreciendo incluso la posibilidad de denuncia ante las autoridades civiles del Estado o, en su caso, ejercer las acciones pertinentes ante los tribunales de la jurisdicción civil del Estado.

En este mismo orden de cosas, se ha de proteger la imagen, la privacidad y la confidencialidad de los datos de las personas implicadas.

Observación 86: la función de reparación de los daños y perjuicios inferidos a quienes han sido víctimas de abusos

Una cuestión de indudable relevancia en lo que se refiere al tratamiento de las víctimas de abusos sexuales es la debida tutela y protección de sus derechos como víctimas cuando los hechos se revelan ciertos y reales, poniendo el énfasis en evitar su revictimización.

La respuesta punitiva en cualquier ordenamiento jurídico cumple una triple función, a saber: a) una función preventiva o persuasiva (evitando la infracción jurídica); b) al propio tiempo, una función represiva o retributiva (castigando por la constatación de una infracción jurídica); y c) una función de reparación, que requiere de la tutela de los derechos de las víctimas y la garantía de la debida reparación o resarcimiento de los daños y perjuicios inferidos con motivo de la infracción cometida.

El reconocimiento de esa función de reparación a las víctimas de delitos ha tenido reflejo en las leyes civiles y procesales, pero de manera muy parcial y fragmentaria y referida a la reparación del daño y la indemnización del perjuicio a título de responsabilidad civil derivada del delito, sin responder a una visión integral del estatuto jurídico de las víctimas.

Más recientemente, la tendencia experimentada por la legislación en el ámbito propio del ordenamiento jurídico civil del Estado ha sido la de avanzar en esa visión integral de los derechos de las víctimas y de la función reparadora.

A este respecto, cabe citar algunas disposiciones legislativas de los últimos años que resultan significativas a este respecto: a) Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de ayudas y asistencia a las víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual; b) Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil; c) Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal; d) Ley 4/2015, de 27 de abril, del Estatuto de la víctima del delito; e) Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia; y f) Ley Orgánica 4/2023, de 27 de abril, para la modificación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, en los delitos contra la libertad sexual, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores. Cabría citar también el borrador de anteproyecto de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal formulado por la comisión constituida ad hoc en el seno del Ministerio de Justicia.

Desde la perspectiva del magisterio y la disciplina canónica de la Iglesia, no cabe desconocer los avances que se han producido a este respecto.

No en vano, la Constitución Apostólica “Pascite Gregem Dei”, de 23 de mayo de 2021, por la que se reforma el Libro VI del Código de Derecho Canónico, establece que “la caridad exige, en efecto, que los Pastores recurran al sistema penal siempre que deban hacerlo, teniendo presentes los tres fines que lo hacen necesario en la sociedad eclesial, es decir, el restablecimiento de las exigencias de la justicia, la enmienda del reo y la reparación de los escándalos”.

Y, como señala también la Constitución Apostólica, siguiendo el criterio sentado por el Santo Padre Francisco en la Sesión Plenaria del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos el 21 de febrero de 2000, “la sanción canónica tiene también una función de reparación y de saludable medicina y busca sobre todo el bien del fiel”, por lo que “representa un medio positivo para la realización del Reino, para reconstruir la justicia en la comunidad de los fieles, llamados a la personal y común santificación”.

En esta misma línea argumental, la Carta Apostólica en forma de Motu Propio del Sumo Pontífice Francisco “Vos estis lux mundi”, de 7 de mayo de 2019 prevé explícitamente en su artículo 5 que “las autoridades eclesiásticas se han de comprometer con quienes afirman haber sido afectados, junto con sus familias, para que sean tratados con dignidad y respeto, y han de ofrecerles, en particular: a) acogida, escucha y seguimiento, incluso mediante servicios específicos; b) atención espiritual; c) asistencia médica, terapéutica y psicológica, según sea el caso” (artículo 5.1); añadiendo que “la imagen y la esfera privada de las personas implicadas, así como la confidencialidad de sus datos personales, han de estar protegidas” (artículo 5.2).

Esta disposición, aunque necesitada muy probablemente de ulteriores desarrollos y mayor concreción, constituye un cambio de paradigma en lo que se refiere a la garantía de los derechos de las presuntas víctimas en el sentido exigido por los estándares de las mejores prácticas, pudiendo además tomarse como parámetro de referencia la garantía de los derechos en los sistemas procesales comparados.

Observación 87: los derechos de las víctimas a la verdad, a la justicia y a la reparación

Es de general conocimiento a partir de la doctrina sentada en materia de protección de los derechos humanos fundamentales en su dimensión internacional y también interna, que, aquellas personas que se han visto afectadas por la violación de un derecho fundamental, como es el caso de las víctimas de abusos sexuales, requieren de una respuesta humana, además de una respuesta jurídica, concebida y orientada a la sanación del dolor padecido a través de un proceso de reparación, cuyo primer paso debe ser la apertura y disposición a la búsqueda de la verdad y la disponibilidad para la escucha en el contexto de un espacios seguro que promueva la confianza, así como la disposición al perdón y al resarcimiento integral del mal causado.

Es así, como a partir de la doctrina expuesta y de la práctica que de ella se ha seguido en diversos ámbitos, se llega al convencimiento de los derechos y garantías primordiales que han de serles reconocidos a las víctimas.

En concreto:

El derecho a la verdad.

El derecho a la justicia.

El derecho a la reparación.

La garantía de no repetición.

En primer término, las víctimas tienen derecho a la verdad.

Ello supone el derecho a conocer la realidad de los sucesos acontecidos y, más concretamente, el derecho a la investigación y esclarecimiento de los hechos hasta sus últimas consecuencias. Este derecho concierne directamente a las víctimas y a los familiares.

En congruencia con el enfoque jurídico adoptado al presente estudio, y partiendo de la premisa de la exigencia de búsqueda de la verdad y la realización de la justicia a través de procesos justos y con las debidas garantías jurídicas, el reconocimiento y satisfacción de este derecho a la verdad encuentra su cauce natural y apropiado a través de las investigaciones y los procedimientos establecidos en el seno de la propia Iglesia por la disciplina del Derecho canónico enriquecido en este sentido por las últimas reformas acometidas, y por medio de las investigaciones y procedimientos establecidos en el ámbito civil del Estado por las leyes penales y procesales, conforme a los criterios y pautas ya expresados anteriormente.

Hay quienes vienen postulando otras formas específicas de reivindicación de la verdad que no cabe desconocer, como es el caso de la constitución de órganos ad hoc, como las denominadas “comisiones de la verdad” u órganos de naturaleza análoga (a veces con funciones arbitrales o de mediación), de las que ciertos ejemplos en la práctica internacional, mas no siempre estas iniciativas resultan aconsejables en cualquier caso y bajo cualquier formulación, pues la experiencia demuestra que, con frecuencia, han revestido un carácter más bien político o sociopolítico, concebidas al margen del derecho y de la aplicación rigurosa del derecho, a través de sus órganos competentes y cauces legalmente establecidos, y sin las garantías propias de la intervención de un órgano jurisdiccional predeterminado por la ley y de un justo proceso, que garanticen debidamente el derecho fundamental a la tutela judicial de los derechos de las personas, como expresión del Estado de Derecho cuya primacía debe quedar por principio garantizada.

De ahí que la Iglesia pueda y deba hacer real y efectivo ese derecho de las víctimas a la verdad fundamental y primordialmente mediante la investigación, enjuiciamiento y sanción, en su caso, de los casos de abuso sexual constatados y que sean constitutivos de delito canónico, como viene siendo práctica habitual y por ser ésta su específica responsabilidad primaria y fundamental; así como también mediante la colaboración con las autoridades civiles del Estado en la investigación, enjuiciamiento y sanción, en su caso, de los mismos hechos, cuando sean constitutivos de delito conforme al ordenamiento jurídico civil del Estado.

En segundo lugar, las víctimas tienen derecho a la justicia.

Ello implica, más allá de saber la verdad de lo acontecido, que los hechos investigados y supuestamente reveladores de un abuso probado y constitutivo de delito a tenor del Derecho canónico de la Iglesia o del ordenamiento jurídico civil del Estado, sea castigado mediante la imposición de una sanción penal por el órgano competente de la Iglesia y en su caso del Estado en virtud de un proceso tramitado con todas las garantías jurídicas y con todas las consecuencias que correspondan en derecho.

Tal castigo viene representado por la previsión de sanciones penales previamente establecidas y proporcionadas a la gravedad de los actos cometidos, y constituye así el modo habitual de evitar la impunidad de los actos social y jurídicamente reprobables, que, en atención a ello, merecen un reproche jurídico de la máxima trascendencia y repercusión, como es el reproche penal.

De este modo, investigar y sancionar las violaciones de los derechos de las personas forma parte del derecho de las víctimas a un recurso efectivo, y, por ende, la falta de investigación y enjuiciamiento de tales violaciones constituye una vulneración flagrante de sus derechos, además de una dejación flagrante de la responsabilidad primaria y fundamental que incumbe a la Iglesia de procurar la adecuada respuesta jurídica e institucional adecuada.

Conviene subrayar que esta función de investigación y castigo le corresponde directamente, tanto a la Iglesia, como también a los poderes públicos del Estado, cada uno en sus ámbitos respectivos y aplicando su derecho propio, sabiendo que el enjuiciamiento y sanción en su caso de la misma persona en calidad victimario no se vería afectado ab initio por el principio non bis in ídem, que informa el derecho punitivo, en la medida en que, a tenor de la doctrina del Tribunal Constitucional patrio, la apreciación de tal principio veda la aplicación de sanciones en dos ámbitos claramente diferenciados siempre que concurra identidad de sujeto, de objeto y de fundamento jurídico, lo que no se daría en el caso de duplicidad de sanciones penales, canónica y civil, pues aunque el sujeto (victimario) o el objeto (hechos supuestamente delictivos) puedan ser los mismos, el fundamento es claramente diferenciado.

Ello, a su vez, no obsta, de acuerdo con lo ya expresado anteriormente y de manera prolija, que la Iglesia ha de cumplir de manera escrupulosa y diligente con la legislación civil del Estado, lo que supone el deber de denunciar y dar traslado a las autoridades civiles del Estado de los hechos de los que tenga conocimiento, aunque se trata de indicios racionales y no de certezas. Junto al deber de denuncia, debe prestar plena colaboración con los poderes públicos a fin de facilitar la investigación en los términos que resulten procedentes.

En tercer lugar, las víctimas tienen derecho a la reparación.

El derecho a la reparación a que tienen derecho las víctimas debe ser entendido siempre en un sentido amplio. Y es que, en materia de reparaciones rige el principio de “indemnidad”, también denominado de reparación integral, de tal suerte que, ocasionado a la víctima el quebranto que deriva del abuso constatado y probado, ésta tiene derecho a una reparación integral y efectiva.

La reparación del mal padecido admite una primera modalidad, que sería la reparación “inmaterial”, muy habitualmente demandada por las víctimas de abusos en la Iglesia como traslucen los resultados de este estudio, que suelen pretender en la inmensa mayoría de los casos ser meramente oídas, escuchadas, comprendidas y acompañadas, y en particular que su testimonio no resulte en vano y contribuya a que hechos así no vuelvan a producirse.

Formas o manifestaciones posibles de reparación inmaterial son el reconocimiento de los hechos y por consecuencia del daño causado a la víctima, la petición de perdón del victimario o de otros posibles responsables a título personal o de la propia Iglesia como institución, bien de forma privada o en ocasiones públicamente brindando un testimonio de perdón.

También cabe integrar en esta dimensión del derecho a la reparación la escucha y el acompañamiento espiritual y pastoral a la víctima y a su familia, así como su asistencia personal y moral.

Pueden ser también medidas satisfactorias de reparación inmaterial las celebraciones litúrgicas o los actos públicos de reconocimiento o en recuerdo de las víctimas.

Otra modalidad sería la reparación “material”, que incluiría las diversas formas de resarcimiento económico, entre ellas, se enuncian las siguientes:

La indemnización en sentido técnico jurídico, que surge de la imputación de una responsabilidad en sentido jurídico y que suele venir representado por el reconocimiento de una cantidad en dinero (indemnización “dineraria”), aunque cabría también una forma de compensación en especie (indemnización “en especie”).

Las medidas de resarcimiento material y asistencial de carácter no indemnizatorio.

Las medidas económicas y asistenciales derivadas de regímenes estatales especiales como víctimas de delitos o beneficiarios de ayudas y subvenciones pública.

Las medidas económicas y asistenciales reconocidas por propia iniciativa de la Iglesia bajo formulaciones muy variadas, como puede ser la asistencia médica, psiquiátrica y psicológica, proporcionada por la Iglesia, o elegida por la propia víctima o su familia asumiendo el sostenimiento de sus costes la propia Iglesia, como ha quedado constancia hacen diversas diócesis e instituciones, o mediante acuerdos transaccionales suscritos entre las víctimas y las diócesis o instituciones responsables, que sirven de fundamento para el reconocimiento de indemnizaciones, como también se ha constatado ocurre en ciertos casos.

Estas medidas de reparación tienen como destinatario principal a las víctimas; sin perjuicio de que sea dable excepcionalmente y apreciándose caso por caso que dichas medidas puedan extenderse, según los casos, a los familiares más cercanos de las víctimas directas, cuando se acrediten daños ciertos y reales.

Por otro lado, y de acuerdo con las consideraciones preliminares formuladas al comienzo del presente apartado, el deber de reparación puede provenir de una sentencia judicial condenatoria que declare la responsabilidad penal y la consiguiente responsabilidad civil derivada del delito, o la responsabilidad civil separadamente en su caso, en los términos ya expresados, o de una resolución canónica a cuyo amparo se reconozca una ulterior compensación, configurándose entonces como un “deber jurídico”, aunque lo sea moral al propio tiempo.

Ocurre, sin embargo, que el deber de reparación no siempre ha de constituir, por principio y con carácter general, un “deber jurídico”, sino que puede constituir también, en determinados casos y bajo ciertas circunstancias, un “deber moral” que no se haga depender necesariamente de una resolución jurisdiccional. Se trataría de aquellos casos, identificados anteriormente en los que, siendo los hechos probados, o sin estar probados resultan verosímiles, ha podido apreciarse la prescripción del delito, o el fallecimiento del victimario, con el consiguiente efecto de la extinción de la responsabilidad (penal) entendida en sentido jurídico, y ello tanto en el orden canónico de la Iglesia, como en el orden civil del Estado. En ambos casos, la exigencia de responsabilidad penal no será posible ni viable en términos jurídicos, pues, al extinguirse la responsabilidad, no hay acción conducente a exigirla. Pero puede ocurrir, no obstante, que los hechos denunciados, puestos en conocimiento o de los que se ha tenido noticia, sean tenidos por ciertos, o cuando menos se haya formulado un juicio de verosimilitud favorable. En tales casos, la Iglesia tiene el deber reparar y proporcionar un remedio efectivo como consecuencia de la prueba de los abusos independientemente de que los eventuales delitos hubieren prescrito o los supuestos responsables hubieren fallecido.

Tales casos no son en  modo alguno infrecuentes; antes al contrario,  las denuncias o noticas de presuntos casos de abuso ocurridos décadas antes tienen como consecuencia habitual que el supuesto delito que cabría imputar habría prescrito y que el denunciado o victimario pudiera haber fallecido.

Se trataría, en todo caso, -debe insistirse- de abusos probados, o que, cuando menos, haya habido un juicio solvente y razonablemente fundado de verosimilitud.

A este respecto, sería deseable arbitrar fórmulas, órganos específicos y procedimientos en orden a la evaluación de las circunstancias concurrentes en cada caso y, en su caso, el reconocimiento de las reparaciones que pudieran resultar procedentes.

En cuarto y último lugar, deben también arbitrarse medidas tendentes a garantizar que ciertos hechos o comportamientos, como es el caso de los abusos sexuales, no vuelvan a repetirse.

Ello se refiere, fundamentalmente, a la adopción de medidas de prevención o de mayor protección, o medidas de carácter normativo o institucional, orientadas todas ellas a impedir, o al menos, disminuir los riesgos de que vuelvan a producirse.

Observación 88: la asistencia integral a las víctimas de abusos sexuales

Un aspecto directamente relacionado con la función de reparación es la asistencia a las víctimas de abusos sexuales.

En efecto, las personas que han sido víctimas de abusos sexuales, además de ser recibidos, escuchados y acompañados, tienen derecho a que se les dispense una asistencia integral y, más concretamente:

Asistencia y acompañamiento pastoral y espiritual.

Asistencia médica, terapéutica, psicológica y social, según sea el caso.

Información legal y asistencia jurídica.

Recomendación 38

1.- El reconocimiento y consiguiente garantía de los derechos de las víctimas constituye el bien moral sobre el que concebir un sistema de reconocimiento, asistencia integral y reparación.

2.- La respuesta punitiva en cualquier ordenamiento jurídico cumple una función preventiva o persuasiva (evitando o intentando evitar que se cometa la infracción jurídica) y una función represiva o retributiva (castigando al responsable por la constatación de una infracción jurídica); pero, al propio tiempo, debe añadirse una función de reparación, que requiere de la tutela de los derechos de las víctimas y la garantía de la debida reparación de los daños y perjuicios inferidos con motivo de la infracción constatada.

3.- El reconocimiento de esa función de reparación a las víctimas de delitos ha tenido reflejo en las leyes civiles y procesales, pero de manera muy parcial y fragmentaria y referida a la reparación del daño y la indemnización del perjuicio a título de responsabilidad civil derivada del delito, sin responder a una visión integral del estatuto jurídico de las víctimas. Más recientemente, la tendencia experimentada por la legislación en el ámbito propio del ordenamiento jurídico civil del Estado ha sido la de avanzar en esa visión integral de los derechos de las víctimas y de la función reparadora.

Idéntica observación cabe formular desde la perspectiva del magisterio y la disciplina canónica de la Iglesia, sin que sea dable desconocer los avances que se han producido a este respecto.

Al respecto, cabe aludir a todo un cambio de paradigma, que sitúe en el plazo que le corresponde y con la relevancia que merece la cuestión atinente a la garantía de los derechos de las víctimas (en particular, el derecho a la verdad, Sobre la asistencia integral a las víctimas de abusos sexuales.

4.- Un aspecto directamente relacionado con la función de reparación es la asistencia a las víctimas de abusos sexuales, pues, además de ser recibidos, escuchados y acompañados, las personas que han sido víctimas de abusos sexuales tienen derecho a que se les dispense una asistencia integral y, más concretamente: asistencia y acompañamiento pastoral y espiritual; asistencia médica, terapéutica, psicológica y social, según sea el caso; así como información legal y la asistencia jurídica.

A este respecto, se incluye en este informe las recomendaciones del Defensor del Pueblo realizadas al efecto, por considerarlas de enorme interés y plenamente necesarias, tanto en el orden de la Iglesia como en la sociedad:

Se ha podido observar que las víctimas que acudieron a la Unidad de Atención a las víctimas del Defensor del Pueblo o a otros profesionales presentaban con frecuencia un daño importante a nivel social. Este daño consiste en una fuerte estigmatización, aislamiento respecto de la comunidad religiosa a la que pertenecían o una victimización añadida derivada de la reacción de la institución, que muchas veces ha minimizado o negado los hechos, provocando indiferencia, incredulidad y cuestionamiento en el entorno de la víctima. Por ello es fundamental llevar a cabo actividades que promuevan la concienciación y sensibilización de la sociedad, divulgando información sobre el impacto psicológico de estos hechos en las personas afectadas.

Las víctimas tienen derecho a recibir tratamiento psicológico financiado por la Iglesia católica en su ámbito territorial. La Iglesia debe responsabilizarse, moral y económicamente, de poner todos los medios necesarios para ayudar a las víctimas de abuso sexual en su proceso de recuperación, independientemente de que los casos hayan prescrito según la ley penal o no.

Se debe ofrecer tratamiento a las víctimas de casos históricos, prescritos o de aquellos en que el agresor o la víctima han fallecido pero la familia de esta requiere atención. Desde el punto de vista psicológico, muchas víctimas y sus familias tienen una necesidad imperiosa de justicia, de reconocimiento de los abusos por parte de la institución y de escuchar una petición de perdón.

Este apoyo psicológico no solo debe ir dirigido a las víctimas, sino también a su entorno inmediato, ya que en muchas ocasiones se ven afectadas las familias y estas no reciben apoyo. El tratamiento no puede circunscribirse a ofrecer un listado de profesionales aprobado por las instituciones eclesiásticas, sino que la víctima debe poder elegir libremente el o la profesional que va a tratarlo, respetándose esta decisión. Se recomienda que, en los casos en los que se haya pactado que la institución religiosa se responsabiliza económicamente de la psicoterapia, se facilite la opción a la víctima para elegir un profesional no designado por la institución, con el fin de que encuentre un marco neutro para desanudar su silencio desde una relación de confianza y pueda enfrentarse a su trauma.

Es también necesario poner los medios adecuados para que los abusadores que sean clérigos o religiosos sean tratados con los programas de intervención basados en la evidencia que se usan para otros abusadores por parte de profesionales de la psicología formados en este tipo de violencia sexual y que han demostrado su efectividad. Hay entidades en España que llevan a cabo un trabajo especializado que debe ser tenido en cuenta.

El Consejo General de la Psicología de España, los correspondientes colegios oficiales de ámbito autonómico y los colegios oficiales de profesionales dedicados a la atención social o a la educación de menores de edad deben ofrecer una formación especializada a los profesionales que intervengan, o vayan a hacerlo, con víctimas de abusos ocurridos en el ámbito religioso. Esta formación debe abordar aspectos relativos a la relevancia psicológica de la fe, dado que el daño espiritual es una de las consecuencias particulares de esta forma de victimización sexual. A su vez, se debe proporcionar a los profesionales de los centros religiosos formación en abusos sexuales de menores impartida por figuras expertas, para que puedan transmitir información a los niños y niñas sobre los acercamientos iniciales de carácter sexual (que a veces se confunden con la cercanía y el afecto), con el fin de que puedan detectar situaciones y relaciones de riesgo entre un adulto y una persona menor de edad e intervenir a tiempo.

Las personas educadoras deben adquirir también una formación específica para poder detectar inmediatamente manifestaciones de abusos sexuales y derivar el caso a los profesionales de la psicología del centro educativo o a otros profesionales expertos en esta temática. Las manifestaciones del estrés postraumático y los síntomas de las personas victimizadas sexualmente pueden coincidir con los síntomas de otras estructuras clínicas, por lo que la sintomatología no es suficiente como indicador para detectar un abuso.

El Ministerio de Justicia y las comunidades autónomas con competencias en la gestión de medios personales y materiales en la Administración de Justicia deberán garantizar que las oficinas públicas de atención a las víctimas del delito presten una atención integral (que incluya atención psicológica, jurídica y social) a las víctimas de los delitos contra la libertad sexual, en especial a las personas que los hayan padecido siendo menores de edad en el ámbito de centros educativos o religiosos, y los responsables sean personas que ejerzan sus funciones en ellos. Las oficinas deben proporcionar a estas víctimas información suficiente y actualizada, con independencia de que las víctimas opten o no por iniciar un procedimiento judicial.

Es importante asegurar que las oficinas de atención a las víctimas dispongan de los recursos humanos y materiales necesarios para que puedan cumplir su misión con eficacia, especialmente en lo que se refiere a la selección de profesionales adecuados y a su formación según los requerimientos mencionados en este informe.

Asimismo, se recomienda establecer un mecanismo de coordinación entre las oficinas de protección del menor y prevención de abusos, creadas en el ámbito de la Iglesia católica, y las oficinas de asistencia a las víctimas del delito, dependientes del Ministerio de Justicia o de los gobiernos autonómicos. El objetivo principal de este protocolo sería ofrecer a las víctimas una asistencia integral, proporcionándoles toda la información necesaria para acceder a sus derechos tanto en el ámbito eclesiástico como en el ámbito laico. Esta labor de coordinación ampliaría la asistencia actualmente prestada a las víctimas, brindándoles la posibilidad de recibir atención tanto a nivel pastoral, a través de las oficinas disponibles por la Iglesia católica para su acogida y escucha, como para obtener asesoramiento sobre sus derechos en el ámbito de la Administración de Justicia, mediante su derivación a las oficinas de asistencia a las víctimas del delito del territorio donde reside la víctima.

k) La reparación de daños

Observación 89: la reparación como derecho de la víctima y como deber del victimario y de otros posibles sujetos responsables

Como se ha visto, los abusos sexuales, sin perjuicio de otras consecuencias jurídicas, pueden dar lugar también a la obligación de reparación o resarcimiento de los daños causados por la conducta de la persona responsable.

 En tales casos, la reparación constituye un derecho de la víctima y un deber del victimario o de la Iglesia como institución en los casos legalmente establecidos como deber que dimana de una responsabilidad entendida en sentido jurídico, y también en los casos en los que se aprecia un deber específico en determinados supuestos muy concretos que deriva de una responsabilidad moral.

Recomendación 39

La reparación constituye un derecho de la víctima y un deber del victimario o de la Iglesia como institución en los casos legalmente establecidos como deber que dimana de una responsabilidad entendida en sentido jurídico, y en los que se aprecia un deber específico en determinados supuestos muy concretos que deriva de una responsabilidad moral.

Observación 90: los sujetos implicados en la reparación

La primera cuestión que suscita la reparación es la determinación de quien debe reparar y quien debe ser reparado.

El sujeto activo de la reparación es la persona a la que es imputable el daño y, por consiguiente, quien debe reparar.

Puede ser el responsable de cometer el abuso (autor y, en su caso, cómplice), u otros posibles responsables en virtud de títulos jurídicos diferentes, como el encubridor o supuestos análogos como responsable penal y civil.

Pero puede serlo también la Iglesia como institución, a través de la Diócesis o de la institución específica de la Iglesia, como responsable civil subsidiaria o responsable civil directa por culpa in eligendo o por culpa in vigilando; o también como responsable penal (y, por derivación, también responsable civil directo).

Y ello sin perjuicio de la eventual responsabilidad de los poderes públicos, en su caso, como responsables por el funcionamiento normal o anormal de las Administraciones Públicas o por el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia o por error judicial, siempre que se den los requisitos y circunstancias para imputarles algún daño padecido en este sentido que pueda resultarles imputable en virtud de un título específico.

Por su parte, el sujeto pasivo es la víctima o persona que ha sufrido directamente el daño derivado del abuso y, por consiguiente, quien debe ser reparado.

Otros posibles perjudicados pueden ser los “familiares” más cercanos (padres y hermanos, fundamentalmente), o las llamadas “víctimas secundarias”, que únicamente tendrán derecho a ser reparado en caso de haber padecido daños ciertos y reales, que han de ser efectivos, singularizados y evaluables económicamente.

Recomendación 40

1.- El sujeto activo de la reparación es la persona a la que es imputable el daño y, por consiguiente, quien debe reparar. Puede ser el responsable de cometer el abuso (autor y, en su caso, cómplice), u otros posibles responsables en virtud de títulos jurídicos diferentes, como el encubridor o supuestos análogos como responsable penal y civil.

Pero puede serlo también la Iglesia como institución, a través de la Diócesis o de la institución específica de la Iglesia, como responsable civil subsidiaria o responsable civil directa por culpa in eligendo o por culpa in vigilando; o también como responsable penal (y, por derivación, también responsable civil directo).

Cabría también, aunque excepcionalmente, la eventual responsabilidad de los poderes públicos siempre que puedan apreciarse daños que fueran imputables al funcionamiento normal o anormal de las Administraciones Públicas o al funcionamiento anormal de la Administración de Justicia o por error judicial, siempre que en algún caso sea dable apreciar un título específico de imputación.

2.- Por su parte, el sujeto pasivo de la reparación es la víctima o persona que ha sufrido directamente el daño derivado del abuso y, por consiguiente, quien debe ser resarcido.

Otros posibles perjudicados pueden ser los “familiares” más cercanos (padres y hermanos, fundamentalmente), o las llamadas “víctimas secundarias”, que únicamente tendrán derecho a ser reparado en caso de haber padecido daños ciertos y reales, que han de ser efectivos, singularizados y evaluables económicamente.

Observación 91: el objeto de la reparación

Determinado quien debe reparar y quien debe ser reparado, procede seguidamente determinar el objeto de reparación; o, dicho, en otros términos, qué daños pueden y/o deben ser objeto de reparación.

En la línea argumental ya avanzada, en esta materia ha de regir el principio de “indemnidad” o de “reparación integral” como principio rector del sistema de reparación.

Es principio general del Derecho que cualquier daño ilegítimo o que una persona no tenga el deber jurídico de soportar, ha de ser reparado y reparado en su integridad. Ello presupone que el objeto de la reparación del daño a los efectos ahora considerados debe entenderse, al menos en hipótesis y sin perjuicio de su análisis caso por caso, en un sentido amplio, abstracción hecha de la naturaleza del daño.

Ello incluye daño psicológico, daño psicofísico, daño moral y también el daño material; además del lucro cesante (o ganancias dejadas de percibir por causa del daño) y la llamada pérdida de oportunidad.

Ahora bien, la reparación del daño presupone la realidad y certeza de este último (esto es, los daños han de ser ciertos y reales), y requiere, a su vez, de la debida acreditación de los mismos por cualquiera de los medios de prueba admitidos en derecho.

En este mismo orden de consideraciones, también ha de hacerse constar que los daños, en cuanto a sus efectos y consecuencias, pueden ser “instantáneos”, pero también duraderos, continuados, incluso sobrevenidos o cuya determinación definitiva en forma de secuelas quede diferida en el tiempo, lo cual resulta sin dura relevante a los efectos de su adecuada y rigurosa valoración.

Observación 92: la responsabilidad específica por daño moral

Particular consideración merece el daño moral como concepto indemnizable, que la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha reconocido, entre otros, en los casos de delitos contra la libertad e indemnidad sexual.

Tradicionalmente, la doctrina científica ha definido el daño moral en sentido negativo, por contraposición al daño material, como “aquel perjuicio que no supone una pérdida de dinero, que no entraña para la víctima ninguna consecuencia pecuniaria o disminución de su patrimonio”. Posteriormente, sobre la base de la distinción entre derechos subjetivos patrimoniales y no patrimoniales, el daño moral se ha definido por referencia al “perjuicio que resulta de la lesión de un derecho extrapatrimonial”, en definitiva, a un bien de la personalidad (honor, estima, buen nombre, vínculos de legítimo afecto, etc.).

Del mismo modo que ocurre con el daño patrimonial, para imponer la reparación del daño moral hace falta que el obligado demuestre su existencia.

Ahora bien, siguiendo a ÁLVAREZ VIGARAY, indudablemente hay algunos daños morales en los que es de sentido común que basta con que tenga lugar la conducta dañosa para que el daño moral se produzca. Tal es el caso del perjuicio sufrido por la víctima de un homicidio con la pérdida de la vida, o de las lesiones a la salud e integridad física de la persona; pero los demás daños morales no se producen necesaria e indefectiblemente siempre que se realicen las conductas o hechos capaces de causarlos.

Teniendo en cuenta esta circunstancia, ÁLVAREZ VIGARAY señala en relación con la prueba de estos daños morales, que solo se podrá establecer una presunción de la existencia del daño moral, siempre que se realicen los hechos capaces de producirlo.

La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha sentado como criterio general desde la Sentencia del Alto Tribunal de 13 de noviembre de 1916 la necesidad de que quede demostrada la existencia del daño moral para que pueda exigirse su reparación. Lo cual no ha impedido que la doctrina jurisprudencial decantada durante decenios, y en particular las sentadas en las dos últimas décadas, haya modulado -y atenuado- el rigor de dicha doctrina general.

Así, la Sentencia del Tribunal Supremo de 31 de mayo de 2000 señala que la prueba del daño moral, aunque relacionada con la doctrina general sobre la carga de la prueba del daño, presenta ciertas peculiaridades, sobre todo por la variedad de circunstancias, situaciones o formas con que puede presentarse el daño moral en la realidad práctica. Argumenta dicho pronunciamiento que la falta de prueba no basta para rechazar de plano la alegación de daño moral, o que no es necesaria puntual prueba o exigente demostración, o que la existencia del daño moral no depende de pruebas directas.

Así, cuando el daño moral emane de un daño material, o resulte de datos

singulares de carácter fáctico, es preciso acreditar la realidad que le sirve de soporte, pero cuando depende de un juicio de valor consecuencia de la propia realidad litigiosa, que justifica la operatividad de la doctrina de la in re ipsa loquitur, o cuando se da una situación de notoriedad, no es exigible una concreta actividad probatoria.

Por su parte, la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de mayo de 2009 sienta el criterio de que el daño moral no necesita estar especificado en los hechos probados cuando fluye de manera directa y natural del relato histórico contenido en la sentencia. En dicho pronunciamiento se establecen los requisitos exigidos para conceder una indemnización por daño moral y serían los siguientes:

La necesidad de explicitar la causa de la indemnización.

La imposibilidad de imponer una indemnización superior a la pedida por la acusación.

Atemperar las facultades discrecionales del Tribunal en esta materia al principio de razonabilidad.

Las bases en que se fundamenten la cuantía de los daños e indemnizaciones por daño moral deberán establecerse, en todo caso, de forma razonada en la resolución.

En el mismo sentido, cabe citar la Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 2018, que recuerda la necesidad de motivar las resoluciones judiciales respecto de la responsabilidad civil ex delicto, imponiendo a los jueces y tribunales la exigencia de razonar la fijación de las cuantías indemnizatorias que reconozcan en sentencias precisando, cuando ello sea posible, las bases en que se fundamenten.

Cuestión distinta a la admisibilidad del daño moral como concepto indemnizable y las exigencias de prueba a la luz de la doctrina jurisprudencial, es la tocante a su valoración y la consiguiente determinación de las cuantías de las indemnizaciones o compensaciones económicas, que se abordará más adelante.

Recomendación 41

La reparación del daño debe inspirarse, como criterio general, en el principio de indemnidad o de reparación integral, de tal suerte que cualquier daño o perjuicio ilegítimo o que una persona no tenga el deber jurídico de soportar, ha de ser reparado y reparado en su integridad.

Con arreglo a este principio de reparación integral del daño causado, debe reputarse susceptible de resarcimiento cualquier daño cierto y real, lo que incluye daños de diversa consideración, como el daño emergente, incluido el daño material, pero también el daño moral, el daño psicológico y/o el daño psicofísico; además del lucro cesante (esto es, las ganancias dejadas de percibir) y la llamada pérdida de oportunidad.

Particular consideración merece la toma en consideración del daño moral, que la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha reconocido, entre otros, en los casos de delitos contra la libertad e indemnidad sexual.

Observación 93: el contenido y las formas de reparación

Por lo que se refiere al contenido y las formas de reparación, cabe distinguir entre formas de reparación “material” y formas de reparación “inmaterial”.

Interesa comenzar señalando que la reparación o el resarcimiento derivado de un mal padecido no tiene por qué adoptar de manera inexcusable una dimensión o forma económica o material.

El daño sufrido admite una reparación “inmaterial”.

Ello reviste una singular importancia en el caso de víctimas de abusos sexuales padecidos en el seno de la Iglesia, como resulta de los numerosos testimonios conocidos a través de este estudio y también mediante el canal interno de denuncias habilitado por el despacho, en los que las personas que afirman haber sido víctimas de abusos no pretenden habitualmente una reparación económica, sino sencillamente ser escuchados, reconocidos y atendidos, y, en su caso, que la experiencia vivida sea conocida y no vuelva a repetirse.

Desde esta perspectiva, el reconocimiento público o privado del daño sufrido por la víctima, la petición de perdón del victimario o de otros posibles responsables, o la asistencia personal y moral a la víctima y a su familia, son, entre otros posibles, gestos significativos para las víctimas, que tienen un profundo valor moral y, al propio tiempo, tienen un efecto resarcitorio o reparador del mal padecido.

Puede ocurrir, sin embargo, que la víctima pretenda con su actuación obtener una reparación o resarcimiento material, o que, sin pretenderlo, sea de justicia que dicha reparación o resarcimiento material le sea reconocida.

La reparación económica o material puede revestir principalmente dos formas, a saber: a) por una parte, una indemnización en sentido jurídico, normalmente concebida como una cantidad representada en dinero abonada a tanto alzado o periódicamente; y b) puede ser también una compensación económica en especie, por ejemplo, mediante la asistencia a la víctima a través del ofrecimiento de servicios específicos (médicos, psiquiátricos, psicológicos, jurídicos, etc.), y a veces en dinero, cuando, como es muy usual y así resulta de este estudio, se abonan las facturas giradas por los profesionales que prestan esos servicios de naturaleza asistencial a las víctimas.

Desde la perspectiva del reconocimiento de esa reparación material o económica, cabe distinguir diversos supuestos, que, de forma sistemática, se exponen como sigue:

Primero: Las compensaciones económicas en forma de indemnizaciones dinerarias reconocidas en favor de la víctima en virtud de una sentencia judicial firme recaída en los autos de un proceso seguido ante la jurisdicción civil del Estado, en la que bien un juzgado o tribunal penal condena al victimario y declara además la responsabilidad civil directa del mismo y en su caso la responsabilidad civil subsidiaria de una institución específica de la Iglesia cuando resulte legalmente procedente, o bien un juzgado o tribunal civil declara la responsabilidad civil directa de una institución específica de la Iglesia por culpa “in eligendo” o culpa “in vigilando”.

Segundo: Las compensaciones económicas en forma de indemnizaciones dinerarias reconocidas y asumidas voluntariamente por las instituciones específicas de la Iglesia (Diócesis, Orden o Congregación Religiosa u otra institución de la Iglesia específica), bien con base en un pronunciamiento de la Congregación para la Doctrina de la Fe o Tribunal Eclesiástico que reconozca formalmente la veracidad de los hechos delictivos, bien mediante la adopción de un acuerdo transaccional o sistema análogo alcanzado con la víctima o sus representantes legales.

Tercero: Las compensaciones económicas en especie reconocidas y asumidas voluntariamente por las instituciones específicas de la Iglesia (Diócesis, Orden o Congregación Religiosa u otra institución de la Iglesia específica) mediante la asunción de los gastos derivados de la contratación y consiguiente prestación de servicios asistenciales (médicos, psiquiátricos, psicológicos, social y/o jurídicos) en favor de la atención de la víctima.

Cuarto: Otras formas de compensación económica sin pronunciamiento condenatorio en vía jurisdiccional del Estado y al amparo de las medidas económicas y asistenciales de carácter no indemnizatorio derivadas de regímenes estatales especiales previstas para víctimas de delitos o beneficiarios de ayudas y subvenciones públicas.

Recomendación 42

Por lo que se refiere a las hipotéticas formas de reparación material que pueden darse, cabe distinguir los siguientes supuestos:

Las compensaciones económicas en forma de indemnizaciones reconocidas por los Juzgados y Tribunales de la jurisdiccional civil del Estado en virtud de sentencia judicial firme que condena al victimario como autor responsable de la comisión de uno o varios delitos y declara la responsabilidad civil directa del propio condenado y en su caso la responsabilidad civil subsidiaria de una Diócesis o de una institución específica de la Iglesia cuando se aprecie en el caso concreto de autos la concurrencia de los requisitos legal y jurisprudencialmente exigidos.

Las compensaciones económicas en forma dineraria reconocidas y asumidas voluntariamente por la Iglesia (Diócesis u otra institución específica de la Iglesia), bien de forma unilateral, bien mediante acuerdo o convenio transaccional o sistema análogo alcanzado con la víctima o sus causahabientes o representantes legales, cuando habiendo formado la Iglesia la convicción sobre la certeza de los hechos denunciados o conocidos, no cabe la exigencia formal de responsabilidad en términos jurídicos, ni en sede canónica, ni tampoco en sede jurisdiccional civil del Estado, bien por haberse producido el fallecimiento del supuesto autor responsable de los hechos (y, por consiguiente, la extinción de la responsabilidad en sentido jurídico), bien por apreciarse la prescripción del delito supuestamente cometido.

Las compensaciones económicas en especie reconocidas y asumidas voluntariamente por la Iglesia en forma de prestación de servicios asistenciales o asunción de gastos por parte de la Iglesia derivados de asistencia médica, psicológica, social y/o jurídica, que no serían en principio incompatibles con las otras formas de compensación económica indicadas anteriormente.

Otras formas de compensación económica con cargo a recursos de las administraciones y poderes públicos del Estado en forma dineraria, con o sin pronunciamiento condenatorio en vía jurisdiccional civil del Estado, y al amparo de las medidas económicas y asistenciales derivadas de regímenes estatales especiales como víctimas de delitos o beneficiarios de ayudas y subvenciones públicas.

Observación 94: la forma específica de reparación material cuando no hay pronunciamiento de la Iglesia ni de la jurisdicción civil del Estado

Como se ha señalado anteriormente, cabe plantear la cuestión de como reconocer la veracidad de los hechos delictivos y en su caso la consiguiente compensación económica como forma de reparación material, especialmente cuando no interviene la Iglesia o, en su caso, la jurisdicción civil del Estado, bien porque los delitos hayan prescrito, bien porque el presunto victimario ha fallecido, sin que, por consiguiente, sea dable exigir la responsabilidad penal y civil del victimario ni en principio tampoco de la institución específica de la Iglesia.

En tales casos, como ya se estableció, cabe apreciar la existencia de una responsabilidad moral, que, sin embargo, no dispensa de la exigencia de tener la convicción de la veracidad de los hechos o, en su caso, un juicio razonable de verosimilitud de los mismos.

Tal convicción solo puede venir dada por el resultado de las diligencias de investigación practicadas en orden al esclarecimiento de los hechos, que, bien en sede canónica, bien en sede jurisdiccional civil del Estado. De ahí que se recomiende que, el menos en sede canónica, la posible apreciación de la prescripción del delito o la constancia del fallecimiento del presunto victimario, no obste para practicar las actuaciones indispensables en orden al esclarecimiento de los hechos.

Recomendación 43

Se recomiende que, el menos en sede canónica, la posible apreciación de la prescripción del delito o la constancia del fallecimiento del presunto victimario, no impida practicar las actuaciones indispensables en orden al esclarecimiento de los hechos, a fin de formar la convicción acerca de su certeza o, al menos, un juicio de verosimilitud favorable.

l) Las posiblidades de arbitrar sistemas alternativos de solución de controversias

Observación 95: las posibilidades de arbitrar sistemas alternativos de solución de controversias

La información y datos resultantes de este estudio realizada ha permitido comprobar la práctica seguida por parte de ciertas órdenes y congregaciones religiosos, sobre todo y muy especialmente (entre otras, la Congregación de los Hermanos Maristas -Maristas-, la Congregación de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales – Salesianos-, la Congregación de la Compañía de María -Marianistas- o la Compañía de Jesús -Jesuitas-), y de algunas diócesis también, aunque más aisladamente  (entre otras la Archidiócesis de Barcelona y la Diócesis de Cartagena-Murcia), de arbitrar sistemas alternativos de solución de controversias en forma de acuerdos transaccionales alcanzados entre la víctima y sus representantes y la institución de la Iglesia concernida.

En este sentido, de la información y documentos analizados resultan formulaciones diversas que tienen como elemento común denominador el establecimiento de reglas específicas acerca del establecimiento de un órgano decisor independientes del instituto religioso y establecer procedimientos que permitan alcanzar esos acuerdos.

Desde esta perspectiva, no resultaría ocioso analizar con el detalle y sosiego exigibles la previsión de sistemas alternativos de solución de conflictos o controversias en forma de mediación, arbitraje, conciliación o cualesquiera otros de naturaleza análoga a los efectos de poder propiciar acuerdos transaccionales entre las víctimas o sus representantes legales y las instituciones de la Iglesia afectadas, o bien resolver las controversias planteadas por terceros independientes, bien mediante fórmulas de mediación, bien mediante fórmulas arbitrales o cuasi-arbitrales dirimentes de la controversia por un tercero con las suficientes garantías de independencia y objetividad, además de solvencia técnica y profesional.

A este respecto, cabría ponderar la conveniencia de constituir en el seno de la CEE un grupo de trabajo sobre este particular para que, previo examen de la experiencia decantada en estos años, y visto desde una perspectiva comparada, sea posible fijar criterios rigurosos, solventes y homogéneos, a fin de arbitrar la previsión de sistemas alternativos de solución de controversias.

Recomendación 44

A fin de determinar la procedencia de una compensación económica como forma de reparación material, así como la extensión y valoración de los daños padecidos, se sugiere analizar la previsión de sistemas alternativos de solución de conflictos en forma de mediación, arbitraje, conciliación o cualesquiera otros de naturaleza análoga a los efectos de poder propiciar acuerdos transaccionales entre las víctimas o sus representantes legales y las instituciones de la Iglesia afectadas, o bien resolver las controversias planteadas por terceros independientes, bien mediante fórmulas de mediación, bien mediante fórmulas arbitrales o cuasi-arbitrales dirimentes de la controversia por un tercero con las suficientes garantías de independencia y objetividad.

m) Sobre la problemática derivada de la extensión y valoración de los daños y perjuicios y la determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones económicas o formas específicas de resarcimiento material

Observación 96: La problemática de la valoración de los daños y perjuicios y la opción por el establecimiento de un baremo de indemnizaciones de los daños

Otro aspecto relevante que debe ser debidamente ponderado en lo que se refiere a la reparación material de los daños derivados de abusos sexuales es, como ya se avanzaba anteriormente, la cuestión relativa a la extensión y valoración de los daños y perjuicios y la consiguiente determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones económicas o formas específicas de resarcimiento material.

A estos efectos, y como criterio de carácter general, es importante la ponderación del bien jurídico y moral eventualmente lesionado y su contexto personal, familiar, profesional y social, incluido los daños morales, los daños psicológicos y/o las posibles pérdidas de oportunidades.

Dada la dificultad que entraña la valoración de los daños referidos a conceptos tales como los “daños morales”, los “daños psicológicos” y/o la “pérdida de oportunidades”, y ante la, y así resulta de este estudio, derivada de valoraciones incongruencia que consta se produce en la praxis del reconocimiento de indemnizaciones en vía judicial civil o de compensaciones acordadas en virtud de acuerdos transaccionales, con valoraciones en ocasiones muy dispares ante hechos o circunstancias análogas e iguales de bienes morales y jurídicos lesionados, cabría valorar la posibilidad de iniciar un proceso de reflexión sobre la conveniencia de elaborar un baremo orientativo o, en su caso, vinculante, en función del ámbito y circunstancias en que resulten de aplicación, que permita disponer de un sistema de valoración de los daños y perjuicios padecidos y que sirvan de fundamento para la determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones o formas específicas de resarcimiento material, garantizando las exigencias derivadas de la seguridad jurídica y de la justicia material, para establecer como principio una razonable homogeneidad en las valoraciones, evitando así valoraciones dispares o arbitrarias, que precisamente, por tal razón,  devienen injustas.

No cabe perder de vista el precedente, sin duda relevante en el ámbito civil del Estado, del sistema para la valoración de los daños personales en el ámbito del Seguro de Responsabilidad Civil ocasionada por vehículos a motor (comúnmente conocido como “baremo”), aprobado originariamente por Orden Ministerial de 5 de marzo de 1991 dictada por el entonces Ministerio de Economía y Hacienda y actualizada con carácter anual por resolución de la Dirección General de Seguros; luego sustituido por el sistema incorporado a la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados; seguida de la Ley 34/2003, de 4 de noviembre, de modificación y adaptación a la normativa comunitaria de la legislación de seguros privados, y, en último término, del Texto Refundido de la Ley sobre responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos a motor, aprobado por Real Decreto Legislativo 8/2004, de 29 de octubre, actualmente en vigor, cuyo Título IV recoge el sistema para la valoración de los daños y perjuicios causados a las personas en accidente de circulación (artículos 2 a 143 y Anexo).

Así las cosas, y sin perjuicio del criterio que puedan decantar los Juzgados y Tribunales del orden jurisdiccional penal del Estado en cuanto a la valoración de los daños y perjuicios y la consiguiente determinación de la cuantía de las indemnizaciones a que hubiere en concepto de responsabilidad civil derivada del delito en los procesos penales relativos a la investigación y enjuiciamiento por la posible comisión de delitos de abusos sexual en el orden civil, sería deseable que la práctica de la Iglesia, seguida por las diócesis y las demás instituciones eclesiásticas, contara con un sistema “propio” y “específico” para la valoración de los daños personales en el ámbito de los delitos, a modo de baremo, que pudiera ser utilizado como parámetro de referencia (desde luego, orientativo, pero cabría que le fuese conferido un valor vinculante, según los casos) para valorar los daños derivados de abusos padecidos y determinar la cuantía de compensaciones que pudieren reconocerse en el seno de la Iglesia, bien de modo unilateral, bien al amparo de acuerdos transaccionales suscritos entre la víctimas o sus representantes y la institución específica de la Iglesia de que se trate.

Ello permitiría superar en buena medida las dificultades de valoración de los daños referidos a conceptos tales como los daños morales, los daños psicológicos y/o la pérdida de oportunidades, y, en todo caso, evitar la incongruencia, que ha podido constatarse a partir de la información y datos resultantes de este estudio, y que deriva de valoraciones dispares ante hechos o circunstancias análogas.

Es por ello que se recomienda iniciar un proceso de reflexión sobre la pertinencia de elaborar un baremo orientativo o, en su caso, vinculante, en función del ámbito y circunstancias en que resulten de aplicación, que permitan disponer de criterios específicos en orden a la valoración de los daños y perjuicios padecidos y la determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones o formas específicas de resarcimiento material, garantizando las exigencias derivadas de la seguridad jurídica y de la justicia material, para establecer como principio una razonable homogeneidad en las valoraciones, evitando así valoraciones dispares o arbitrarias.

Recomendación 45

1.- Un aspecto relevante que debe ser debidamente ponderado en lo que se refiere a la reparación material de los daños derivados de abusos sexuales es la cuestión relativa a la valoración de los daños y perjuicios y la determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones o formas específicas de resarcimiento material.

2.- A estos efectos, y como criterios de carácter general, es importante la ponderación del bien jurídico y moral eventualmente lesionado y su contexto personal, familiar, profesional y social, incluido los daños morales, los daños psicológicos y/o las posibles pérdidas de oportunidades.

3.- Dadas las dificultades de valoración de los daños referidos a conceptos tales como los daños morales, los daños psicológicos y/o la pérdida de oportunidades, y ante la incongruencia derivada de valoraciones dispares ante hechos o circunstancias análogas, se recomienda iniciar un proceso de reflexión sobre la pertinencia de elaborar un baremo orientativo o, en su caso, vinculante, en función del ámbito y circunstancias en que resulten de aplicación, que permitan disponer de criterios específicos en orden a la valoración de los daños y perjuicios padecidos y la determinación de la cuantía de las indemnizaciones, compensaciones o formas específicas de resarcimiento material, garantizando las exigencias derivadas de la seguridad jurídica y de la justicia material, para establecer como principio una razonable homogeneidad en las valoraciones, evitando así valoraciones dispares o arbitrarias

n) La previsión de un fondo de indemnizaciones para contribuir a la reparación material de los daños derivados de abusos cometidos en el seno de la Iglesia

Observación 97: La configuración y praxis de los fondos de indemnizaciones

En este mismo orden de consideraciones relativo al sistema de reparación material o económico de los daños inferidos por causa de abusos sexual, se plantea una última cuestión que no cabe dejar de abordar, que es la que se plantea a propósito del debate sobre la necesidad o no de constituir un fondo de indemnizaciones para contribuir a la reparación material de los daños derivados de abusos cometidos en el seno de la Iglesia.

Pues bien, con carácter previo a cualquier otra consideración, debe comenzarse por señalar que los llamados fondos de indemnización suelen estar ligados en la praxis a sistemas de reparación de daños que operan con independencia de la imputación de responsabilidad a una persona.

Una primera aproximación a la problemática suscitada requiere analizar el tratamiento de los fondos en el ámbito civil del Estado, tanto desde la perspectiva de la regulación específica (que no es general, sino sectorial), como desde el punto de vista del enfoque y la praxis seguidos en los diversos supuestos específicos.

Desde esta perspectiva, ha de señalarse que la reparación de este tipo de daños suele ser objeto de la acción protectora de la Seguridad Social, bien mediante prestaciones in natura (como las sanitarias o las farmacéuticas), bien mediante prestaciones dinerarias reconocidas a tanto alzado o en forma de pensiones. También el seguro directo constituye una alternativa para la reparación de los propios daños, ya sea a través del seguro que hubiere contratado la víctima o del seguro concertado por un tercero en interés de ésta. Sin embargo, la limitada extensión de los seguros directos y la insuficiente cobertura de la acción protectora de la Seguridad Social han conducido al desarrollo de mecanismos compensatorios adicionales para ciertos contextos dañosos por medio de la proliferación de fondos en beneficio de muy diversos tipos de víctimas, lo cual es un hecho constatado en ciertos países, como es el caso de Francia.

La doctrina científica más especializada ha intentado racionalizar, al menos conceptualmente, la complejidad derivada de la gran variedad de fondos de indemnización.

Así, se ha propuesto distinguir entre los fondos de indemnización de carácter retrospectivo y los fondos de indemnización de carácter prospectivo. Los primeros quedarían referidos al advenimiento de daños masivos y muy graves en supuestos bien concretos. Los fondos prospectivos, por su parte, sería instrumentos concebidos con vocación de permanencia, cuya misión es anticipar una respuesta socialmente adecuada a ciertos tipos de daños recurrentes.

Por lo que se refiere a los fondos de carácter retrospectivo, la experiencia de este tipo de fondos en España se limita por ahora a cuatro casos:

El primero es el de las personas contagiadas con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) a consecuencia de tratamientos o transfusiones de sangre o hemoderivados realizadas en el sistema sanitario público.

El segundo supuesto es el de las personas con hemofilia u otras coagulopatías congénitas a quienes se contagió la hepatitis C (VHC) también en actuaciones realizadas en el sistema sanitario público.

El tercer fondo es el destinado a las personas afectadas por malformaciones corporales producidas por la ingesta por sus madres de medicamentos cuyo principio activo era la talidomida, durante procesos de gestación producidos en España entre los años 1960 y 1965.

Finalmente, el cuarto fondo es el destinado a las personas afectadas en su salud por una exposición al amianto padecidos en ámbito laboral, doméstico o ambiental en España.

En cuanto a los fondos de carácter prospectivo, este tipo de instrumentos incluye todos los fondos dirigidos a paliar los daños sufridos por las víctimas de ciertos hechos delictivos, bien por su particular gravedad, bien por haberse perpetrado en el marco de una acción terrorista.

Por otra parte, la legislación específica en materia de seguro obligatorio de automóviles también incluye la indemnización a las víctimas de siniestros ocurridos en España en que el vehículo causante sea «desconocido». En este caso la indemnización corre a cargo del Consorcio de Compensación de Seguros.

Así las cosas, caber afirmar de modo general que los fondos de indemnización se caracterizan porque son alternativa a la posible responsabilidad civil del causante de los daños o de otros responsables; se conceden incondicionalmente a la víctima por tener tal condición; solo operan en el contexto delimitado por la ley que establece el fondo; tienen como finalidad la reparación integral del daño; y sujetan las pretensiones de las víctimas a reglas específicas de procedimiento para su reclamación y reconocimiento.

Estos caracteres no se presentan de un modo uniforme en los diversos regímenes existentes en el ordenamiento jurídico positivo. Sin embargo, son los elementos que distinguen a los fondos de indemnización frente al sistema de responsabilidad civil, incluyendo bajo tal noción a estos exclusivos efectos el sistema de responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas.

También sirven para diferenciarlos de otros sistemas de compensación de daños corporales, como la acción protectora de la Seguridad Social, ya fuere contributiva o no contributiva, el seguro directo, o las ayudas o beneficios de carácter discrecional que concede la Administración Pública en casos de emergencia o catástrofe.

Los fondos son alternativa a la responsabilidad civil

El primer rasgo que ha de tenerse presente es que los fondos de indemnización operan al margen de que pueda establecerse, o no, la responsabilidad de alguna persona por los daños sufridos por la víctima (indemnización sin responsabilidad). Además, tienden a cubrir esos daños sin requerir la demostración de que no se ha podido reclamar contra el posible responsable del daño u obtener de éste la completa reparación de los perjuicios sufridos (alcance de la carga de la reclamación infructuosa de la víctima). Los fondos no son, sin embargo, indiferentes a la posible contribución de la víctima a su propio daño (la contribución de la víctima a su propio daño).

Los derechos frente al fondo son incondicionales

A su vez, y como regla general, el acceso a las indemnizaciones con cargo a los fondos no requiere que la víctima esté afiliada a un sistema de protección o que el interés esté asegurado con anterioridad (derechos reconocidos ex lege por el mero hecho de ser víctimas), ni tampoco que la víctima demuestre cierta falta de medios propios para cubrir su propio daño (derecho de las víctimas al margen de la situación de necesidad).

A su vez, las reparaciones a cargo de los fondos traen causan de los derechos de la víctima, conferidos por la ley que establece el fondo de indemnización.

No se trata, aunque la terminología empleada pueda dar la impresión de lo contrario, de beneficios de concesión discrecional. La terminología empleada (“ayudas”) no excluye su carácter debido y reglado, sujeto únicamente a la verificación objetiva del cumplimiento de los requisitos que en cada caso establezca la normativa.

Precisamente, por ello, la condición de víctima beneficiaria requiere el cumplimiento de todos y cada uno de los requisitos legalmente establecidos para que le sea reconocida tal condición, de tal suerte que, de no cumplirse tales requisitos, no habría lugar a dicho reconocimiento, debiendo, por tanto, denegarse la solicitud correspondiente.

Los fondos tienen un carácter eminentemente contextual

El elemento más característico es que los fondos solo operan en el contexto delimitado por la ley que establece el fondo.

En otros términos, las medidas en favor de las víctimas no son universales. Es decir, no se dirigen a la víctima porque ha sufrido ciertos daños o perjuicios, sino porque los ha sufrido en un determinado contexto dañoso.

De modo usual, la reglas sobre fondos de indemnización están dirigidas a resarcir daños (normalmente corporales) al margen de la responsabilidad civil, y ello mediante la identificación de un supuesto de hecho respecto al cual las víctimas que queden subsumidas bajo tal supuesto podrán obtener el reconocimiento de beneficiario y con el derecho al resarcimiento más o menos amplio de sus daños.

A diferencia de la regla de la de responsabilidad civil, las pretensiones contra los fondos de indemnización ignoran la acción del causante del daño y se centran en la situación de la víctima y las circunstancias del daño.

La finalidad de la norma que fija el contexto dañoso es delimitar qué víctimas deben ser resarcidas por el fondo y cuáles quedan fuera de su ámbito de cobertura.

Los fondos tienen por finalidad la reparación integral del daño.

Aunque ciertamente el alcance de la cobertura que proporcionan los fondos de indemnización es muy diferente entre sí, tanto por las sumas garantizadas como por los conceptos que se resarcen, todo fondo pretende suplir la falta o las dificultades de reparación de los daños corporales a través del recurso a la responsabilidad civil. En esta medida, como la propia responsabilidad civil, persigue el resarcimiento integral de las víctimas.

Los fondos se sujetan a reglas específicas de procedimiento para la reclamación y reconocimiento de las indemnizaciones

Por último, otra de las reglas básicas de funcionamiento de los fondos de indemnización es que las pretensiones de las víctimas se sujetan reglas específicas de procedimiento para su reclamación y reconocimiento.

Ahora bien, frente al carácter eminentemente judicial o procesal de la acción de responsabilidad civil, las pretensiones frente a los fondos de indemnización se tramitan ante la Administración Pública u Organismo Público competente por ser el que tenga atribuida legalmente la competencia para el reconocimiento de la condición de beneficiario.

Ello no obsta, para que, bien contra la resolución denegatoria expresa de la reclamación, bien contra la denegación presunta por silencio administrativo de la misma, se puedan formular las correspondientes impugnaciones en vía administrativa y, una vez agotada la vía administrativa, también en sede jurisdiccional contencioso-administrativa, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes administrativas y procesales (artículos 112, 114, 119, 122, 123, 124, 125 y 126 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y artículos 1, 2, 25 y 45 y siguientes de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa).

Observación 98: Sobre la hipotética aplicación de la figura de los fondos de indemnizaciones para la reparación de daños causados a víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia

Expuesto lo que antecede, corresponde a continuación analizar la hipotética aplicación de la figura de los fondos de indemnizaciones para la reparación o el resarcimiento de los daños causados a víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia.

Es bien conocido el debate largamente suscitado desde ciertos sectores sobre la necesidad de previsión de un fondo de contingencias dotado de recursos económicos suficientes para contribuir al sostenimiento de las reparaciones materiales por daños derivados de abusos producidos en el seno de la Iglesia.

En relación con esta cuestión, se considera pertinente considerar que:

En primer término, y con carácter previo a cualquier otra consideración, debe comenzarse por señalar -por aplicación de los paradigmas que informan la configuración y praxis de los fondos de indemnizaciones en el ámbito civil del Estado-, que la previsión de un fondo económico de reparaciones o indemnizaciones constituye un instrumento verdaderamente excepcional, y aunque no existe un modelo general y menos aún aplicable con carácter imperativo, los modelos adoptados en la praxis legislativa y administrativa se caracterizan por referirse a daños masivos y muy graves en supuestos bien concretos, o por ser un instrumento concebido con vocación de permanencia cuya misión es anticipar una respuesta socialmente adecuada a ciertos tipos de daños recurrentes; y, fundamentalmente, se caracterizan por constituir una alternativa a la posible responsabilidad civil del causante de los daños o de otros responsables.

En el caso de la Iglesia en España, no se aprecian razones suficientemente fundadas que deban conducir inexorablemente a la necesaria creación de un fondo dotado de recursos económicos suficientes para afrontar las contingencias derivadas de la reparación -entendida en sentido material- de los daños sufridos por causa de abusos sexuales.

Y ello por los siguientes motivos que se exponen a continuación:

Primero: Porque consta acreditado a partir de la información y los datos resultantes de este estudio que las necesidades económicas derivadas de la reparación de daños en aquellos casos en que se han producido, no resultan en modo alguno significativas desde la perspectiva estricta de las cifras alcanzadas (y ello sin restar un ápice de gravedad a los supuestos constatados y registrados por poco significativos que resulten en el cómputo general sobre las cifras de abusos sexuales en el seno de la sociedad en su conjunto); de ahí que por razón del número de casos registrados en España (incluyendo los históricos y los ocurridos más recientemente o actuales), y, menos aún, cuando hablamos de casos probados por haber sido acreditados, resultaría por completo innecesario la creación de un fondo para afrontar contingencias derivadas de la reparación de los daños.

Segundo: Porque consta igualmente acreditado a partir de la información y datos resultantes de este estudio que en todos los casos registrados y constatados en los que se han producido delitos de abusos reconocidos y declarados formalmente en virtud de una resolución canónica o sentencia judicial firme, que han llevado consigo daños ciertos y reales exigidos en forma de resarcimiento, dichas cantidades han sido sufragados de manera inmediata y suficiente por la Iglesia con cargo al presupuesto ordinario de las Diócesis o en su caso de las instituciones específicas de la Iglesia concernidas, sin que, en ningún caso, se haya advertido dificultad alguna para afrontar los pagos por compensaciones económicas una vez reconocidos formalmente.

Consta, incluso, que, en los casos en los que no se ha declarado la responsabilidad civil subsidiaria de una Diócesis o de una institución específica de la Iglesia institución, sino la mera responsabilidad civil directa, la indemnización a que ha sido condenada la persona penalmente responsable, y por consiguiente responsable civil directo, ha sido abonada en numerosas ocasiones por la propia diócesis o institución específica de la Iglesia, unas veces a fondo perdido, y en otras repitiendo ulteriormente contra el condenado y responsable civil directo.

Siendo todo ello así, la previsión de un fondo económico de reparaciones carecería de justificación y resultaría por completo innecesaria.

Por lo demás, no cabe dejar de señalar que la mera creación de un fondo y su consiguiente dotación económica, no habiendo una causa objetiva que realmente lo justifique, podría tener efectos no deseados en este ámbito, que podrían acaso desvirtuar el rigor y la pulcritud con los que debe acometerse esta delicada y al propio tiempo trascendente tarea, pues las pretensiones de resarcimiento han de seguir el tratamiento legalmente establecido.

En todo caso, y aunque resulte obvio señalarlo, pero no por obvio debe dejar de señalarse, la eventual previsión de un fondo económico con recursos para proveer a las contingencias objeto de consideración, no desvirtuaría en modo alguno la exigencia previa de acreditar la realidad y certeza del abuso sexual y de los daños padecidos con ocasión o por consecuencia de tal circunstancia y por consecuencia la condición de víctima, bien porque así lo declarase una sentencia judicial firme dictada por la jurisdicción civil del Estado (que no haya declarado la responsabilidad civil derivada del delito o no hayan podido satisfacerse las indemnizaciones a que fue condenado el autor responsable de los hechos, o una resolución canónica adoptada en el seno de la Iglesia por la autoridad competente que aprecie la comisión del delito canónico e imponga a su autor la pena correspondiente, o bien porque la Iglesia asumiera voluntariamente y por su propia iniciativa la compensación correspondiente, unilateralmente o en virtud de acuerdo suscrito al efecto con la víctima o su representación legal cuando aprecie la certeza o en su caso verosimilitud de los hechos; todo ello, en los términos señalados con anterioridad. 

Por lo demás, dicho fondo carecería de competencia alguna sobre la admisión o tramitación de denuncias o noticias de delito, o sobre la investigación y enjuiciamiento de los hechos, cuya competencia corresponde de manera irrenunciable a los órganos competentes establecidos al efecto.

Por último, tampoco estaría justificado un fondo meramente gestor de pagos y de cobros, así concebido por razones puramente operativas, a los efectos simplemente de efectuar el pago y luego ejercer una acción de repetición, y ello por cuanto, además de innecesario por las razones ya expuestas -insistimos-, resultaría de una elevada complejidad debido a la diversidad institucional y orgánica de la Iglesia, hasta el punto de poder resultar un instrumento muy poco eficaz.

Recomendación 47

1.- En relación con la cuestión largamente suscitada y demandada desde ciertos sectores acerca de la previsión de un fondo de contingencias dotado de recursos económicos suficientes para contribuir al sostenimiento de las reparaciones materiales por daños derivados de abusos producidos en el seno de la Iglesia, cabe señalar lo siguiente:

En el caso de la Iglesia en España, no se aprecian razones suficientemente fundadas que deban conducir inexorablemente a la necesaria creación de fondos dotados de recursos para afrontar las contingencias derivadas de la reparación entendida en sentido material de los daños por abusos, y ello por los siguientes motivos:

Primero: Porque consta acreditado a partir de la información y datos resultantes de este informe que las necesidades económicas derivadas de la reparación de daños en aquellos casos en que se han producido, no resultan significativas desde la perspectiva estricta de las cifras alcanzadas (y ello sin restar un ápice de gravedad a los supuestos dados por poso significativos que resulten en el cómputo general); de ahí que por razón del número de casos registrados en España (incluyendo los históricos y los ocurridos más recientemente o actuales) resultaría por completo innecesario la creación de un fondo para afrontar contingencias derivadas de la reparación de los daños.

Segundo: Porque en todos los casos registrados y constatados en los que se han producido delitos de abusos reconocidos y declarados formalmente en virtud de una resolución canónica o sentencia judicial firme, que han llevado consigo daños ciertos y reales exigidos en forma de resarcimiento, dichas cantidades han sido sufragados de manera inmediata y suficiente por la Iglesia con cargo al presupuesto ordinario de las Diócesis o en su caso de las instituciones específicas de la Iglesia concernidas, sin que, en ningún caso, se haya advertido dificultad alguna para afrontar los pagos por compensaciones económicas una vez reconocidos formalmente.

Siendo ello así, la previsión de un fondo económico de reparaciones carecería de justificación y resultaría por completo innecesaria.

Por lo demás, la mera creación de un fondo, no habiendo una causa objetiva que realmente lo justifique, podría tener efectos no deseados en este ámbito, que podría desvirtuar el rigor y la pulcritud con la que acometer esta delicada y al propio tiempo trascendente tarea, pues las pretensiones de resarcimiento han de seguir el cauce legalmente establecido.

2.- En todo caso, y aunque resulte obvio señalarlo, la dotación de un fondo con recursos para proveer a las contingencias objeto de consideración, no desvirtuaría en modo alguno la exigencia previa de acreditar la realidad y certeza del abuso sexual y de los daños padecidos con ocasión o por consecuencia de tal circunstancia, bien porque así lo declare una sentencia judicial firme dictada por la jurisdicción civil del Estado o una resolución canónica adoptada en el seno de la Iglesia por la autoridad competente, bien porque la Iglesia asuma voluntariamente y por su propia iniciativa la compensación correspondiente en virtud de acuerdo suscrito al efecto con la víctima o su representación legal; todo ello, en los términos señalados con anterioridad. 

3.- Es por ello que no recomienda la creación de un fondo económico de contingencias para sufragar con cargo a dicho fondo indemnizaciones o compensaciones económicas por daños derivados de abusos sexuales habidos en el seno de la Iglesia.

5.3.10 Sobre la creación de un grupo de trabajo en el seno de la CEE para el análisis y desarrollo de las diversas observaciones y recomendaciones formuladas

A la vista de todo cuanto ha quedado anteriormente expresado, se considera que, una vez analizados y valorados los términos de los distintos informes y el sentido y alcance de las observaciones y recomendaciones formuladas, cabría ponderar la pertinencia de constituir un grupo de trabajo en el seno de la CEE que tenga por finalidad analizar y valorar las observaciones y recomendaciones formuladas, así como formular, en su caso, las iniciativas o medidas que pudiere considerar pertinente impulsar o promover.

Particular interés tendría abordar con el debido sosiego la reflexión sobre algunas materias en particular, como las siguientes:

Las causas de la patología de los abusos sexuales en el seno de la sociedad y de la propia Iglesia.

La selección y formación de los aspirantes al sacerdocio, a la vida religiosa y al diaconado, así como el acompañamiento en su discernimiento vocacional, la formación específica en los seminarios, noviciados y casas de formación y la ulterior formación permanente.

La posición de la CEE en el seno de la Iglesia en España en orden a garantizar una unidad de acción y de propósitos de las diversas diócesis e instituciones eclesiales, así como la asunción de mayores funciones de coordinación y supervisión efectivas en diversas materias.

El reforzamiento de la estructura organizativa de la CEE mediante la creación de una unidad orgánica específica y permanente en materia de protección de menores, con funciones que vayan más allá de las tareas de mera coordinación y asesoramiento de las oficinas creadas.

La adopción de medidas para garantizar una mayor homogeneidad en la ordenación de las medidas de prevención y los procedimientos de actuación en forma de protocolos y códigos de conducta y de buenas prácticas que deben existir en el seno de la Iglesia en España, así como el estudio de un nuevo protocolo de prevención y actuación que incorpore una regulación menos genérica y más exhaustiva o con mayor grado de detalle en sus previsiones.

El estudio, preparación e implantación de un programa de cumplimiento normativo para la Iglesia en España, así como la creación en el seno de la CEE de una unidad orgánica específica en materia de cumplimiento normativo (oficina, área o dirección de cumplimiento normativo) que ejerza las funciones propias de un compliance officer para actuar de manera concertada con las diócesis y demás instituciones de la Iglesia.

El sistema de investigación y enjuiciamiento de delitos en sede canónica y la reflexión sobre las bases de una eventual reforma de la disciplina de los procesos canónicos.

El estudio y preparación de un sistema de valoración de daños personales, a modo de baremo, para su aplicación en los casos de reconocimiento de indemnizaciones y compensaciones económicas por daños derivados de abusos sexuales en el seno de la Iglesia.

A su vez, y sin perjuicio de las comunicaciones públicas e institucionales que la CEE pudiere plantearse hacer con vistas a la difusión general del informe ante la sociedad y la opinión pública, debiera sopesarse la conveniencia de promover una difusión de los términos de las conclusiones de estos informes de manera capilar en el seno de la misma Iglesia en España y en particular entre el conjunto de las instituciones auditadas mediante reuniones individualizadas en el seno de todas y cada una de las diócesis y, al menos, con las organizaciones que agrupan y representan a una proporción significativa de instituciones eclesiales (como es, sin lugar a dudas, el caso de CONFER, y también, aunque en una menor proporción cuantitativa, el de CEDIS), en las que pudieren explicarse los términos  del informe y ponerse a disposición de las instituciones para aclarar dudas y resolver los interrogantes que pudieren suscitarse.  

Una reflexión final

Hace cinco años, la Iglesia en España comenzó un largo recorrido ante una realidad que le resultaba desconcertante e inesperada: la posibilidad de que en su seno hubieran tenido lugar abusos sexuales contra menores por parte de alguno de sus miembros. La preocupación manifestada por el Papa Francisco y la Santa Sede sobre los casos de abusos cometidos en otros países, las investigaciones solicitadas por distintas conferencias episcopales del mundo y las informaciones que comenzaron a publicarse en España hicieron pensar que era necesario prestar atención a una realidad que permanecía oculta.

La creación de Oficinas de protección de menores y prevención de abusos en todas las diócesis y en numerosas congregaciones en España, que el Papa Francisco había exigido en su documento Vos estis lux mundi, permitió ir conociendo esta realidad desde una perspectiva nueva: conociendo a las personas, sus historias y el daño causado. Mirando también al victimario para conocer qué le llevó a cometer esos delitos, que son también pecado, que ocurrió en la selección de los candidatos a la vida religiosa o a los seminarios, que ocurrió también en su formación o en el acompañamiento a estas personas una vez que salieron de los ámbitos de formación.

La información ofrecida por estas Oficinas fue el punto de partida para hacer una mirada complexiva a esta realidad. A ella se añadieron los informes de los medios de comunicación o el más reciente del Defensor del Pueblo y también las aportaciones solicitadas por la Conferencia Episcopal como el informe Para dar luz, presentado por primera vez en abril, o el realizado por el despacho Cremades & Calvo Sotelo y presentado recientemente.

Al concluir esta nueva edición de Para dar luz y después de todo lo estudiado se pueden ofrecer las siguientes consideraciones:

1. Los abusos sexuales cometidos contra menores en el seno de la Iglesia han producido dolor y vergüenza en todos sus miembros.

2. Son un problema grave en la vida de la Iglesia por la altura de la misión que le ha sido confiada y que queda gravemente menoscabada. Son considerados pecados y delitos y como tal deben ser tratados.

3. La constatación de su existencia ha suscitado en la Iglesia un movimiento sin precedentes en tres direcciones: en primer lugar, para conocer la realidad de los abusos y el daño causado en tantas personas desde hace décadas. En segundo lugar, para reparar el daño causado a las víctimas, en la medida de lo posible. Y en tercer lugar, el establecimiento de las medidas necesarias para que estos abusos no puedan seguir teniendo lugar, atendiendo a la formación de las pesonas que, en la Iglesia, van a trabajar con menores e implantando protocolos y medidas de espacios seguros en todos aquellos lugares en los que la Iglesia trata con menores: celebraciones, actividades de catequesis, de educación o de tiempo libre.

4. El paso más decisivo en la lucha contra los abusos sexuales ha sido la creación de las Oficinas de protección de menores y de prevención de abusos en las diócesis y en las congregaciones religiosas y otras instituciones de la Iglesia. Ellas han permitido un conocimiento cierto de lo que ha ocurrido y pueden ayudar a crear protocolos de prevención y sistemas de formación para que no pueda volver a ocurrir. La experiencia de estas Oficinas puede servir otras instituciones sociales que estén preocupadas con la lacra de los abusos y que buscan la protección a los menores.

5. Los datos contenidos en este informe nunca serán definitivos. Aunque estimemos que, cruzando los diversos informes, se ha llegado a conocer la realidad de en torno a un millar de casos de abusos cometidos en ámbitos eclesiales, es importante tener en cuenta que otros episodios de abusos tuvieron lugar hace demasiado tiempo para que hayan podido salir a la luz o que, directamente, algunas víctimas no quieren contar su caso. El esfuerzo de la Iglesia seguirá siendo conocer todos los casos para ayudar a sanar su dolor y poner lo medios para que no pueda volver a pasar.

6. La legislación creada por la Iglesia, tanto en la Santa Sede como en la Conferencia Episcopal, para atajar esta lacra es muy significativa y toda la que está actualmente vigente ha sido recogida en este informe. Al mismo tiempo, se ha puesto de manifiesto la acción de cada institución de la Iglesia en la creación de sus espacios seguros para la protección de menores.

7. La realidad de los abusos sexuales contra menores no es un problema exclusivo de la Iglesia. Las cifras aportadas en este informe y las que derivan de los diversos informes publicados por otras instituciones hacen ver que estamos ante uno de los problemas más graves que afronta nuestra sociedad y que, tristemente hoy, sigue estando oculto. No obstante, la Iglesia quiera aportar su triste experiencia a la sociedad, a todos aquellos empeñados en el bien común también de los menores y de las personas vulnerables.

Este informe no es definitivo. Desde el principio hemos dicho que Para dar luz es un informe vivo, que seguirá recogiendo datos, documentos, informes y publicando sus conclusiones. Lo hasta aquí presentado supone ya una luz en el mundo oscuro de los abusos sexuales a menores, pero  siempre quedará trabajo por hacer.

Nota: El informe Para dar luz es un informe vivo.
Elaborado por la Conferencia Episcopal Española, este informe se actualiza constantemente en sus contenidos, con la incorporación de nuevos datos, protocolos, textos y aportaciones de otras instituciones eclesiales.

Capítulo 5: Observaciones y recomendaciones que se proponen a la Iglesia como conclusión del informe

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